Mercedes Guerrero - La Última Carta

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Sola y sin dinero tras el doloroso fracaso de su matrimonio, Ann Marie decide aceptar una propuesta de matrimonio por conveniencia. Jake, propietario de una plantación de tabaco en la pequeña isla de Mehae, no consigue superar la muerte de su mujer y ha decidido buscar una nueva mujer por un método algo anticuado.
Quizás por eso, el día en que ha de recoger a Anne Marie en el puerto de Mehae, cambia de opinión y envía un emisario con dinero por las molestias y para el pasaje de vuelta.
Ann Marie no sólo sigue sola, sino que se encuentra en un lugar extraño pero, como suele decirse, la vida siempre sale al encuentro y muy pronto va a encontrar no sólo esa vida propia que tanto anhela, sino un amor verdadero que irá creciendo entre playas de arena blanca, atormentadas palmeras y una horrible serie de asesinatos en cuya resolución se verá inmersa.

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– Je suis la soeur Marie. J’habite à la mission.

El desconocido dio unos pasos más hacia ella y se quitó el sombrero. Era un hombre blanco, alto y recio. Su camisa de manga larga, de color tierra, contrastaba con el negro de sus pantalones y las altas y brillantes botas de montar del mismo tono. Al descubrirse, Ann Marie pudo verlo bien: su tez, curtida por el sol, debió de ser más clara tiempo atrás, y su cabello era rubio y abundante. Al estar frente a frente, descubrió una mirada curiosa procedente de unos ojos azules, fríos como el hielo y expectantes ante cualquier gesto de ella; unos profundos surcos en su piel que no habían atrapado el sol marcaban líneas de color más claro en su rostro bronceado. Primero la miró desconcertado, y Ann percibió en él cierta curiosidad, como si estuviera molesto por no haber sido informado de su estancia en la isla, aunque parecía complacido con el encuentro.

– ¿Habla usted mi idioma?

– Sí, le entiendo bien… -respondió Ann Marie.

– Mi nombre es Edwards, Jake Edwards. Soy el dueño de estas tierras -dijo, tendiendo la mano hacia ella para presentarse.

Ann Marie se la estrechó y sintió su apretón, recio y firme. Jake Edwards tenía la boca grande y un hoyuelo en la barbilla. Recordó la foto que había visto en casa de Amanda y concluyó que no parecía el mismo hombre, aunque reconoció que era, efectivamente, atractivo y varonil.

– Vivo en esa casa -añadió él, señalando hacia arriba.

– Lamento haber invadido su propiedad, señor Edwards, aún no conozco bien la isla. Ya me vuelvo a la misión.

– ¿Hace mucho tiempo que está en Mehae? No tenía noticia de la llegada de nuevos religiosos -comentó, paseando su mirada por el hábito.

– Es lógico que no esté enterado, allí no recibimos visitas de blancos.

– ¿Qué hace tan lejos de la misión? No es seguro para una mujer joven y bonita andar sola a estas horas.

– Comencé a caminar sin rumbo y he perdido la noción del tiempo, pero ya regreso -repitió apartando la vista. Los calificativos que le había dedicado provocaron en ella una agradable aunque recelosa complacencia, pero sintió una repentina prisa por alejarse de él-. Ha sido un placer conocerlo. Adiós.

– ¡Espere! Venga a cenar a casa. Después yo mismo la llevaré en coche.

– No, gracias. Me volveré por donde he venido -respondió, mientras daba media vuelta para regresar; pero él la alcanzó con dos largas zancadas y se plantó frente a ella, obligándola a detenerse.

– Hermana, acepte mi ofrecimiento. La misión queda lejos…

– Agradezco su interés, pero no tiene que preocuparse por mí. -Después lo esquivó y echó a andar con paso firme. Esta vez, él no la siguió, y se dirigió a su montura.

Ann reflexionaba sobre la impresión que le había causado su marido. Estaba confundida. Acababa de conocerlo y, por unos instantes, había sentido deseos de increparlo por su falta de consideración hacia la comunidad de color que trabajaba para él en unas condiciones tan degradantes, y por no preocuparse de las violaciones y asesinatos que se estaban produciendo entre las jóvenes de la reserva, y también por rechazarla a ella de aquella forma tan humillante… Pero lo único que se le ocurrió fue salir corriendo.

Su mente era un torbellino de reflexiones contradictorias, pues en aquel primer encuentro con él no le había parecido un hombre tan cruel y desalmado como se lo habían descrito los misioneros, y casi se arrepentía de haber salido huyendo sin aceptar su invitación. Pero no. Había hecho lo correcto, no debía darle ninguna oportunidad. Él no se la había dado a ella.

