Péter Nádas - Libro del recuerdo
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“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic
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No me comprendía, pero no parecía enfadada.
Tengo que irme a casa, dije y mis palabras tenían una afectada seriedad.
Me preguntó si me había vuelto loco.
Yo asentí, y me pareció que mi sensación de ligereza se acentuaba, porque no cabían explicaciones, y no había que destruir esta sensación.
Porque era extraordinariamente frágil, y yo temía que desapareciera y todo volviera a ser tan difícil como antes; había que ser prudente para mantener el equilibrio interior, y esa prudencia me impedía dar media vuelta inmediatamente o salir de la habitación andando hacia atrás, había que obrar como si hiciera uno lo que ella quería o, por lo menos, como si no actuara contra su voluntad, a pesar de que yo comprendía que ella se quedaría.
Ven conmigo, le pedí, porque, de repente, tenía muchas cosas que decirle.
Ella se irguió muy despacio, acercándome el paisaje de su cara, estaba seria, su boca, redonda de la sorpresa, se entreabrió y en su frente, encima de la nariz, apareció el pliegue vertical que tenía cuando leía y buscaba a lo lejos la explicación de lo que estaba delante de sus ojos.
Comprendí que sería inútil insistir, que tenía que quedarse, lo cual era bastante triste.
Asqueroso gallina, dijo sin alterarse, para que yo no advirtiera que lo había comprendido todo.
Ella conocía mis ocultos propósitos, y mi involuntaria sonrisa hizo que volviera a enrojecer de odio y de vergüenza por mi traición.
Que por qué no me iba de una vez, que a ver qué esperaba, al diablo, cagueta, gilipollas, canalla, qué hacía allí plantado como un pasmarote.
Acerqué la cara a la boca que me insultaba y que yo deseaba morder y, apenas mis dientes rozaron la piel oscura y reluciente de sus labios jugosos, ella cerró los ojos; yo no cerré los míos, porque no cedía a sus sentimientos sino a los que bullían en mí, sentí estremecerse su boca entre mis dientes y vi temblar sus párpados.
Yo quería cerrarle la boca con los dientes, pero su boca, cálida, entregada y curiosa, quería mi boca, y los dos nos apartamos a la vez, cuando ella sintió mis dientes.
Cuando salí por la verja y me fui calle arriba, me hubiera gustado volver a encontrar allí a Kálmán esperándola, me veía a mí mismo guiñar un ojo con desenfado, ahora ya podía entrar él a ver a Maja; pero esto sólo podía ocurrir en mi imaginación, en realidad los dos estaban ya muy lejos, todos estaban lejos, y por fin yo me había quedado solo con mis sentimientos.
Era como si la naturaleza me hubiera revelado ese sentimiento que nace con la unión de dos cuerpos.
Hoy comprendo que quizá ese sentimiento extraño, desconocido aún, poderoso y triunfante había empezado a germinar en mí cuando mi cuerpo me había hecho experimentar lo que significaba en realidad la palabra «chica», que yo conocía desde hacía trece años, y había florecido cuando mi cuerpo se había negado a seguir buscando con ella en aquellos cajones, un sentimiento que, camino de mi casa, yo portaba como un precioso tesoro que hay que guardar y proteger de todo y que me tenía tan absorto que ni me fijaba por dónde iba, sólo ponía un pie delante del otro, como si este cuerpo no fuera mío, sjno el cuerpo de mi sentimiento y, abrigándolo tiernamente, recorría el camino familiar entre las dos franjas de bosque, un atardecer de verano, sin advertir apenas que, al otro lado de la valla de la zona prohibida, lo acompañaba el perro de guardia, pero el cuerpo no lo temía, no sentía pánico, no sentía nada, sólo el afán de mantener alejado de ese sentir todo lo que fuera doloroso, oscuro, pecaminoso, misterioso y prohibido; hoy comprendo, naturalmente, que, a aquella hora crepuscular, ese sentimiento obró en mí una transformación radical, yo no quería saber ni comprender lo que aún no era capaz de saber ni comprender, ¡basta ya!, no tenía por qué arrojarme al abismo de la desesperación ahora que había descubierto cuál era mi lugar entre las criaturas de la tierra, algo que, para el cuerpo, tiene una importancia mucho mayor que la de ciertas ideas y su grado de pureza; era feliz, casi diría que por primera vez en mi vida, si no creyera que también la sensación de felicidad no es sino un recuerdo escondido, era feliz porque me parecía que esta dulce calma que súbitamente apaciguaba mis ansias extinguía mis sufrimientos para siempre.
