Péter Nádas - Libro del recuerdo

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“Una de las novelas más importantes de nuestro tiempo” – The Times Literary Supplement
“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic

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Aquel fuerte llanto parecía haberme limpiado el cerebro del zumbido, ya no sabía por qué lloraba, no quería llorar, no quería que él lo notara, no quería que nadie lo viera, porque era mi impureza la que brotaba de mí, pero mientras yo luchaba conmigo mismo, entregado a su abrazo, su cuerpo recuperó la calma.

Como finas venas de agua que brotaran de la roca subterránea, los impetuosos manantiales de emoción que nacen en las oscuras cavidades del cuerpo arrastran al exterior la ternura que, al aflorar, disipa su fuerza, y entonces desfallecen los brazos, se hace un vacío en el vientre y se estremecen los muslos, no iba a ocurrir nada más, nada había cambiado, él seguía abrazándome con suavidad, pero sus fuentes se habían secado, no tenía nada más que dar, había vuelto la calma.

No sé cuánto rato hacía que mi padre estaba en la puerta.

Yo no advertí su presencia hasta que, al desvanecerse la ternura, comprendí que algo ocurría a mi espalda.

Él lo miraba por encima de mi cabeza.

Mi madre, de pie al lado de la cama, alargaba la mano hacia la bata.

Él tenía el abrigo puesto, el sombrero gris flexible en la mano y el lacio mechón rubio en la frente, que él solía peinar hacia atrás con sus dedos finos y nerviosos, estaba pálido y nos miraba con ojos sombríos; parecía que no nos veía a nosotros sino algo incomprensible, en lugar de nuestros cuerpos abrazados, una aparición, un espectro, un fenómeno inconcebible, quizá por eso yo tenía la impresión de que su mirada, normalmente clara y severa, estaba empañada por una nube de estupefacción, y le temblaban los labios, como si fuera a decir algo y desistiera, porque le faltaban las palabras.

Mis lágrimas se habían hecho superfluas, el silencio era pesado e impenetrable, yo me sentía inerme, como el animal que no tiene escapatoria no sólo por lo ingenioso de la trampa, sino porque le falla su propio instinto.

Lentamente, él me soltó, con gesto de cansancio, casi de indiferencia, como se deja un objeto; mi madre no se movía.

Muy largo tenía que ser el silencio para abarcar cinco años.

Y lo que yo había descubierto de mi padre revolviendo en sus papeles era una trivialidad, comparado con lo que ahora se reflejaba en su cara, que quizá tampoco hubiera debido ver; su cuerpo se había contraído de un modo extraño, como si su alta figura se doblara bajo el peso del abrigo, su porte arrogante era sólo un recuerdo, tenía la espalda más encorvada que nunca, parecía costarle un gran esfuerzo sostener la cabeza, que se inclinaba con desánimo; al tratar de decir lo que no conseguía articular, no le temblaban sólo los labios, sino también las aletas de la nariz, los párpados y las cejas y se le marcaban pliegues en la frente, se le agarrotaba el cuello y los sonidos se le quedaban en la garganta; él, siempre tan atildado, ahora tenía la corbata torcida, una punta del cuello de la camisa doblada hacia arriba, el abrigo y la chaqueta desabrochados y la camisa un poco fuera del pantalón, señales todas ellas de un apresuramiento muy poco digno y una alteración de la que él, naturalmente, no era consciente; aún hoy no he sido capaz de adivinar por quién pudo enterarse de la noticia, ya que, según todos los indicios, János se había presentado en nuestra casa inesperadamente; de todos modos, imagino que, al ser informado, salió corriendo hacia el coche, que debía de estar a la vez jubiloso y consternado, que su alma, si la tenía, se habría partido por la mitad silenciosamente y mientras, por instinto, él se esforzaba por aparentar serenidad, en su interior debían de pelear furiosamente dos fuerzas irreconciliables; eso era lo que le alteraba, le hacía temblar la cara y bajar la cabeza.

