Péter Nádas - Libro del recuerdo
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“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic
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Que no cerrara la puerta, me dijo en voz baja, con impaciencia, casi con irritación, porque era tarde y podían regresar de un momento a otro.
No hacía falta que me lo dijera, siempre dejábamos la puerta entornada, para oír si alguien se acercaba sin que se nos viera, aunque aquella habitación era una ratonera, una especie de intestino ciego, una trampa de la que, si tratabas de escapar apresuradamente, podías tropezar con las patas de la mesa.
Tan pronto como entrábamos allí, se nos aceleraba la respiración, por más que tratábamos de dominarnos, casi nos silbaba el aire en la garganta mientras, para disimular el temblor de las manos, todo lo asíamos con mucha fuerza y con movimientos muy lentos, y eso nos delataba el uno al otro, y entonces nos hablábamos con hostilidad sin motivo ni razón, y es que nos parecía que el otro lo hacía todo mal.
Era difícil decir cuál de los dos corría más peligro, quizá ella; si hubiéramos encontrado algo, la prueba hubiera incriminado a su padre, lo cual me obligaba a mostrarme mas sereno que ella; por otra parte, si éramos sorprendidos durante nuestras pesquisas, yo estaña en peor situación, ya que mi presencia allí estaría menos justificada que la suya, por lo que siempre procuraba situarme de manera que, si se oían pasos, pudiera escabullirme primero, aun a costa suya; era una pequeña ventaja a la que no quería renunciar.
Aunque me avergonzaba un poco, no tenía valor para prescindir de mi estrategia; para el peor de los casos, tenía un plan: si no oía los pasos hasta el último momento, agarrar el picaporte como el que mira con indiferencia lo que hace el otro pero que no ha tocado nada porque acaba de entrar, todavía tiene el picaporte en la mano, lo que daba la medida de mi vil cobardía.,
Ahora bien, aquella excitación explosiva, casi insoportable, no debía influir en nuestra actividad, no podíamos actuar con precipitación, teníamos que ser rigurosamente metódicos, no actuar como simples aficionados, ni como ladrones, que se largan con el botín dejándolo todo revuelto; por la índole misma del trabajo, no cabía esperar hallazgos espectaculares, pero, por otra parte, no había dato, por pequeño que fuera, que no tuviera su importancia, así que, dominando el nerviosismo y la impaciencia, actuábamos como dos buenos sabuesos.
En primer lugar, reconocíamos el terreno ateniéndonos a una norma básica: en casa de Maja, era ella la que dirigía la operación, mientras que en la nuestra el sistemático vaciado de cajones era de mi incumbencia; una vez realizada esta tarea, juntos comprobábamos si se había producido algún cambio desde la última visita; por término medio, transcurrían de dos semanas a un mes entre los registros de cada mesa, tiempo suficiente para que variara el contenido de muchos de los cajones, desaparecieran transitoria o definitivamente papeles y objetos, llegaran otros o cambiara el orden interno; en mi casa resultaba más fácil la labor, ya que su padre, aunque no desordenado, no era tan riguroso como el mío, que no nos dificultaba el trabajo, revolviendo o metiendo y sacando papeles con impaciencia.
Primeramente, Maja sacó los cajones, despacio y sin ruido, mientras yo miraba por encima de su hombro, uno a uno, sin prisa y sin olvidar ninguno, los dos conocíamos la capacidad y velocidad de captación de nuestra atención, siempre invertíamos el mismo tiempo en reconocer el terreno, aprehender el aspecto del cajón y disposición de su contenido, lo que nos permitía establecer una rápida comparación, y era entonces cuando, sin necesidad de intercambiar ni una palabra, manteníamos nuestros debates más profesionales acerca de la esencia misma de nuestro trabajo; se trataba de nuestra integridad en la condición de agentes voluntariamente asumida y de la responsabilidad política que la misma implicaba, y es que a veces cerrábamos un cajón deprisa, sin advertir los cambios o, lo que era peor, fingiendo no haberlos advertido, y entonces nos reconveníamos con la mirada el uno al otro, dependiendo el papel de arbitro de la casa en que nos encontráramos: en mi casa, ella fiscalizaba, mientras que aquí era yo el vigilante; por supuesto, la vigilancia debía ser impersonal, estricta pero imparcial, cerrando los ojos a la lamentable pero inevitable circunstancia de que, instintivamente, tratábamos de proteger al propio padre, lo que podía tener pésimas consecuencias para nuestro trabajo; un cajón revuelto, una carpeta nueva o un sobre extraño nos ponían nerviosos, y el vigilante, con sumo tacto y delicadeza, debía disculpar ese nerviosismo de aficionado y, en nombre de la integridad profesional y la necesaria objetividad, ayudar al otro a vencer la timidez filial, perfectamente comprensible; pero en estos casos había que proceder sin desdén ni brusquedad, incluso haciendo como si no te fijaras en lo que el otro no quería ver, o no se atrevía a ver, para volver después, como por casualidad, a la omisión y reprobarla con la convicción de la auténtica rectitud.
