Mercedes Guerrero - La Última Carta

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Sola y sin dinero tras el doloroso fracaso de su matrimonio, Ann Marie decide aceptar una propuesta de matrimonio por conveniencia. Jake, propietario de una plantación de tabaco en la pequeña isla de Mehae, no consigue superar la muerte de su mujer y ha decidido buscar una nueva mujer por un método algo anticuado.
Quizás por eso, el día en que ha de recoger a Anne Marie en el puerto de Mehae, cambia de opinión y envía un emisario con dinero por las molestias y para el pasaje de vuelta.
Ann Marie no sólo sigue sola, sino que se encuentra en un lugar extraño pero, como suele decirse, la vida siempre sale al encuentro y muy pronto va a encontrar no sólo esa vida propia que tanto anhela, sino un amor verdadero que irá creciendo entre playas de arena blanca, atormentadas palmeras y una horrible serie de asesinatos en cuya resolución se verá inmersa.

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Capítulo 13

Con la partida de cartas se iba elevando la emoción en la mesa, pues las apuestas estaban muy altas. El doctor White recibía a menudo a destacados miembros de la comunidad isleña. Era una persona amable y acogedora, y disfrutaba organizando veladas de juego con sus vecinos. Aquella noche, el grupo era más numeroso que de costumbre: lord Brown, un rico hacendado sudafricano, dueño de grandes viñedos en el continente, estaba de regreso en la isla, donde pasaba largas temporadas en compañía de su hija Charlotte, una joven y bella dama educada en Londres, que albergaba la esperanza de convertirse, en un futuro no muy lejano, en la esposa del compañero de mesa de su padre, Jake Edwards. Participaban también en la partida el jefe de policía, Joe Prinst, y el alcalde.

– ¿Cómo están las cosas en el continente, Jake? -preguntó el médico.

– Hace demasiado frío. Estaba deseando volver a casa.

– Esta mano es mía -los interrumpió Lord Brown enseñando sus cartas y recogiendo el dinero del centro de la mesa.

– Vaya, hoy no es mi día. Tengo la cabeza en otro sitio. Últimamente hay demasiados conflictos -dijo el responsable de la autoridad, pasándose una mano por el pelo.

Ése era el rasgo más característico de Joe Prinst, su cabello pelirrojo, que se peinaba hacia atrás, dejando al descubierto unas generosas entradas. Su piel extremadamente blanca, el rostro lleno de pecas y los ojos, de un azul muy claro, le conferían un aspecto de albino. Había rebasado los cuarenta, aunque su excelente preparación física lo hacía parecer varios años más joven; infundía respeto gracias a su ancha complexión, ya que no aparentaba ser un hombre demasiado brillante, ni siquiera inteligente. El trabajo que desempeñaba era relativamente fácil, pues en aquella aislada comunidad bastaba la sola presencia de un representante de la ley para asegurar la calma. Allí nunca pasaba nada, excepto los fines de semana, cuando alguno de los residentes bebía más de la cuenta y causaba un alboroto; pero entonces, Joe no tenía más que dejarlo dormir una noche en el calabozo para hacerlo recapacitar.

– No sabía que hubiese problemas en la isla -comentó Lord Brown.

– No en el pueblo, sino en la reserva. Están algo revueltos; tú ya sabes a qué me refiero, Jake -dijo, dirigiéndole a éste una mirada significativa.

– No sé de qué me hablas, Joe. Llevo más de diez días fuera. Regresé ayer y no estoy al corriente de las riñas entre negros.

– Me refiero a las hostilidades entre tu capataz y los misioneros de la aldea.

Jake Edwards apretó las mandíbulas con fuerza, pero no levantó la vista de las cartas.

– ¿Cuál es el problema? -preguntó con aparente desgana.

– La nueva misionera, la más joven, ha convencido a las familias de que no envíen a los niños a trabajar al campo. A cambio, les ofrece comida y les enseña a leer y escribir en la escuela que han construido. Jeff Cregan fue a la aldea con sus hombres, amenazó a los religiosos y más de un infeliz probó su látigo, incluso incendió varias chozas. La chica vino a verme para denunciarlo.

– No habrás detenido a mi capataz…

– No, pero prometí… amonestarle. -Todos se echaron a reír, como si el comentario fuera un chiste-. También vino a denunciar que en los últimos meses han aparecido varias chicas de la reserva violadas y asesinadas.

– ¿Y qué tienes tú que ver con esas riñas entre negros? -preguntó el doctor.

