Mercedes Guerrero - La Última Carta

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Sola y sin dinero tras el doloroso fracaso de su matrimonio, Ann Marie decide aceptar una propuesta de matrimonio por conveniencia. Jake, propietario de una plantación de tabaco en la pequeña isla de Mehae, no consigue superar la muerte de su mujer y ha decidido buscar una nueva mujer por un método algo anticuado.
Quizás por eso, el día en que ha de recoger a Anne Marie en el puerto de Mehae, cambia de opinión y envía un emisario con dinero por las molestias y para el pasaje de vuelta.
Ann Marie no sólo sigue sola, sino que se encuentra en un lugar extraño pero, como suele decirse, la vida siempre sale al encuentro y muy pronto va a encontrar no sólo esa vida propia que tanto anhela, sino un amor verdadero que irá creciendo entre playas de arena blanca, atormentadas palmeras y una horrible serie de asesinatos en cuya resolución se verá inmersa.

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– ¡Por favor, no me haga daño! -suplicó aterrorizada, sujetando con fuerza al bebé que tenía en brazos.

– No he venido a atacar a nadie, tranquila… -respondió Jake Edwards, acercándose lentamente.

Ella reconoció la voz de inmediato, se levantó y entonces pudo verlo con claridad.

– Es… es usted… ¿A qué ha venido? -preguntó, mientras dejaba con cuidado al bebé en la cuna.

– A hablar con usted.

– De acuerdo, pero salgamos de aquí.

Caminó delante de él, conduciéndolo hacia la playa. El cielo cubría con un oscuro manto aquel paisaje resignado a esperar el rescate de la luna creciente, secuestrada entre plomizos nubarrones que amenazaban con descargar su furia en cualquier momento.

– ¿Y bien? -preguntó Ann Marie cruzándose de brazos ante él-. ¿Qué nueva amenaza nos trae ahora, después de la visita de sus hombres? ¿Tiene ya preparada una nueva estrategia para echarnos de aquí?

– No vengo a amenazarla. No apruebo lo que ha hecho mi capataz y le aseguro que no volverá a suceder.

– ¿Y por qué debería creerle? Usted conoce los métodos que utiliza su empleado, y si no hizo nada para impedirlo es como si lo hubiera autorizado.

– Piense lo que quiera -replicó con incomodidad-. He estado varios días fuera de la isla y acabo de enterarme de lo ocurrido.

– No le creo. Es usted un cínico; primero envía a sus hombres y luego viene a disculparse con la absurda excusa de que no sabía nada. Váyase de aquí. No me fío de usted. -Le dio la espalda y se dirigió a la cabaña.

Pero antes de que ella pudiera evitarlo, Jake la sujetó del brazo y la obligó a darse la vuelta.

– Espere, antes quiero que me responda a una pregunta.

Ann Marie se deshizo bruscamente de su mano y dio un paso atrás.

– Soy yo quien quiere respuestas. ¿Por qué nos hace daño? ¿Por qué envió a sus matones en vez de venir a hablar como un ser civilizado? Yo misma voy a responderle: porque es usted el más salvaje de todos, porque sólo entiende el lenguaje de la fuerza. Es un ser despreciable que…

– ¿Cómo consiguió los diamantes que ha vendido en Preslán? -La interrumpió él, ignorando los insultos que seguía dedicándole.

De repente, Ann Marie desvió la vista y sintió que se le encogía el estómago. No esperaba aquella pregunta, y toda su agresividad se desvaneció ante el temor a ser descubierta.

– ¿Por qué lo quiere saber? -preguntó a su vez, intentando ganar tiempo.

– Porque esos diamantes no son suyos y quiero saber quién se los ha dado.

– Me los entregó una mujer a la que conocí hace un tiempo en el viaje hacia esta isla.

– Usted sabe quién era esa mujer, ¿verdad?

– Sí. Era su esposa. -Ann Marie lo miraba a los ojos. Había recuperado el aplomo al ver que él no conocía la verdadera identidad que se ocultaba tras su hábito.

– ¿Se los dio todos?

– Eso no es asunto suyo.

– ¿Por qué lo hizo? ¿Cómo la persuadió para que renunciara a ellos?

– Yo no intervine en su decisión. Ella estaba muy disgustada y no quiso aceptar el regalo de compensación que usted le envió. Pensó que en la misión podríamos hacer un buen uso de ellos.

– ¿Pretende hacerme creer que alguien puede ir por ahí ofreciendo una fortuna en diamantes para unos negros desconocidos? -Sonrió incrédulo.

