– ¿Sólo a mí?
– Sólo a usted… -respondió tras un silencio.
– Agradezco su interés, pero ya conoce mi respuesta -replicó, dando por terminada la conversación y se volvió de espaldas para seguir con su tarea con las medicinas-. No tiene por qué asumir una obligación que no le atañe -añadió.
– Me importa todo lo que ocurre en la isla, incluida esta misión.
– Eso es una novedad… -ironizó ella.
– A partir de ahora, estará bajo mi protección. Enviaré a un grupo de hombres esta noche para que vigilen los alrededores.
– Preferiría que no lo hiciera. Tenemos acogidas a varias jóvenes que no estarían seguras con sus hombres tan cerca.
– ¿Qué quiere decir?
– Lo ha entendido perfectamente, señor Edwards. No necesitamos su ayuda. El señor Prinst me ha dejado un revólver y…
– Pero no le ha dado las balas…
– Eso sólo lo sabemos nosotros…
– Bien, no voy a discutir con usted -la cortó con brusquedad-. Esta noche habrá rondas de vigilancia por esta zona. Si alguno de mis trabajadores provoca algún incidente, no tiene más que denunciarlo.
– ¿A la autoridad?
– A mí.
– ¡Claro! Olvidaba que aquí usted es la auténtica autoridad. Haga lo que le plazca. De todas formas, sé que no va a tener en cuenta mi opinión. El respeto a los demás no es una de sus virtudes.
– Marie -por primera vez se dirigió a ella por su nombre de pila-, sé que me considera responsable de los incidentes protagonizados aquí por mi capataz… -avanzó unos pasos para acercarse a ella-, pero le aseguro que yo no ordené aquel castigo y que no volverá a repetirse. Nunca más…
– Está bien, Jake -se volvió hacia él, llamándolo también por su nombre-, le daré un voto de confianza, y espero que no me defraude otra vez.
– Insisto en que debería trasladarse al pueblo durante unos días…
– Ya conoce mis condiciones.
– Va a obligarme a venir a visitarla con frecuencia…
– No tiene por qué. No soy responsabilidad suya…
– Se equivoca. Jamás me perdonaría si le ocurriera algo.
Le habló en un tono tan personal que la desconcertó. Durante unos segundos se sostuvieron la mirada, y un turbador silencio invadió la cabaña.
– Gracias por su interés. Ahora, si me disculpa, debo seguir con mi trabajo. -Le dio la espalda y se dirigió hacia el mueble de las medicinas.
Ann notó que él no se movía y que la observaba en silencio mientras ordenaba los estantes. Pasaron unos incómodos minutos hasta que percibió sus pasos alejándose y oyó cómo arrancaba el motor del coche para abandonar el lugar.
Las jornadas siguientes se vivieron con intensa inquietud. Las niñas sólo abandonaban la cabaña para recibir las clases de Ann Marie, que procuraba comportarse con normalidad pese a que hombres armados con grandes rifles merodeaban por los alrededores de la misión. Había renunciado a su baño matinal en la playa, y se desplazaba hasta el arroyo extremando la vigilancia de sus acompañantes. Sentía miedo, pero no podía mostrarlo ante el resto de los miembros de la misión.
Joe Prinst los visitó en varias ocasiones para comprobar que todo estaba en orden y recabar información sobre si se había producido algún incidente, pues aún no sabían nada del autor de los crímenes.
Aquella mañana, Ann Marie se encontraba en el dispensario. Había varios niños enfermos ocupando las camas y ella se encargaba de alimentarlos. De repente, sonaron unos golpes secos en la puerta. Esperó a que el autor de la llamada se identificara, pero nadie dio señales de vida.
– ¿Hay alguien ahí? -preguntó alarmada.
