Esa noche, en su cama, humedeció con lágrimas los rizos que caían sobre sus mejillas. Cuando las secó, decidió no dar por perdida esta pequeña guerra. Se soñó a sí misma haciéndole frente, solitaria -o quizás, a partir de esa tarde, con una cómplice-, a la hostilidad: esa cruel, implacable hostilidad de la que sólo puede adueñarse la infancia. Se quedaría en ese colegio y las vencería.
Muchas veces Violeta me cansaba.
Me cansaba alimentar nuestra amistad, como me cansaba alimentar cualquier elemento que no fuera mi voz. Si lo hice, no fue por generosidad, como creyó ella. Tampoco por lealtad, como pensaron otros. Era sólo mi temor al desacompañamiento.
Lo descubrí en San Miguel de Allende, en México. A mi recital había asistido Amalia, una famosa y antigua cantante mexicana, admirada y escuchada por mí desde siempre. Me invitó a tomar un trago al atardecer; yo, honrada, acepté. Sabía que, en su retiro, ella había elegido vivir en esa ciudad, pero me sorprendí al ver que su dirección correspondía a un hotel.
En el patio inmenso, rodeadas de rojos arcos coloniales y verdes exuberantes, meciéndonos en el corredor con el tequila en las manos, me lo advirtió.
A los sesenta años Amalia dio su último recital. Y esa noche, con toda tranquilidad, cerró la puerta. No pensaba exponerse a la humillación de los contratos decadentes, a las boites en lugar de los auditorios o teatros, a que el público comparara sus actuaciones en vivo con las grabaciones de otros tiempos. Ante mi inquietud por comprender por qué vivía sola en un hotel, me contó su proceso: a medida que se había ido acercando a la cúspide de su fama, el mundo entero empezó a sobrarle. Lo primero de lo que se deshizo fue su marido, que no resistió verse relegado a un segundo lugar. Luego fueron sus hijos: a poco andar decidieron vivir con el padre, quien parecía disponer de más tiempo para ellos. Luego fue la casa: sin una familia, no tenía sentido administrar esa empresa, si la empresa de su éxito era tanto más seductora. Arrendó una gran bodega, guardó allí todos sus muebles y pertenencias, y los hoteles pasaron a ser su hogar. Entonces se sintió por fin independiente. Me confesó hasta qué punto le molestaba la gente, cómo se sentía perseguida… Cómo la embargaba la culpa por no responder siquiera a sus amigos de toda la vida, los que pasaron a representar un peso sobre sus espaldas en lugar de un placer. Sólo veía a las personas que debía, a nadie más. Compuso en ese tiempo sus mejores canciones. Por fin se tomaba en serio y trabajaba como una profesional. Cuando conoció San Miguel de Allende, en una gira, se dijo que aquél sería su lugar de retiro. «Nada original», me agrega, «muchos han decidido hacer lo mismo, viven artistas de todos lados, especialmente nuestros vecinos del norte.» Cumplió su promesa y aquí la tenía yo, ante mis ojos: dos piezas frente a un pedazo de corredor que era casi suyo, nada más. Sus hijos la visitaban muy de vez en cuando, y uno que otro amigo pasaba a saludarla cuando cruzaba por la ciudad.
San Miguel de Allende, cautelosamente en mi memoria.
Elegí a Violeta entre todas mis amigas porque nuestra historia se remontaba tan atrás que cualquier explicación era innecesaria. Ella formaba parte de mi infancia, era casi un miembro más de mi familia. Por eso me resultaba tan cómoda: lo que hiciéramos juntas era como hacerlo sola. Y mi miedo al vacío no me permitía tanta privacidad. Entonces, a medida que las personas, paulatinamente, me fueron sobrando -y este fenómeno se agudizó a pesar de mi voluntad-, temí que si rompía el último eslabón iba a precipitarme de bruces en la total soledad. No, me dije una noche: un día Andrés no va a estar conmigo; ¿quién lo sabe mejor que tú misma? Tus hijos vivirán su propia vida y entonces tú, que has ido desqueriendo a medida que ascendías en la escala de las estrellas, no tendrás intimidad. Nadie la tendrá contigo. ¿Sabes, Josefa, lo que es vivir sin intimidad?
