Mercedes Guerrero - La Última Carta

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Sola y sin dinero tras el doloroso fracaso de su matrimonio, Ann Marie decide aceptar una propuesta de matrimonio por conveniencia. Jake, propietario de una plantación de tabaco en la pequeña isla de Mehae, no consigue superar la muerte de su mujer y ha decidido buscar una nueva mujer por un método algo anticuado.
Quizás por eso, el día en que ha de recoger a Anne Marie en el puerto de Mehae, cambia de opinión y envía un emisario con dinero por las molestias y para el pasaje de vuelta.
Ann Marie no sólo sigue sola, sino que se encuentra en un lugar extraño pero, como suele decirse, la vida siempre sale al encuentro y muy pronto va a encontrar no sólo esa vida propia que tanto anhela, sino un amor verdadero que irá creciendo entre playas de arena blanca, atormentadas palmeras y una horrible serie de asesinatos en cuya resolución se verá inmersa.

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«Sólo se permite la entrada a personas de raza blanca», decía el letrero.

Unas rebeldes lágrimas de rabia recorrieron las mejillas de Ann Marie, que comprendió al fin los temores de los religiosos: la vida en aquel lugar era un ejercicio constante de supervivencia y una carrera de obstáculos que ella jamás habría imaginado en el mundo real. Caminaba despacio, con el peso de la humillación sobre los hombros, cuando un automóvil frenó a su lado y el conductor asomó la cabeza.

– ¡Vaya! La hermana Marie. De nuevo volvemos a vernos. Me ha costado reconocerla sin el hábito… -exclamó Jake Edwards, sonriendo sorprendido mientras bajaba del coche-. ¿le ocurre algo? -preguntó, al advertir su semblante abatido-. ¿Puedo hacer algo por usted?

– ¡Váyanse al infierno, usted y sus malditos amigos blancos! -contestó ella, prorrumpiendo en sollozos y dirigiéndose hacia la camioneta ante la desconcertada mirada de su interlocutor, que no daba crédito a la atrevida expresión que acababa de oír de labios de una religiosa.

El comerciante aún estaba en la puerta y presenció el encuentro.

– Buenos días, señor Edwards, bonita mañana -dijo, saludándolo con una hipócrita sonrisa.

– ¿Qué ha ocurrido, Jim?

– Esa joven quería comprar provisiones para los negros; es una pena, una chica tan bonita… He tenido que echarla de la tienda -explicó el hombre, negando con la cabeza con suficiencia.

– Pues no vuelvas a hacerlo. La próxima vez, véndele lo que te pida -ordenó.

– Lo que usted diga, señor.

Jake quedó conmovido por el llanto de Ann Marie. Desde hacía tiempo, exigía que se boicotease la ayuda que enviaban a la misión desde el continente. Estaba harto de aquellos intrusos que perturbaban a sus obreros, y no disimulaba sus deseos de expulsarlos de la isla. Pero ahora las circunstancias eran diferentes: había entre ellos una mujer joven y bonita. Mientras conducía hacia las plantaciones, concluyó que tampoco molestaban demasiado…

Capítulo 11

Ann Marie regresó a la misión derrotada, aunque no vencida, y dispuesta a presentar batalla. Al día siguiente, volvió al pueblo y se dirigió a la mansión del doctor White. La hermana Francine le había hablado de él, describiéndolo como un hombre afable y educado. Gracias a su experiencia en el consultorio de su primer marido, se desenvolvía con soltura en la jerga que utilizaban los profesionales de la medicina, y en ese momento necesitaba la ayuda del doctor White para adquirir medicamentos para el dispensario.

Él la recibió con amabilidad, invitándola a tomar el té en el espacioso jardín que rodeaba la mansión. Era un hombre no demasiado alto, de más de sesenta años, abdomen prominente y abundante cabello blanco peinado hacia atrás. Usaba gafas de montura dorada, llevaba un traje de color beige y caminaba apoyado en un bastón con empuñadura de marfil. Durante el té, le contó a Ann Marie los motivos por los que se había instalado en Mehae poco tiempo después de que Jake Edwards construyera el pueblo y creara aquella exclusiva comunidad. El doctor era oriundo de Escocia y había luchado contra los alemanes en la Segunda Guerra Mundial, donde una herida en la pierna le dejó una cojera permanente. Al finalizar la contienda, abandonó Europa para instalarse en Sudáfrica, donde comenzó una nueva vida marcada por su brillante carrera como médico y por excelentes inversiones que lo habían hecho rico. Tras enviudar, se había quedado solo en Ciudad del Cabo, con la única compañía del servicio doméstico, pues sus hijos, ya mayores, se habían educado y establecido en Londres. Entonces, por azar, conoció a Jake Edwards, quien había proyectado una magnífica y tranquila zona residencial en aquella isla, y aceptó encantado la invitación para convertirse en el médico de la pequeña comunidad blanca.