Otros dos golpes secos sonaron como respuesta. Esa vez se oyeron en la pared exterior. Ann Marie cogió el arma que tenía guardada en el bolso de cuero y se dirigió despacio hacia la puerta. Abrió mirando a todos lados y apuntando al frente, pero allí no había nadie; el silencio y la soledad lo invadían todo. Al mirar al suelo, descubrió una marca en la tierra. Era una cruz, aunque la parte superior de la misma tenía forma de flecha. Ann Marie se inclinó para ver hacia dónde señalaba, levantó la vista y unos metros más adelante divisó otra cruz igual a la que tenía junto a los pies. Avanzó despacio con los sentidos alerta y observó que la segunda cruz estaba en el camino que conducía hacia la playa. Pensó en regresar, pero la curiosidad se lo impedía. Estaba casi a un metro de distancia del segundo signo cuando se detuvo para estudiarlo bien; esta vez la flecha señalaba hacia la izquierda, y algo le llamó la atención al mirar en esa dirección: en el suelo, junto a unos matorrales, había un hatillo de tela de vivos colores. Se acercó lentamente, oyendo en el silencio los latidos de su propio corazón, cogió el hatillo al vuelo y corrió despavorida hacia la cabaña de las religiosas. Entró y cerró la puerta de golpe.
– ¿Qué ocurre? -preguntaron las hermanas, alarmadas por el miedo que se reflejaba en el rostro de Ann Marie, que aún sostenía en una mano el revólver y en la otra el hatillo de tela.
Sin aliento para responder, se dirigió a la mesa, soltó con cuidado el arma, colocó el hatillo en el centro, deshizo el nudo y abrió la tela. Vio que era un pañuelo triangular, como los que usaban las mujeres de la reserva para cubrirse el pelo y que el asesino utilizaba para estrangular a las jóvenes. En su interior aparecieron dos objetos: el más pequeño era un pendiente dorado con una piedra verde en forma de lágrima. Ann Marie cogió el otro y descubrió que se trataba de un pañuelo blanco manchado de sangre; estaba doblado, y en una esquina tenía bordada una J.
– Alguien me ha dejado a propósito estos objetos -les explicó a las religiosas-. Alguien que me observa muy de cerca.
Decidió ir al pueblo sin esperar el regreso del padre Damien y se dirigió directamente a la oficina de Joe Prinst. Su amable ayudante la atendió en seguida, y la invitó a esperarlo mientras enviaba aviso a su jefe. Ann Marie se sentó en un sillón de cuero en la pequeña antesala del despacho, y cinco minutos más tarde, Joe Prinst aparecía en el umbral seguido de Jake Edwards. El primero le ofreció la mano inclinando la cabeza; a continuación, su acompañante le estrechó la mano con energía.
– Es un placer volver a verla, hermana. ¿Puedo saber a qué se debe su visita? -preguntó el policía.
– Quisiera hablar a solas con usted, señor Prinst, si no le importa -respondió, mirando a Jake Edwards.
– Por supuesto, pase a mi despacho.
Prinst se despidió del dueño de la isla con un gesto cómplice, mientras le cedía el paso a Ann Marie.
Cuando estuvieron a solas, ella sacó el hatillo del bolso y lo abrió sobre la mesa, explicándole cómo lo había hallado. El policía cogió el pendiente y se puso unas gafas con montura de concha para examinarlo con atención. Lo reconoció en seguida y confirmó que pertenecía a la maestra asesinada. Después cogió el otro objeto y lo extendió sobre la mesa.
– ¿Y dice que este pañuelo estaba junto al pendiente…?
– Sí, y ambos envueltos con esta tela. ¿Qué puede significar esto, señor Prinst? ¿Quién puede haberlo enviado?
– Alguien que tiene información sobre el asesino de la maestra.
– ¿Cómo murió? ¿También fue estrangulada, como las otras mujeres de la reserva?
– No. Recibió numerosos golpes en la cabeza y tenía la cara completamente desfigurada -contestó sin levantar la vista de la mesa.
– ¿Fue forzada?
– No. El doctor White confirmó que no hubo violencia sexual.
– El asesino le dispensó un trato diferente al de las chicas de la reserva. A ellas las viola antes de matarlas, pero no las golpea. Quizá éste es un crimen pasional y no guarda relación con los demás.
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