Y entonces podía empezar la labor de investigación propiamente dicha, el detenido estudio de tarjetitas, notas, cartas, facturas, memorándums y demás papeles, que revisábamos de pie, uno al lado del otro -nunca nos sentábamos-, al calor de una misma excitación; juntos y simultáneamente, leíamos, devorábamos con ansia y en un mutismo total, una información en su mayor parte anodina, aburrida e incomprensible por estar fuera de contexto, y sólo cuando parecía que el otro no comprendía, interpretaba erróneamente o podía sacar consecuencias falsas de algún escrito, rompíamos el silencio dando en voz baja la explicación pertinente.
No nos dábamos cuenta de lo que nos hacíamos el uno al otro y a nosotros mismos; obcecados por nuestro ostensible objetivo, no queríamos reconocer que aquella actividad estaba depositando en nuestras entrañas un sedimento que nunca podríamos eliminar, y no nos dábamos por enterados de la sensación de asco.
Porque, naturalmente, no había sólo papeles oficiales y profesionales sino también cosas insospechadas, como numerosas y extensas cartas de amor, y, mal que me pese, tengo que reconocer que el material descubierto en la mesa de mi padre era bastante más fuerte; pero, una vez habíamos leído detenidamente, con el implacable rigor de censores profesionales, todo lo que caía en nuestras manos, nos parecía que, a pesar de obrar en nombre de ideales puros, nos habíamos adentrado en el ámbito de pasiones profundas e inconfesables y nos habíamos contaminado del pecado, porque la culpa se transmite; el que busca a un criminal tiene que ponerse en su lugar para comprender las circunstancias y los móviles del crimen, así también nosotros seguíamos a nuestros padres por un terreno en el que no hubiéramos debido entrar, en el que, a juzgar por el testimonio de las cartas, ellos mismos se movían sigilosamente, como pecadores contumaces.
Sabia es la prohibición del Antiguo Testamento de posar la mirada en las vergüenzas del padre.
Si cada uno de nosotros hubiera descubierto solo aquellas infidelidades, quizá hubiera podido ocultárselo a sí mismo, ya que a veces el olvido es buen compañero, pero complicaba la situación nuestra relación, apasionada y recelosa, más que amistad y menos que amor; juntos y sexualmente insatisfechos, no hay que olvidarlo, nos enteramos de aquellos secretos cuyo objeto era la pasión y la mutua satisfacción, y el secreto compartido deja de ser secreto; con el conocimiento y aprobación de Maja, leí yo las cartas de una tal Olga y de la madre de ésta, escritas con arrebatada pasión, en las que ambas maldecían, conminaban, coaccionaban, insultaban y, sobre todo, suplicaban al padre de Maja que no las abandonara, todo ello aderezado con las consabidas lágrimas rodeadas de una orla, rizos de pelo, flores prensadas y corazoncitos pintados de rojo, detalles que nosotros, aunque ya intuíamos la fuerza brutal de la pasión, con nuestra estética remilgada, encontrábamos francamente deplorables; Maja, a su vez, con mi aprobación y ayuda, leía las cartas mucho más sobrias que habían escrito János Hamar a mi madre y María Stein a mi padre, pero también ellos se confesaban sus sentimientos en aquel complicado cuadrilátero, y nosotros, una vez enterados de todo ello, hubiéramos debido enjuiciar o, por lo menos, ordenar las cosas, situarlas en perspectiva, para lo que, naturalmente, no alcanzaba nuestra fuerza moral, que tan formidable nos parecía.
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