Péter Nádas - Libro del recuerdo
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“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic
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Volvió a hacerse el silencio y, mientras mi madre, con voz ahogada y tensa, como si quisiera vengarse de alguien, decía que ellos lo sabían pero no habían ido al entierro, yo sentí que me abandonaban las fuerzas y que no podía moverme.
Todos callaron como si se retiraran a su interior para recuperarse.
A cabo de un rato, él dijo está bien, dejémoslo, la sonrisa desapareció de su cara y sólo quedó el dolor.
Esto hizo que mi padre del abrigo de invierno se sintiera más fuerte y, con el sombrero en la mano, fue hacia él y, aunque no hacía ningún movimiento que lo indicara, parecía que iba a darle un abrazo, pero el otro lo detuvo alzando la mano, como aludiendo a su dolor.
El del abrigo de invierno se paró, un fino rayo de sol hizo relucir su pelo y -no sé por qué, quizá por la interrupción del movimiento- se le cayó de la mano el sombrero.
Esto tenía que acabar, dijo mi madre en un susurro, como si quisiera mitigar la brusquedad del rechazo y, en tono más bajo todavía, repitió que esto tenía que acabar.
Los dos la miraron con la esperanza de que ella, la mujer, les ayudara.
Y aquellas miradas volvieron a unirlos, a enlazarlos.
Pero ninguno podía ayudar a los demás; al cabo de un momento, János se volvió de espaldas a ellos, quizá le dolía que fueran otra vez tres, y entonces los otros dos, al quedar cara a cara, se miraron con odio a espaldas del tercero, que parecía abstraído en lo que veía por la ventana, como si contemplara el canalón que goteaba y las ramas desnudas que se mecían al viento, pero entonces se le escapó un sollozo y se tragó unas lágrimas, en fin, dijo, está bien, dijo, y se echó a llorar, y mi madre me gritó con voz histérica si no me daba cuenta de que allí estaba de más y que me fuera de una vez.
Yo quería marcharme, pero no podía, como tampoco ellos podían acercarse uno a otro y permanecían clavados cada uno en su sitio.
Así que vienes a pedir explicaciones, dijo mi padre, alzando la voz excesivamente para decir lo que hasta entonces no se había atrevido a decir.
No, dijo él, perdona, y se enjugó las lágrimas con el puño, dejándose un ojo húmedo, lo mismo que antes, perdona pero no he venido a verte a ti, he venido a esta casa pero no por ti, y agregó que mi padre no tenía nada que temer, que esto no era una conspiración, que no tenía intención de hablar con él, que si hubiera venido a exterminar a su familia hubiera procedido de distinta forma, ¿no?, pero que, de todos modos, de ahora en adelante, por desagradable y penoso que le resultara, mi padre tendría que contar con él, que estaba vivo, que no había reventado y que diría lo que pensaba.
Mi padre del abrigo de invierno preguntó entonces en voz muy baja si no había pensado que él podía haber mediado.
Para que lo soltaran o para que lo detuvieran, preguntó el otro a su vez.
Para que lo soltaran, por supuesto.
Francamente, no lo había pensado y, habida cuenta de ciertas circunstancias, más bien suponía todo lo contrario.
¿Eso creía?
Desgraciadamente, no había podido olvidar esas circunstancias, no habían bastado para ello los malditos cinco años, y creía que sólo los muertos podían olvidar preceptivamente, y que quizá hubieran tenido que esforzarse un poco más, ser más precavidos, para que no quedara nadie que pudiera recordar.
Si tendría la amabilidad de decirle a qué circunstancias se refería, preguntó mi padre del abrigo de invierno.
Entonces mi madre soltó la bata y llevó las manos al vientre, como si dentro de ella estuviera ocurriendo algo espantoso y así pudiera impedirlo.
No parecía éste el momento más apropiado para entrar en detalles triviales.
¡Ahora no, susurró mi madre, ahora no!
No se trataba de un detalle trivial, ya que afectaba a su honor, y le exigía que dijera a qué circunstancias se refería, quería saberlo.