Me vuelve San Miguel de Allende por el recuerdo de mi primera -y única- pelea con Violeta. El remordimiento juega conmigo, Viola, Violeta, Violetera.
Primero vino lo del comedor y luego el cuento del sauna.
Pero al sauna lo precede la historia del «bulín».
Durante años almorcé sola con mi hijo Diego en la cocina de mi casa, luminosa y acogedora. Hasta que empezó lo que Violeta calificaba como «el proceso de ir haciéndote inaccesible». El primer síntoma fue al regreso de una gira: sorpresivamente, le pedí a María, la cocinera, que a partir de ese día pusiera la mesa en el comedor. Almorzaríamos allí. Me irritaba la cercanía de las empleadas, y la sola idea de que tuvieran acceso a mí desde la cocina me ponía mal. No resistía exponerme tres cuartos de hora cada día. Si me fui al comedor, fue para que no me hablaran. Para que nadie pudiera alcanzarme.
– Cuidado, mi amor -me dijo cariñosamente Andrés-. Un día podemos no encontrarte.
Era la época en que Violeta me llamaba «Miss No-Tengo-Tiempo-Mi-Vida-Es-Demasiado-Importante». Yo me reía, un poco molesta. Es que me sentía en deuda permanente. Mi carrera parecía meteórica y cada paso me exigía más esfuerzo que el anterior. La contradicción entre mi vida profesional y mi vida privada me atravesaba como una lanza envenenada. No necesito extenderme sobre este punto. Para las mujeres actuales es ya un lugar común. Prefiero abocarme más bien a las sensaciones: siempre acechando las llamadas que no he contestado, la gente que he dejado plantada, los requisitos básicos del cariño que no he cumplido.
Llego a mi casa a encerrarme. Tengo que trabajar: las palabras se me agolpan con sus respectivas notas, vislumbro una canción que no concreto porque no tengo las condiciones para hacerlo. Llego a mi casa y ésta ya no me sirve.
Rara la oscuridad de esta casa, tantas veces me pareció la única luminosidad posible. Entro, abro puertas, veo caras deprimidas frente al televisor, la luz del jardín malgastándose, cuerpos tirados en las camas, como desvencijados. Todos esperan que la nota vital salga de mi pobre garganta. Andrés llega a comer contento y satisfecho de sí mismo. A diferencia de mí, él ha tenido veinticuatro horas -las tiene cada día- para pensar en hacer las cosas bien. Besa a los niños con el cansancio de la satisfacción. Y me resiento: mi relación con los niños está siempre a medio filo, siempre ando zafándome de ellos para poder trabajar, y siempre adentro de la casa porque no puedo sin ellos. He optado por la presencia permanente porque le tengo miedo al abandono. ¿Cómo es posible que lo que más amo se convierta en lo que más perturba mi cotidianeidad?
Entonces empiezo a pagar cada minuto de soledad. Reparto billetes: al cine todos, o al museo en el radio-taxi con helados a la salida, y cuando se cierra la puerta saboreo el silencio que han dejado atrás.
– Zulema, voy a estar trabajando. Que no me interrumpan.
Pero para Zulema yo estoy en la casa. Empiezan las interrupciones. En algún momento salgo furiosa, no sé adónde. Camino y me encuentro a boca de jarro con un edificio en construcción. Venden un departamento de un solo ambiente. Me ilumino. Espero a Andrés entusiasmada.
– ¿De qué estás hablando? ¿Quieres poner un bulín?
– ¿Un bulín? Pero Andrés, nada que ver… sería una oficina, un lugar de trabajo…
– ¿Y tendrías ahí las reuniones con los músicos?
– Podría ser.
– Quizás puedas usarlo también para las sesiones de fotografía… ¿No has pensado poner una cama?
– Por lo menos un sofá-cama para dormir siesta -le respondo con toda ingenuidad, estoy tan absorta que no percibo su ironía-. ¡Y no le daría a nadie una copia de la llave! Imagínate, mi amor, el control que tendría sobre mi propio tiempo.
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