Mercedes Guerrero - La Última Carta

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Sola y sin dinero tras el doloroso fracaso de su matrimonio, Ann Marie decide aceptar una propuesta de matrimonio por conveniencia. Jake, propietario de una plantación de tabaco en la pequeña isla de Mehae, no consigue superar la muerte de su mujer y ha decidido buscar una nueva mujer por un método algo anticuado.
Quizás por eso, el día en que ha de recoger a Anne Marie en el puerto de Mehae, cambia de opinión y envía un emisario con dinero por las molestias y para el pasaje de vuelta.
Ann Marie no sólo sigue sola, sino que se encuentra en un lugar extraño pero, como suele decirse, la vida siempre sale al encuentro y muy pronto va a encontrar no sólo esa vida propia que tanto anhela, sino un amor verdadero que irá creciendo entre playas de arena blanca, atormentadas palmeras y una horrible serie de asesinatos en cuya resolución se verá inmersa.

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Se tendió en la gran cama y observó cómo el sol se ocultaba despacio, iluminando con los últimos rayos la estancia. Miró hacia arriba y fijó la vista en un punto del brocado del dosel. Regresó al pasado. Pensaba en su madre. Ese recuerdo le dio paz, y en aquellos momentos necesitó su consejo sobre qué hacer en aquella paradójica situación.

Una llamada en la puerta captó su atención y ahuyentó momentáneamente sus reflexiones.

– ¿Cómo está mi enferma preferida? -saludó el doctor White.

– Mejor, gracias -respondió, dedicándole una débil sonrisa.

El médico tomó asiento en la cama, frente a ella, mientras el anfitrión se quedaba a los pies, con las manos en los bolsillos y observando el reconocimiento al que era sometida.

– Esto va mejor. En un par de días podrá levantarse, pero no haga esfuerzos. ¿De acuerdo? -Ann Marie asintió con una sonrisa-. Bueno, la dejo en buenas manos. Hoy tenemos partida en casa. ¿Te esperamos, Jake? -le preguntó mientras abandonaban el dormitorio.

– No, esta vez me quedo. Gracias por venir, doc.

Ann Marie volvió a quedarse sola, esperando y deseando ver de nuevo a Jake.

La puerta se abrió y el corazón empezó a latirle con fuerza al oír su voz. Entró detrás de una sirvienta que llevaba una gran bandeja llena de comida, que depositó en una mesa junto a la cama. Él se inclinó y la ayudó con delicadeza a incorporarse, acomodándole los almohadones a la espalda.

– No tengo apetito -dijo Ann Marie, mirando los deliciosos manjares que había en la mesa.

– Debe comer algo. No ha ingerido nada desde esta mañana.

– Tomaré el zumo de frutas.

– Y algo más. ¿le gusta el pescado? -Le preguntó mientras, sentado en la cama, cogía los cubiertos y empezaba a trocearlo.

– Si, pero ahora no me apetece…

– Abra la boca -le ordenó, mientras levantaba el tenedor.

Ann Marie obedeció dócilmente.

– ¿Tiene familia, Marie?

Ella negó con la cabeza mientras comía.

– Es usted francesa, ¿verdad?

Ella negó de nuevo con la cabeza.

– Mi padre era canadiense.

Le pareció que le resultaba fácil hablar, como si la distancia fuera más corta y el muro que ella misma había interpuesto, más bajo.

– ¿Y cómo llegó desde Canadá a este lugar perdido?

Ann Marie respiró aliviada al comprobar que Jake había dado por sentado que procedía de ese país.

– ¿Qué quiere saber exactamente?

– El motivo por el que se hizo monja. Es muy atractiva, y estoy seguro de que ha tenido más de un pretendiente -comentó con prudente audacia.

– Fue a raíz de un desengaño… -contestó ella, pendiente de su reacción.

– ¿Un desengaño… amoroso? -preguntó sorprendido.

Ann Marie afirmó con la cabeza, animándolo a seguir.

– ¿Qué ocurrió? ¿Alguien la dejó plantada ante el altar?

– Algo parecido…

– ¿Ingresó en el convento por despecho?

– Cuando elegí este camino tenía ciertas dudas, pero con el tiempo descubrí que era lo que realmente quería hacer.

– ¿Aún le ama?

Ella negó. Las palabras se le agolpaban, luchando por salir de su boca y confesar la verdad, pero sus labios les impedían el paso.

– ¿Añora su pasado?

– A veces, pero sé que ya nada será igual.

Se quedaron en silencio, contemplándose el uno al otro. Ella percibía curiosidad en su mirada: él quería saber más.

– ¿No le gustaría retomar su vida anterior?

– ¿A qué se refiere?