János guardó silencio un buen rato, pero ya no era el silencio de antes, era éste un silencio tenso; a mi padre la cólera le había devuelto el aplomo, sus sentimientos volvían a discurrir por el camino trillado de sus convicciones, aunque, detrás de la frágil máscara de la seguridad recuperada, aún espiaba ansiosamente lo que fuera a decir el otro que, curiosamente, por efecto de aquella discusión a la que había sido arrastrado contra su voluntad, parecía menos seguro de sí, ya que, con sus palabras cuidadosamente elegidas, no había conseguido mantener a distancia a su oponente, y entretanto se había borrado de su cara la bella expresión de la emoción contenida y el noble sufrimiento causado por la conmoción de la libertad recobrada, la pérdida del hogar, la noticia de la muerte de la madre y el dramático encuentro con nosotros, por no hablar de la contemplación del cuerpo mutilado de mi madre, que por sí sola hubiera bastado para hacer que un hombre se sintiera triturado por las fauces del destino; pero él, a diferencia de mi padre, por esta discusión, parecía haberse liberado de la carga de sus sentimientos, tenía que pelear desnudo e inerme, pero peleaba, trataba de sonreír, pero no luchaba contra sus sentimientos, sino contra la libertad que los dioses le imponían, en torno a sus ojos se fruncía una red de arrugas y, con cierta benévola exageración, podría decirse que Mentor en persona estaba a su lado apuntándole y animándole, luego se ensombrecieron sus facciones y se alisaron sus arrugas, estaba cansado pero no exánime, era el cansancio del hombre que está seguro de sus convicciones y de su verdad, que no es una mezquina verdad personal, sino la verdad total, una y universal, de manera que todo lo que sea aportar pruebas le cansa de antemano, le parece superfluo e inútil; desde un punto de vista moral, no era una pelea equilibrada, ya que él y sólo él podía tener la razón, porque él era la víctima, pero ahora que estaba en libertad tenía escrúpulos en asumir ese papel; no obstante, la pelea no podía evitarse porque ya había empezado, desde hacía varios minutos estaban hablando en el lenguaje secreto que sólo ellos entendían, el lenguaje de la cautela y la desconfianza, de la vigilancia constante y la suspicacia un lenguaje cuyo origen y procedencia Maja y yo habíamos tratado de descubrir en nuestras pesquisas, era su lenguaje, la única arma que podían esgrimir uno contra otro, el lenguaje de su pasado, su lenguaje común, que él no podía considerar vacío ni falso, so pena de destruirse a sí mismo; pero odiaba todo lo que los asemejaba y buscaba una fisura, un giro, una entonación que, aun ahora, le permitieran rehuir a su antiguo yo.
Mira, dijo arrastrando las sílabas, como si con esta sola palabra pudiera ganar un tiempo vital, tú sabes muy bien, mejor que yo, lo que puedes exigirme y lo que no, pero no me grites ni te empeñes en tener la razón, y, por otra parte, me gustaría hacerte una pregunta, en tono amistoso, sin levantar la voz y con independencia de mi, digamos, caso, porque mi proceso ya no puede suponer ninguna diferencia en nuestra relación, dime, ¿cuántas sentencias de muerte has firmado?, porque, dijo, era un dato que le interesaba por razones puramente estadísticas.
Los dos hombres se miraban fijamente, mi padre guardó silencio y, al fin, sirviéndose a su vez de aquel lenguaje formal, dijo que la pregunta no procedía, y que el propio János debía de saber que él no firmaba sentencias, ya que ello no figuraba en sus atribuciones.
¡Ah, ya!, naturalmente, tendría que perdonarle, lo había olvidado.
Mi padre agregó entonces, en tono mesurado, que, en algunos casos, él solicitaba la pena de muerte, pero, como todo el mundo sabía, eran el juez y los dos miembros del tribunal popular quienes emitían el fallo según su criterio.
Naturalmente, exclamó él, es el procedimiento, mi padre tendría que perdonarle, pero esto le parecía muy complicado y siempre se hacía un lío.
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