Ann Marie lo miró decepcionada. Definitivamente, se había equivocado al casarse con aquel hombre. Jake Edwards había aceptado por completo las injustas leyes del país, y ella jamás podría compartir esas ideas.

– No era racista y no los necesitaba. No vino a este lugar para recibir dinero; buscaba compañía, un hogar. Creyó que se había casado con un sencillo colono y estaba ilusionada con la nueva vida que esperaba hallar a su lado; pero usted la despreció sin piedad, sin explicaciones, a su modo. Hizo bien en regresar; no es el marido que ella se merecía.

Él se quedó en silencio.

– Dígame, señor Edwards, ¿por qué la rechazó? ¿Por qué cambió de opinión?

– Eso no es de su incumbencia.

– Está bien. Ya tiene las respuestas que ha venido a buscar. Buenas noches. -Se volvió bruscamente y se dirigió a la cabaña.

Pero él la alcanzó de nuevo, adelantándola y parándose frente a ella para obligarla a detenerse. Sus cuerpos quedaron a escasa distancia. Jake parecía temer una nueva huida, pero esta vez Ann no se movió, y ambos se sostuvieron la mirada durante unos instantes.

– Espere. Aún no he terminado. ¿le dijo adónde pensaba ir?

– ¿Para qué quiere saberlo?

– Necesito su consentimiento para anular nuestro matrimonio. En Londres no tienen noticias de su paradero, aún no ha regresado. ¿Tiene idea de cuáles eran sus intenciones?

– Sólo puedo decirle que estaba muy decepcionada; había liquidado su pasado en la ciudad y no pensaba volver allí.

– ¿Le habló de algún lugar concreto?

– No. Me dijo que en el trayecto hacia el continente tomaría una decisión.

– Y usted no sabe cuál es… -afirmó escéptico.

Ella negó con la cabeza.

– Tengo la impresión de que oculta algo. ¿No es un pecado según su religión decir mentiras? -preguntó, ahora con ironía.

– En el código del honor es una falta aún más grave el incumplimiento del compromiso de matrimonio, ¿no le parece?

– ¡Vaya! -exclamó, encogiéndose de hombros-. Veo que tiene respuesta para todo, hermana. Es difícil hablar con usted.

– No tiene por qué hacerlo. Yo no le he invitado a venir.

– Si recibiera alguna noticia sobre ella, ¿me la transmitiría?

– No -respondió tajante-. Averígüelo usted mismo. -Se volvió y caminó con paso firme hacia el dispensario.

Jake Edwards encajó el golpe y no intentó seguirla. Ya tenía la respuesta que había ido a buscar.

Capítulo 14

A la mañana siguiente, mientras trabajaba en el pequeño huerto con la hermana Antoinette, Ann Marie le habló a ésta de la visita de la noche anterior y expresó sus dudas sobre la conveniencia de aclararle la verdad a su todavía marido.

– Si él quiere anular el matrimonio, debes hacerlo ya. Así, cuando regreses, podrás rehacer tu vida sin trabas legales que te unan a ese hombre -le aconsejó Antoinette.

– Sí, creo que es lo más razonable, pero te confieso que no me seduce la idea de reunirme con él para explicarle quién soy. No es un hombre… corriente…

– No era el marido adecuado para ti, y cuanto antes te libres de él, mejor.

– Veo que no te cae demasiado bien… -afirmó Ann con cautela.

– Bueno, la verdad es que no lo conozco personalmente, pero el concepto que tengo de él deja mucho que desear y no me gustaría verte unida a un hombre así. Corren muchos rumores por la isla…

– ¿Qué clase de…?

Unos gritos provenientes de la reserva interrumpieron bruscamente las confidencias. Ann Marie y Antoinette dejaron las azadas y, junto con el padre Damien, se unieron a un grupo de aldeanos que se apiñaban en la calle, alrededor del cadáver de una adolescente que había sido llevada en brazos por un peón. Una mujer se abrió paso entre los curiosos y lanzó un grito de dolor al reconocer a su hija. Todos los allí congregados asistieron al duro trance y trataron sin éxito de consolarla.

Tras un primer reconocimiento por parte de la hermana Antoinette, trasladaron el cuerpo de la joven al dispensario para examinarlo y limpiarlo. Sus ropas estaban intactas, tenía un pañuelo anudado al cuello y debajo del mismo presentaba una marca profunda que evidenciaba un nuevo caso de estrangulamiento. Apenas tenía rasguños ni marcas en el tronco o las muñecas. Sin embargo, al examinarle los muslos y los glúteos, repararon en la sangre ya reseca que tenía pegada en la piel, lo que corroboraba que también había sido víctima de una violenta y dolorosa agresión sexual.

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