La noche había caído de golpe; la gran luna de plata se reflejaba en el mar y era inevitable admirar aquella belleza, acompañada por las siluetas de las palmeras holgazanas que se negaban a mantenerse erguidas hacia el cielo y preferían el arrullo de las olas. Ann Marie aceleró el paso sin mirar atrás. Estaba inquieta. Tenía la sensación de que no estaba sola y de que una sombra silenciosa la seguía de cerca desde el interior del muro de vegetación.

Aquella noche tardó en conciliar el sueño. En apenas cuarenta y ocho horas, había sido testigo de la muerte de dos chicas jóvenes que habrían tenido un hermoso futuro si su lugar de nacimiento no hubiera sido aquel lugar olvidado y ultrajado por una sociedad mezquina e infestada de prejuicios, donde la injusticia se había instalado entre unos hombres que compartían el mismo color de piel que ella e imponían su dominio indiscutible al resto de sus conciudadanos. Era una paradoja tener alrededor tanta belleza y que, sin embargo, ésta se hallase secuestrada por la perversión del poder y la crueldad de unos gobernantes que defendían unas absurdas y obsesivas ideas sobre la superioridad racial, contagiando con su intransigencia incluso a forasteros como su marido, quien, a pesar de sus recelos, en aquel primer encuentro le había provocado una desconocida turbación.

Capítulo 10

El padre Damien comentaba su preocupación con las religiosas durante el desayuno. Los recursos de la misión cada día eran más reducidos, los alimentos escaseaban y las medicinas se habían agotado; la congregación no conseguía hacerles llegar su ayuda, pues ésta era requisada por los oficiales del puerto y devuelta al continente.

Ann Marie disponía de una pequeña suma de dinero y contaba además con los diamantes que guardaba en celoso secreto. Decidió hacer algo. Se dirigió al dispensario, abrió una de sus maletas y se vistió con un conjunto de falda y chaqueta de hilo azul marino, se arregló el pelo y se maquilló. El resultado era espectacular.

– ¿Adónde vas? -preguntó la hermana Antoinette, paralizada por la sorpresa. En aquella humilde cabaña, Ann Marie parecía desprender luz.

– Al pueblo, voy a hacer la compra.

– No, Ann Marie, no debes exponerte ante esa gente. Aún no los conoces… -Le aconsejó el padre Damien, perdiendo su serenidad habitual.

– Tengo dinero y soy de raza blanca… ¿Por qué no habrían de atenderme?

Ann cogió las llaves del coche de manos del sacerdote, que apenas podía disimular su preocupación, y condujo hasta el pueblo. Su primera parada fue el almacén. Un hombre de unos sesenta años, delgado y algo encorvado, con cabello y ojos claros, se le acercó mirándola despacio, con gran deleite, mientras Ann Marie exhibía su mejor sonrisa y le daba la lista del pedido.

– Usted es nueva en la isla, ¿verdad? ¿Cuándo ha llegado? -Le preguntó, mientras cogía los víveres de las estanterías.

– Hace poco.

– ¿Dónde se aloja?

– Vivo en casa de unos amigos -contestó con naturalidad.

– ¿Con los Richardson?

Ella negó con la cabeza y solicitó unos kilos más de azúcar para desviar la conversación.

– ¿Está visitando a los Albert?

– Por favor, dígame qué le debo…

– ¿Dónde se aloja, señorita?

– Creo que no es asunto suyo, señor -replicó con firmeza.

El tendero se detuvo bruscamente y dejó de embalar las cosas; luego la miró de soslayo y preguntó sin tapujos:

– ¿Para quién son estas provisiones?

– Para la misión católica del sur -respondió Ann Marie sin pestañear.

El hombre soltó una maldición en afrikáans y comenzó a sacar todos los productos que previamente había guardado en las cajas. Su tono de voz había cambiado y su mirada destilaba desprecio.

– Señora, yo no vendo a los negros -exclamó con desdén, dándole la espalda y colocando de nuevo la mercancía en los estantes-. Lo siento, pero no tengo nada que ofrecerle.

– Soy blanca y mi dinero es tan bueno como el suyo -replicó furiosa.

– Sí, señora, es usted blanca, y muy bonita, pero ahora salga de mi tienda y no vuelva por aquí -añadió sin volverse siquiera. Después sacó de un cajón un cartel metálico de color amarillo y lo colgó en la puerta tras acompañarla a la salida.

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