– ¿Qué es eso?
– Mi señor se lo ofrece en compensación por las molestias.
– Dígale a su señor que venga personalmente a darme una explicación. Entonces decidiré si acepto o no esa bolsa.
El hombre la miró fijamente. La frialdad de sus ojos había desaparecido dando paso a un sentimiento de respeto, pero también de obediencia ciega a su amo.
– Tómela. Él no va a venir -dijo, mientras depositaba la bolsa en la mesa-. Adiós, señora. -Hizo una reverencia a modo de despedida y salió de la cabaña.
De repente, Ann se sintió abatida, y dos lágrimas empezaron a deslizarse por sus mejillas mientras escuchaba el rugido del motor alejándose de allí. Creyó estar soñando, pero aquel sueño era una pesadilla. Estaba preparada para cualquier eventualidad, excepto para aquel desaire. ¿Qué podía hacer ahora? Había viajado hasta el fin del mundo con la esperanza de rehacer su vida, y aquel rechazo inesperado había desbaratado de golpe todos sus proyectos de futuro.
Tras unos minutos que se le hicieron eternos, su respiración volvió a la normalidad. Pensó que quizá él había tenido los mismos reparos que ella en aceptar aquella boda a ciegas y finalmente había sucumbido a sus dudas. Había sido un acto alocado e irresponsable. Sí, definitivamente, habían cometido una insensatez, y aquel hombre había recuperado la cordura antes que ella. Reflexionó entonces sobre el paso en falso que había dado, pues aquel matrimonio no era la única salida a la que podía haberse aferrado para escapar de sus problemas económicos y del acoso de John. Existían otras, pero no se había detenido a estudiarlas, obcecada como estaba por salir de aquel túnel de incertidumbre.
Reparó en la pequeña bolsa que el mensajero había depositado sobre la mesa y la cogió. Pesaba muy poco y parecía vacía. Deshizo el nudo con sumo cuidado y la abrió, volcando su contenido en su mano izquierda. Unas esferas brillantes del tamaño de garbanzos rodaron sobre su palma. «¡Dios mío! ¡Son diamantes!» Instintivamente, cerró la mano y volvió a guardarlos, mirando con recelo a su alrededor y ocultando en su regazo la pequeña saca. Por fortuna no había nadie y el chico de la barra se encontraba atareado de espaldas a ella.
Con aquella fortuna en las manos, Ann presintió el peligro y deseó embarcar de nuevo para salir de la isla. Poco a poco, en lo más profundo de su conciencia, experimentó una sensación de alivio y comenzó a hacer planes: lo primero era decidir dónde instalarse, y tenía dos alternativas: regresar al Reino Unido o quedarse un tiempo en Sudáfrica. Definitivamente, sus apuros económicos habían terminado; gracias a aquella inesperada compensación, viviría sin estrecheces y se tomaría un tiempo para decidir su futuro, pues poseía una excelente preparación que le permitiría ganarse la vida en cualquier parte.
De nuevo, el motor de un coche le devolvió la esperanza. «Es él. Seguro que ha recapacitado y viene a verme.» Se levantó con la intención de salir de la cabaña, pero cambió de opinión. No era prudente ir a su encuentro, debía hacerse respetar. El pulso se le aceleró al oír unos pasos acercándose lentamente; sin embargo, comprobó decepcionada que no era la persona a quien esperaba ver.
– ¿Aún estás aquí, Ann Marie? -exclamó la hermana Antoinette-. Estaba intranquila y he decidido volver para comprobar que todo iba bien. Este lugar no es seguro para una mujer joven y sin compañía.
– ¿Es peligrosa la isla? -Ann Marie se inquietó.
– El padre Damien acaba de contarme que una adolescente huérfana que estaba acogida en la misión fue asesinada hace unos días.
Ann Marie se estremeció.
– Entonces, creo que hago bien en marcharme…
– ¿Marcharte? Pero… ¿dónde está tu marido? -preguntó la religiosa con sorpresa.
– No va a venir. Me ha repudiado. Ha enviado a un mensajero con órdenes de que regrese para solicitar la anulación del matrimonio.