– Ha tenido una vida muy intensa, doctor -comentó Ann Marie con auténtica fascinación.

– Sí, me siento muy orgulloso de haber luchado contra Alemania. Hicimos un buen trabajo librando al mundo de aquel dictador abominable.

– Tiene razón, pero ¿y en África? ¿Por qué no trasladaron aquí esas ansias de libertad?

– ¿Acaso no hay libertad en África, hermana? -preguntó él, mirándola desconcertado.

– ¿Para quién? ¿Para el hombre blanco? Las hazañas que me cuenta me parecerían muy interesantes si estuviéramos en Europa. Pero en este país se siguen al pie de la letra los ideales nazis de la superioridad de la raza blanca sobre cualquier otra. Varias jóvenes han sido asesinadas y las autoridades no mueven un solo dedo porque las víctimas son de un color diferente. ¿Dónde están aquí la libertad y la justicia?

– Bueno… Es un punto de vista diferente… -replicó el médico, incómodo.

– Háblele a la gente de color del buen trabajo que hizo durante la guerra y creo que logrará arrancarles una sonrisa -concluyó Ann Marie con ironía.

– Hermana, es usted muy joven aún. Sudáfrica es un país libre, con el tiempo se amoldará usted a estas costumbres y sabrá estar donde le corresponde.

– Estoy donde quiero estar, doctor. Lo he elegido voluntariamente. Pero le agradezco su hospitalidad; me ha sido usted de gran ayuda -dijo, despidiéndose con una sincera sonrisa.

Se encaminó hacia la camioneta meditando sobre su conversación con el médico. Era un hombre afable y servicial, y tenía la sensación de no haberle correspondido adecuadamente con los comentarios antirracistas que le había hecho. Al fin y al cabo, él no había dictado las leyes de aquel país, a pesar de que las acatara con naturalidad, como el resto de sus conciudadanos. ¿Es que no había nadie en aquella isla que tuviera la piel blanca y se rebelara contra aquellas normas?

De repente, sus reflexiones se vieron bruscamente interrumpidas por el estridente sonido de un claxon. Un coche frenó de golpe, desviándose hacia un lado para evitar atropellarla. Entonces se dio cuenta de que caminaba por el centro de la calzada sin tener en cuenta que, aunque pocos, de vez en cuando circulaban algunos vehículos. Era una camioneta de la finca de Jake Edwards, pues en la puerta del conductor vio pintada la marca característica de sus propiedades: una J unida a una E.

El conductor bajó dispuesto a increpar al imprudente peatón que se había interpuesto en su camino. Era un hombre joven, de unos treinta años, delgado y con una melena rubia peinada hacia un lado, cuyos mechones, alborotados tras el brusco frenazo, caían ahora lacios a ambos lados de su cara.

– ¿Es que no sabe que hay aceras? -preguntó mientras cerraba la puerta de golpe.

– Disculpe… no le he visto…

Al volverse Ann Marie, su belleza deslumbró al joven: el hábito blanco destacaba su piel bronceada y sus profundos ojos azules lo miraban con preocupación.

– ¡Oh, no…! No se preocupe… Creo que ha sido culpa mía… Yo tampoco estaba demasiado atento… -dijo el desconocido, perdiendo su aplomo y sin dejar de contemplarla. Se acercó a ella y le tendió la mano para presentarse-. Mi nombre es Jensen, Kurt Jensen.

– Es un placer, señor Jensen… aunque lamento haberle dado ese susto… Mi nombre es Marie -añadió, respondiendo a su saludo.

– ¿Es nueva en la isla?

– No demasiado. Llegué hace casi dos meses…

– Es usted religiosa… -La miró de arriba abajo con interés.

– Sí. Estoy en la misión católica, en el sur, junto a la reserva…

– Ah… entiendo…

– Tiene usted un acento extraño, no parece inglés.

– Soy de origen alemán; procedo de Namibia. Mi familia se instaló allí a primeros de siglo.

– ¿Hay alemanes en Namibia? -preguntó ella, extrañada.

– ¡Claro! Namibia fue colonia alemana desde mediados del siglo diecinueve hasta la Primera Guerra Mundial; era conocida como el África del Sudoeste alemana. Pero cuando Alemania perdió la guerra, fue ocupada por Sudáfrica.

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