– Iba a decirle que no era asunto mío, pero no pude evitar ser galante con ella y le prometí que investigaría un poco… -Hizo un guiño de complicidad.

– Por cierto, ¿cómo han conseguido los víveres? -preguntó lord Brown-. Jim me contó hace unos días que casi había echado a empujones de su tienda a una misionera joven y bonita.

– Fueron a Preslán -informó el médico-. Esa joven de la que habláis, la hermana Marie, me visitó una tarde y me pidió consejo para comprar medicinas. Le firmé una carta de recomendación para que pudieran adquirirlas en el hospital.

– Pues trajeron algo más que medicinas. Han llenado la despensa para una temporada. Además, disponen de grandes recursos, porque han pagado con diamantes. Jake, me temo que vas a tener graves conflictos en tus tierras -añadió Prinst.

– ¿Cómo sabes lo de los diamantes?

– El responsable de la autoridad en Preslán es un buen amigo mío. Como sabéis, el tráfico de piedras preciosas está muy controlado. La hermana Marie se los vendió a un joyero y le explicó que procedían de una importante donación.

– Esa joven tiene carácter. Lo que no entiendo es qué hace en ese inmundo lugar, rodeada de salvajes y de miseria -comentó el médico mientras daba un sorbo a su whisky escocés-. Estuvo aquí poco antes de ir a Preslán; tomamos el té y charlamos un buen rato. Me pareció una mujer muy interesante. Es tan hermosa, tan educada… Toda una dama… ¡Ah!, si yo tuviera veinte años menos… -Suspiró con gesto soñador.

Todos se rieron, excepto Jake.

– Tienes razón, doc -asintió el jefe de policía-. ¿Y sabes lo que más me gusta de ella? Su mirada. Tiene unos profundos ojos azules que te llegan a hipnotizar.

– ¡Vaya! -exclamó el alcalde-. Si yo fuese esa chica, abandonaría pronto este lugar. Si los ciudadanos respetables de la isla han reparado en ella, los que no lo son tanto podrían causarle auténticos problemas.

– ¿De quién estáis hablando? -se interesó Charlotte, la hija de Lord Brown, acercándose.

Era una joven muy atractiva, de cabello castaño y grandes ojos color canela. Su alta y estilizada figura, junto con una elegancia natural y una innata altivez que revelaba el mentón siempre levantado, hacía sentir a su interlocutor una cierta inquietud frente a ella.

– De la misionera joven, la hermana Marie -respondió el médico.

– ¡Ah! La mestiza de la que se cuenta que resucita a los muertos con un beso…

Todos la miraron con curiosidad.

– ¿Mestiza? -respondió contrariado el policía-. ¿Estamos hablando de la misma persona?

– Bueno… he supuesto que debía de ser mestiza, a juzgar por lo integrada que está entre los negros. Mi sirvienta me habla a menudo de una mujer joven de piel clara que prácticamente vive en la aldea, mezclada con ellos. También me contó que, hace días, un chico se ahogó mientras pescaba, y cuando lo llevaron a la playa, ella lo besó en la boca y el muerto expulsó el agua y volvió a la vida.

– ¡Caramba! -exclamó el médico riendo-. Esa joven es capaz de convertir un acto de primeros auxilios en un milagro. Pero le aseguro que es de raza blanca, Charlotte.

Todos rieron ante su ocurrencia. Sin embargo, Jake Edwards estaba tenso y al terminar aquella mano se despidió de sus compañeros de juego. Subió a la camioneta y, en vez de regresar a su mansión, se encaminó a la reserva. Era noche cerrada y el camino estaba intransitable a causa de las torrenciales lluvias, pero necesitaba aclarar urgentemente una cuestión con la joven francesa de la que tanto se hablaba en la isla.

Llegó al poblado y aparcó junto a los barracones de los religiosos. Estaba oscuro, pero la débil luz proveniente de la construcción contigua a la derruida capilla lo orientó hacia el dispensario. La puerta estaba entreabierta, y al franquear el umbral vislumbró la silueta de una mujer vestida con el hábito blanco de las religiosas; estaba sentada en una vieja mecedora de caña y sostenía un bebé de color en su regazo; lo mecía despacio, con los ojos entrecerrados. Se detuvo en silencio a observarlos, apoyado en el marco de la puerta.

Ann Marie alzó la vista y ahogó un grito al descubrir en la penumbra la sombra de un hombre, al que tomó por el asesino de las chicas de la reserva.

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