Péter Nádas - Libro del recuerdo

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“Una de las novelas más importantes de nuestro tiempo” – The Times Literary Supplement
“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic

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¡Así se administraba justicia, y no había por qué hacerse líos!

¡Magnífico, entonces no había más que hablar!

Yo deseaba marcharme, pero no me atrevía ni a remover el aire que había a mi alrededor.

Era de suponer, prosiguió mi padre en tono amenazador, pausado y grave, ya que, por lo que él recordaba de su antigua relación, no sabía cuál había sido el más radical de los dos, era de suponer que el propio János no hubiera actuado de otro modo en el caso contrario, también él hubiera cumplido con su deber de acuerdo con la doctrina, ¿o no?, y, por lo tanto, consideraba fruto de la casualidad el papel que a cada uno de ellos le había caído en suerte durante los cinco últimos años.

Sus voces se habían convertido en susurro, y también mi madre surraba sin cesar sus no, ahora no, te lo suplico, ahora no.

¿Lo ves?, casi hubiera podido olvidar las casualidades, dijo él muy quedo, pero aun siendo simples casualidades, se convirtieron en hechos, unos hechos que, curiosamente, a ti te inquietan, ¿y por qué?, ¿a qué viene esa ridícula alteración?, dices que fue el papel que me tocó representar, ¡bien!, estamos en paz, yo aquí y tú allí, no te reprocho nada, ¿de acuerdo?

¡Se lo diría todo, por lo menos, todo lo que él sabía!, pero le rogaba, ya que no tenía derecho a exigir, le rogaba que le dijera cuáles eran esas circunstancias especiales a las que antes se refería con tanto énfasis.

¡A tu sentido del honor!, dijo János.

Ya, dijo mi padre del abrigo de invierno, conque a mi sentido del honor…

Entonces volvió a hacerse el silencio y yo fui hacia la puerta, y el silencio hizo a mi madre abrir los ojos, porque quería ver qué sucedía en aquel silencio, yo pasé por su lado, pero ella no se dio cuenta de que, por fin, yo podía volver a andar.

Llevas este interrogatorio con mucha habilidad, dijo, y es que me conoces bien, sabes de mí más cosas que yo mismo.

¿Qué quería decir con esto?

En realidad, nada, y tampoco quería hablar con él de estas cosas.

Oí todo esto mientras me iba, pero no pude salir de la habitación, porque mi padre empezó a vociferar: ¡que se hundiera el mundo, con todo lo que la mano del hombre había construido sobre la corteza terrestre!, ¡que se desmoronara y desintegrara!, sollozaba frenéticamente; era el grito del hombre al que sólo un último vestigio de razón impide cometer un asesinato, y, para no matar al otro, se oprimía las sienes con las dos manos, como si fuera a estallarle la cabeza, y gritaba entre sollozos por qué había tenido que ocurrir esto y por qué de esta manera, ¡no puedo más, no puedo soportarlo!, y que no entendía nada, y cómo iba a describirle aquellas noches en las que temía que a continuación le tocara a él, en las que se sentía completamente solo, le daba vergüenza y al mismo tiempo no se la daba, porque no entendía nada, no entendía por qué su mejor amigo, por el que tanto se había expuesto, no quería hablarle.

Das lástima, risa y asco, dijo el otro con voz clara y serena.

Yo me sujetaba a la madera blanca del marco de la puerta.

Pero, por qué, por qué, repetía mi padre, ¿no se daba cuenta de cómo le atormentaba, de que no podía resistir más?

Cuando has entrado, dijo János, te he mirado a la cara y me he preguntado si conservarías la decencia o quizá mejor el sentido común suficiente para comprender lo que habías hecho.

Mi padre dejó caer los brazos y, como si le faltara el aire, abrió los labios con aquel dolor infantil que había brotado de él con sus roncos sollozos de hombre, aunque a mí me parecía que no eran éstos signos de debilidad y que su cuerpo seguía siendo fuerte.

Era como si el cuerpo le dijera que, en adelante, él ya no era mas que una pequeña porción de curiosidad y sólo lo que el cuerpo del otro le dijera tenía importancia.

Está bien, dijo János con vehemencia, acabemos de una vez, y col sus ojos azules muy abiertos miró a los ojos azules del otro, de su cara se borró la fina red de arruguitas y su piel quedó tersa, pero quiero que quede bien entendido, al segundo día, y tú sabes muy bien lo que significa el segundo día, me enseñaron un papel con tu firma, tu confesión, según la cual, en mayo del treinta y cinco, cuando fui excarcelado, te dije llorando que no había podido resistir los golpes y me había mostrado dispuesto a colaborar con la policía secreta -aquí se interrumpió y aspiró profundamente-, y que, como lloraba de aquel modo, no habías querido denunciarme y te habías limitado a buscar un pretexto para sacarme de la circulación durante una temporada, ya que de este modo tampoco tendría de qué informar, pero no he venido en busca de desquite, esto no es una acusación, ¡no quiero ajustar cuentas contigo!, gritó, pero también decías que cuando aborté nuestra operación de Szob y María fue arrestada por mi causa, tuviste la prueba de que yo trabajaba para la policía.

¡Pero esto es un disparate!, dijo mi padre, todo el mundo sabía que después de aquello estuvimos dos meses trabajando juntos en la clandestinidad.