Pero hasta ahora he hablado sólo de la fuerza de las emociones, de su ritmo y su dinámica, de las mareas en las que se manifiestan sus signos, su aliento y su palpitación, no de las emociones en sí, sólo de una de sus características; lo que en realidad sentía él sólo puedo esbozarlo con una metáfora, era como si se hubiese convertido en niño y anciano a la vez, como si sus facciones revelaran dos edades distintas: por un lado, la de un niño gravemente ofendido, al que hasta ahora el mundo ha mimado con falsos halagos, entonteciéndolo, y en este momento le muestra un semblante hosco, porque las cosas no salen como él esperaba, como de costumbre, y el niño se enfurruña, se rebela y gimotea de rabia, se resiste a admitir la realidad, no quiere ver lo que está viendo, porque podría hacerle daño, no quiere sufrir y ansia volver al mundo de las bellas apariencias, quiere que lo mimen y contemplen, desea seguir siendo tonto, se chupa el dedo, y pide el pecho de su madre; y ahora todo lo que de puro, íntegro y magnífico había visto yo en su cara, el rigor de una moral insobornable, parecía revelar su verdadera fuente: una confianza infantil y la predisposición a dejarse llevar de la mano; le temblaban los labios, parpadeaba y arrugaba la frente como un niño, señales que, en la cara de un adulto, resultaban grotescas y hasta monstruosas, era como si, en la ajada cara del hombre, reconociera yo al niño que no había podido crecer, y que, por otro lado, pálido como un espectro, parecía haber envejecido de repente, se había convertido en anciano, un anciano al que los hechos reales, crueles, sangrientos y criminales, que se esconden bajo las mundanas apariencias, habían devastado por completo, un anciano que no conservaba ni asomo de inocencia y apenas un ápice de instinto vital, que todo lo sabía, todo lo veía y todo lo comprendía, al que nada podía sorprender, y todo lo que le sorprendiera sería sólo repetición de algo que ya había sucedido, y por ello, bajo el fino velo de su inteligencia y comprensión, había más fatiga y hastío que verdadera simpatía o amor, como si su cara, aprisionada entre los polos de niñez y ancianidad, pasado y futuro, no hubiera podido componer la noble expresión que la situación exigía y se hubiera desintegrado.

Y János Hamar lo observaba tranquilo, casi conmovido, lo miraba con su fuerza disminuida, como se contempla el objeto de un viejo amor, como si sonriera a un pasado perdido, con esa suave expresión con que tratamos de apoyar al débil, de infundirle ánimo, de ponernos en su lugar y asegurarle afectuosamente que, si se decide a hablar comprenderemos sus sentimientos o, por lo menos, procuraremos comprenderlos.

Yo estaba seguro, mejor dicho, mis sentimientos creían adivinar, que mi verdadero padre era él y no el ridículo personaje del abrigo grande, y entonces recordé que antes János tenía el pelo oscuro y espeso y que si, en el primer momento, no había experimentado aquella sensación de íntima familiaridad que ahora me embargaba, si no lo había reconocido inmediatamente, era porque también su piel había cambiado, ya no estaba tersa y morena la piel que ahora cubría los grandes huesos de su cara sino ajada y descolorida.

La cara de mi madre, la más misteriosa, corroboraba mi sospecha, porque ahora, bruscamente, sin moverse de su sitio ni completar el movimiento con el que iba a asir la bata, se había interpuesto entre los dos.

Y entonces fue la boca temblona de mi padre, el del abrigo, la que, en aquel silencio, pronunció la primera frase, algo así como vaya, has venido a vernos.

El dolor nubló la sonrisa del otro que, con la sonrisa y la tristeza fundidas en la cara, respondió que, en realidad, no pensaba venir, y agregó que, seguramente, ellos ya debían de saber que su madre había muerto hacía dos años, que primero había ido a su casa, como era natural, y las personas que ahora ocupaban el apartamento le habían dado la noticia.

No lo sabíamos, dijo mi padre del abrigo.

Pero entonces se oyó la voz de mi madre, áspera como una sierra que se atasca en el nudo de un tronco, que gritó ya basta.

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