– Si yo le pidiera que dejara de ser monja…

– ¿Para qué? -preguntó, frunciendo el cejo.

– Me gustaría cuidar de usted… todos los días. Deseo que viva a mi lado, en esta casa, que sea mi mujer.

Ella se quedó momentáneamente muda ante aquella sorprendente e inesperada proposición, y advirtió que Jake no se andaba con rodeos respecto a sus intenciones.

– Usted es un hombre casado y yo una religiosa. ¿Me está proponiendo que renuncie a mis votos para convertirme en su amante? -inquirió con gesto de enfado.

– Voy a divorciarme. Le estoy pidiendo que acepte casarse conmigo cuando sea un hombre libre.

– Yo jamás sería su esposa -respondió con desdén-. Y no espere facilidades para obtener el divorcio por parte de su mujer.

– ¿Por qué?

– Porque estaba demasiado resentida con usted.

– Mi pregunta era: ¿Por qué no se casaría conmigo?

Ann Marie se quedó callada. Estaba preparada para lanzarle un torrente de reproches y la pregunta la pilló por sorpresa. Mientras tanto, los ojos azules la miraban sin pestañear, esperando una respuesta.

– Ya le dije hace días que yo elijo a mis amigos, y usted no está entre ellos…

– Aún me guarda rencor. Le aseguro que nunca ordené el ataque a la misión. Ni siquiera estaba en la isla cuando ocurrió.

– Pero tampoco despidió al responsable cuando supo lo que nos había hecho. Estaba al corriente de los desmanes que cometía a diario; sin embargo se limitaba a mirar hacia otro lado. No pretenda disculparse ahora -le reprochó con menos aspereza, segura ya del terreno que pisaba.

– Si hubiera sabido que era el responsable de esos horrendos crímenes, yo mismo le habría mandado encerrar hace mucho tiempo.

– Pero sólo mostró interés por ellos cuando una mujer blanca se convirtió en su víctima. Si no hubiese ocurrido ese incidente, él aún seguiría formando parte de su comunidad de blancos con total impunidad.

– Yo no escribí las leyes de este país.

– Pero las acepta sin poner objeciones y se aprovecha de ellas, explotando a los hombres de color como si fueran esclavos.

– Usted también debería aceptarlas; ya lo hará con el tiempo. Es una ilusa si cree que va a cambiar esta sociedad; sólo conseguirá meterse en problemas y granjearse enemistades.

– Eso significa que debo elegir entre casarme con usted y vivir con los blancos, o ser su adversaria si decido quedarme en la misión junto a la gente de color…

– Ése no es su sitio.

– Eso lo dice usted. Se ha convertido en uno de ellos, en el peor de todos. Con su actitud deshonra a su propio país y a su raza. Ya no queda nada de aquel inglés aventurero que abandonó su tierra en busca de fortuna…

– ¿Qué sabe usted de mí? No tiene ningún derecho a juzgarme. Sin embargo, ya me ha condenado -replicó molesto.

– Yo no le condeno, ya lo harán otros. Pero le repito que no es usted el tipo de persona a quien elegiría como amigo. Ya tiene mi respuesta a su proposición: éste no es mi sitio.

– Lamento escuchar eso -dijo en voz baja-. Y admiro sus firmes convicciones, pero voy a hacer que cambie de idea.

– ¿Tiene ya preparada su estrategia?

– Bueno, suelo guiarme por mi instinto, y cuando me lanzo, voy a por todas…

– No arriesgue demasiado. De vez en cuando, es bueno aceptar una derrota; nos enseña a ser más humildes.

– Siempre juego para ganar, y me gustan los retos. No crea que va a librarse de mí con facilidad…

En un audaz impulso, Jake Edwards se inclinó y unió su boca a la de ella. Ann se quedó paralizada ante aquella inesperada reacción, e instintivamente le colocó las manos en el pecho para apartarlo, pero no fue capaz de oponer resistencia y cerró los ojos, sintiendo cómo la abrazaba y cómo la besaba en los labios con creciente vehemencia.

– Jake… yo… -balbuceó cuando él se apartó lentamente.

– No digas nada… -Le puso un dedo sobre los labios, un gesto de sorprendente ternura. Después se inclinó para apagar la luz de la mesilla y sus miradas se cruzaron en la oscuridad-. Ahora tienes que descansar. Estaré en la habitación de al lado, buenas noches. -Se levantó y la dejó sola.

Ann Marie se quedó aturdida. La atracción que sentía por Jake había vencido al rencor que la había acompañado desde su llegada, y comprendió que era inútil rebelarse ante unos sentimientos que ella también empezaba a reconocer. Se sentía envuelta en una red de cálidas sensaciones que abrigaban un íntimo deseo de iniciar la vida con él como marido y mujer.

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