– ¿Cómo ha podido actuar con semejante vileza? ¿Por qué no lo pensó antes? ¡Qué falta de responsabilidad…! -farfulló mientras se sentaba a su lado y la tomaba por los hombros-. Lo lamento, Ann. Y ahora, ¿qué vas a hacer?
– No lo sé. No tengo familia, liquidé mi pasado y no quiero regresar a Londres. Tomaré el barco esta noche y durante la travesía lo decidiré. Quizá me instale en Sudáfrica una temporada… -dijo, encogiéndose de hombros.
– Quédate con nosotros en la misión. Has sido profesora, y aquí necesitamos una mujer joven para cuidar a los niños; tenemos muchos huérfanos, y entre el padre Damien, la hermana Francine y yo sumamos demasiados años. Nuestra labor es muy dura y cualquier ayuda es bien recibida.
– ¿Quedarme? -preguntó espantada-. ¿Aquí? Pero… Yo no he estado nunca en una misión, no sé cómo podría ayudar. Además, ¿y si mi marido se entera de que no me he marchado? Pensará que quiero forzarlo a cumplir con su compromiso…
– Si tú no quieres, él no tiene por qué enterarse; eres católica, y puedes trabajar como misionera entre nosotros. Aquí respetan a los religiosos y no recibimos visitas de los habitantes del pueblo de raza blanca; nadie sospechará que eres la señora Ann Marie Edwards, procedente de Londres y casada con Jake Edwards.
– Y los demás religiosos… ¿Qué pensarán?
– Te acogerán con los brazos abiertos. Vamos, decídete, tómate un tiempo de reflexión hasta el próximo barco. Sólo es un mes…
Ann Marie se dejó convencer. A fin de cuentas, ¿qué más podía pasarle? Se lo había jugado todo a una carta y había perdido. Todo había salido mal. Ahora debía considerar si retirarse de la partida e irse para siempre o seguir jugando. Quizá el premio era otro y su destino estaba en aquella isla, aunque de una forma distinta a la que había imaginado.
El trayecto hacia la misión fue corto pero incómodo. El camino, por llamarlo de alguna forma, era un surco marcado entre el follaje, pues la lluvia torrencial de aquella época del año lo convertía en un auténtico barrizal lleno de hoyos y trampas que, para el destartalado Land Rover que conducía el padre Damien, suponía una prueba de resistencia. El lugar hacia donde se dirigían estaba cerca del puerto, en el lado sudeste de la isla. La comunidad de mestizos y negros que conformaban la aldea cercana a la misión vivían en un simple conglomerado de chozas de madera con tejados de palma, alrededor de una calle que se bifurcaba en dos veredas: una hacia el puerto en línea recta y la otra hacia las plantaciones situadas en el interior de la isla.
El coche atravesó el poblado, que se extendía paralelo a la playa, dejó atrás las chozas y continuó unos metros más. La misión apareció al frente. Se trataba de una pequeña iglesia de madera pintada de blanco, de planta rectangular, con la cruz colocada sobre el dintel de la puerta, sobresaliendo por encima del tejado. Había otras tres construcciones de madera sin pintar. La más cercana a la capilla albergaba un pulcro dispensario con varias camas cubiertas con mosquiteras. Las otras dos estaban situadas frente a ésta; en una acogían a los niños huérfanos y la otra servía de vivienda para las religiosas.
La hermana Antoinette observó la reacción de Ann Marie al bajar del coche.
– Sé que esto no es lo que esperabas encontrar aquí, pero cuando pasen unos días verás las cosas de otro modo.
– No debes preocuparte. Me adapto fácilmente y no me asustan el trabajo ni la austeridad. Sólo quiero estar a la altura de lo que esperas de mí. Intentaré no defraudarte.
Antoinette la miró con ternura. «Va ser duro, pequeña», pensó.
La hermana Francine estaba junto al hornillo, calentando agua para preparar café. Era una mujer gruesa, de corta estatura y rojas e hinchadas mejillas que apenas dejaban asomar unos alegres ojos azules. Su semblante amable y su dulce sonrisa confortaron el ánimo de Ann Marie.
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