Los había extinguido un beso, que me traía el recuerdo de otro beso, doloroso aquél, y era como si, con el beso que había dado a Maja en la boca, me hubiera despedido de Kristian y de mi niñez, sintiéndome fuerte y sabio, como el que, con el cuerpo templado en el dolor y la tristeza, ha experimentado todas las posibilidades, comprende el significado de las palabras, conoce las reglas y ya no necesita seguir probando ni buscando; yo era feliz, a pesar de que este sentimiento, que parecía explicar y resolver muchas cosas, un sentimiento que se nutría y colmaba en y por sí mismo, no era, naturalmente, nada más ni nada menos que un plazo de gracia que se concede al cuerpo para su protección, sólo durante un momento, para una breve transición.
De este modo nos protegen nuestros sentimientos, engañándonos, dándonos algo bueno y, mientras nosotros nos aferramos al placer del fomento, rápidamente, escondido bajo el manto de nuestro gozo, vuelve el mal, porque -no nos engañemos- también los malos sentimientos perduran.
Hablo de momentáneo plazo de gracia cuando, en realidad, Maja y yo nunca más volvimos a investigar, porque aquel sentimiento fugaz, mis escrúpulos y mi retirada pusieron fin a nuestra perversa actividad y casi a nuestra relación; ya no sabíamos qué hacer el uno con el otro, porque, ¿qué podía ser más apasionante que pervertirnos mutuamente los sentimientos que nos unían a nuestros padres?, y ahora, por falta de aliciente, hacíamos como si estuviéramos enfadados, nos saludábamos con frialdad y ocultábamos bajo la apariencia del enfado la verdadera causa de nuestro distanciamiento.
Yo lo hubiera olvidado casi por completo, pues había transcurrido casi un año.
Pero cuando, al volver de la escuela una inocente tarde de finales de invierno, vi colgado en el recibidor aquel abrigo desconocido, resurgió en mí todo aquel mundo sumergido de intuiciones, sospechas y conocimientos prohibidos que Maja y yo habíamos adquirido por medios ilícitos, gozando del arriesgado juego con malsana fruición.
Fue sólo el instinto lo que nos impulsó a lanzarnos a aquella búsqueda insensata, el instinto de que, en nuestro entorno, a pesar de la aparente firmeza con que se observaban las buenas formas y los principios de solidaridad, fallaba algo, y nosotros buscábamos una causa una explicación y, al no encontrarla, conocimos la angustia de la duda, un sentimiento que, en cierto modo y a escala individual, era reflejo de la realidad histórica del momento.
Pero ¿cómo íbamos a comprender nosotros, con nuestra mente infantil, que nuestras intuiciones nos revelaban la realidad completa? Nosotros buscábamos algo tangible, y ese mismo afán nos protegía del desencanto.
Aún no podíamos saber que un día el destino nos revelaría la razón de nuestros sentimientos y, retrospectivamente, nos mostraría la relación que había entre nuestros sentimientos, que nosotros creíamos independientes, y la realidad, pero el destino viaja por caminos escondidos y tortuosos, quedamente, sin prisa, hay que esperar, no se le puede apremiar.
Aparece una tarde de finales de invierno, una tarde como tantas, bajo la forma de un abrigo desconocido, un abrigo que huele mal, a moho o a pobreza, y uno de sus botones recuerda los del abrigo de Kristian y, quizá, también el color.
Aquel abrigo oscuro que estaba colgado en el recibidor indicaba claramente que había visita, una visita fuera de lo corriente, porque era un abrigo un poco sórdido, muy distinto de los que solía haber en el perchero, no era de un médico ni de un pariente, sino que parecía surgido de los recovecos de una lúgubre fantasía, del rincón de las penas y del olvido; no se oían ruidos ni voces extrañas, todo estaba como siempre, por eso entré impetuosamente en el cuarto de mi madre y no advertí mi propia sorpresa hasta que había dado varios pasos hacia la cama.
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