Que, a partir de aquel segundo día -al primero aún no sabía qué pensar-, mejor dicho, a partir del tercero, ya que había necesitado tiempo para asimilarlo, había accedido a todo lo que le habían pedido.

Pero él no había firmado ninguna declaración, protestó mi padre.

No sólo la había firmado, sino que, con la meticulosidad que le caracterizaba, había corregido las faltas de mecanografía.

¡No, no, tenía que haber un error, él nunca había hecho declaración alguna contra él, ni nadie se lo había pedido!

¡Mientes!, dijo él.

Como si el marco blanco de la puerta me hubiera ayudado a salir, por fin me vi fuera de la habitación.

János, puedes creerle, es la verdad, oí decir a la voz átona de mi madre.

¡Miente!, repitió él.

De no haber oído los pasos de la abuela, hubiera chocado con ella en la puerta.

No, János, yo no lo hubiera consentido, él nunca fue interrogado, oí decir a mi madre en la habitación.

La abuela venía de la cocina con las mejillas coloradas y aquella Opresión entre ufana y ansiosa que aparece cuando guisar no es una rutina cotidiana y aburrida, sino que los gestos mil veces repetidos de rallar, pelar, destapar, probar, el rápido movimiento de retirar las cacerolas del fuego, el escaldar, aclarar, remover y colar, adquieren un sentido festivo y solemne, porque el comensal que aguarda es una persona querida y, una vez lista la comida, te preguntas ¿le gustará?, pero también se notaba que no venía directamente de la cocina, sino que había pasado por el cuarto de baño, porque se había atusado el pelo, empolvado la cara, retocado los labios y, probablemente, hasta se había cambiado la bata de casa, para eliminar el olor a cocina, ahora llevaba la de pana gris pálido que armonizaba con su cabello plateado; para no chocar conmigo, me atrajo un instante hacia sí y olí su perfume recién aplicado, del que solía ponerse una gota detrás de cada oreja.

Era poco probable que no hubiera oído las últimas frases y, aunque no hubiera comprendido su significado, por acalorada que estuviera por su propia actividad, el tono de las voces y la escena que se le ofrecía -tres personas alejadas entre sí, inmóviles, atenazadas por la emoción- no podían dejar lugar a dudas, pero ella, sin inmutarse, me apartó con un movimiento enérgico aunque no impaciente, entró en la habitación taconeando con sus chinelas y anunció animadamente, como si fuera ciega y sorda o increíblemente estúpida: ¡vamos, todo el mundo a la mesa!

Naturalmente que había comprendido, pero mi abuela, con su tacto, su distinción, su figura alta y erguida, su seriedad, su fino bigotito y sus facciones angulosas y un poco agrias, que ahora, por la excitación que le causaba la presencia de János y el sofoco de la cocina, parecían más bellas y femeninas, era como el arquetipo de la dignidad burguesa; ella se desentendía de los hechos y vicisitudes de la vida humana que no encajaran en el rígido marco de la buena educación y el decoro; estas cosas no existían para ella, y no porque se situara por encima de ellas -no había altivez en su actitud-, sino porque, sencillamente, las soslayaba, como diciendo que es preferible no darse por enterada de lo que no tiene remedio o que, por lo menos, debes disimular que estás al cabo de la calle, ya que, de lo contrario, el curso de los acontecimientos no sólo no se detiene sino que se acelera; no juzgues, espera antes de actuar, ya que cualquier actuación supone un juicio, y se necesita mucho tiento para juzgar; cuando yo era niño, me irritaba su manera de ser, me repugnaba su hipocresía, y tendría que transcurrir mucho tiempo para que la amarga experiencia me hiciera reconocer y adoptar su sabiduría, para que descubriera que cerrar los ojos, mirar para otro lado o fingir sordera denotan mayor flexibilidad y comprensión que la solidaridad más patente, y exigen más sensibilidad y más humanidad que una intervención inmediata en busca de la verdad, en virtud de la llamada sinceridad, ya que con la inhibición se puede dominar nuestra natural inclinación a la prepotencia y al juicio temerario, sin duda, a fuerza de otra clase de prepotencia; en aquel momento, debía de sentirse en su elemento, y ni pestañeó, como el que entra en un salón en el que se habla de naderías mientras se toma el aperitivo; pero estaba claro que había percibido la gravedad de la situación porque, casi sin pararse a tomar aliento, se volvió hacia mi padre con gesto de sorpresa por encontrarlo allí -tendría que poner otro cubierto- y, en su habitual tono un poco seco, dijo deprisa, a quitarse el abrigo, lavarse las manos y a la mesa, sería una lástima que se enfriara la comida, pero mientras hablaba ya iba hacia János, el destinatario de toda aquella representación teatral al que había que demostrar que, pase lo que pase, en esta casa todo marcha como sobre ruedas, ¡pues no faltaba más!, en esta familia reinan el orden y la buena armonía, y quizá sea el momento de señalar que precisamente en este buen funcionamiento de la casa se aprecian la sabia moral y la prudencia del decoro burgués, que manda que siempre y en todas las circunstancias se mantengan las normas de vida, aun a riesgo de la vida; sería una comida improvisada, dijo con una sonrisa, y mirando a János largamente, para darle tiempo, le oprimió el brazo y dijo que no podía imaginarse él lo contenta que estaba de verle.

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