Péter Nádas - Libro del recuerdo

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“Una de las novelas más importantes de nuestro tiempo” – The Times Literary Supplement
“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic

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Al salir, metí la mano en el bolsillo del abrigo de János y pillé todo lo que pude, todo lo que había.

Las dos crías cruzaron el patio arrastrando el trineo; desde fuera les grité cuál era la puerta del sótano. Tuvieron que batallar mucho para meter aquel trasto por la escalera, los hierros chirriaban ásperamente en la piedra, al parecer, las muy tontas tenían miedo de que les robara su trineo; durante un rato no pasó nada y, cuando ya me marchaba -había estado a punto de irme un par de veces, no quería que Hedi me viera allí-, salió Livia con blusa y pantalón de gimnasia y las mangas subidas -debía de estar lavando, o fregando la cocina- y les subió el trineo.

No pareció sorprenderse al verme en la valla, dio la cuerda del trineo a las niñas, que volvieron a arrastrarlo por la grava del patio, pero no se iban, al parecer, querían ver cómo acababa aquello, y cuchicheaban y se reían.

Livia venía pisando con fuerza, golpeándose los hombros con las manos y encogiendo el pecho, como si quisiera protegerlo del frío, pero, al oír las risas de las niñas, se paró y se quedó mirando a la pareja con severidad hasta que ellas se callaron y empezaron a andar, remoloneando, curiosas.

Ya estaba muy cerca de la valla, y el vaho de la cocina que despedían su cuerpo y sus cabellos me inundó la cara.

Las dos memas aún gritaron algo desde lejos.

Yo no le dije nada, pero ella vio que estaba destrozado, me lo notó enseguida, y mis ojos observaban con agrado lo que de la cocina traía ella pintado en la cara, el reflejo de una tarde hogareña vulgar y corriente, y los dos recordamos aquel verano en que yo esperaba junto a la valla a que viniera ella, sólo que ahora el que estaba fuera era yo, y nos gustaba que con el tiempo se hubieran trocado los papeles.

Ella sacó los dedos por la tela metálica de la valla, los cinco, y yo bajé la cabeza y apoyé en ellos la frente.

Pero casi no sentía sus dedos tibios y, cuando arrimé también la cara, ella apretó la palma de la mano contra la valla y yo sentí en la boca, con la herrumbre del alambre, el olor cálido de su mano.

En voz baja, preguntó qué me pasaba.

Yo le dije que me marchaba.

Por qué, preguntó.

Dije que no soportaba seguir en casa y que venía a despedirme.

Entonces ella retiró la mano rápidamente y me miró, para leerme en la cara lo que me ocurría, y tuve que explicárselo.

A mi madre le importa más su amante que yo, dije, y sentí un dolor muy agudo, como una cuchillada, que casi me hizo bien.

Asustada, me dijo que la esperase, que vendría conmigo.

El dolor agudo había pasado, pero, mientras esperaba, sentía cómo su estela me recorría el sistema nervioso, extendiéndose por todas sus ramificaciones y galvanizándome cada nervio; aunque la frase no era exacta, no hubiera podido decirle nada más cierto; ahora el dolor se había mitigado, y mi cerebro repetía al compás de los latidos de mi corazón «contigo, contigo», sin poder adivinar qué se imaginaba ella, ni qué pensaba hacer.

Era casi de noche, en el crepúsculo frío y azul brillaban las farolas amarillas.

Al parecer, temía que me marchara sin ella, porque no tuve que esperar mucho antes de verla venir corriendo, con el abrigo desabrochado y la bufanda y la gorra roja en la mano; a pesar de la prisa, cerró con cuidado la verja que, como no tenía cerradura, había que atar con un alambre.

Se paró delante de mí, expectante, ahora yo hubiera tenido que decirle adonde pensaba ir, pero temía que, si se lo explicaba, todo se acabaría, que ella diría que eso era una enormidad, como si le dijera que quería abandonar este mundo, lo cual no era más que la pura verdad; porque, cuando hice saltar con el destornillador la cerradura del cajón, dudé un momento entre el dinero y la pistola, pero esto no podía confesárselo.

Yo quería marcharme para siempre, pero ya no éramos unos niños.

Ella se envolvió el cuello con la bufanda, con un movimiento lento y muy bello, quizá para darme tiempo a decir algo, pero yo no podía decir nada, y entonces se puso la gorra y me miró fijamente.

Yo no podía decirle que no debía venir conmigo y, casi contra mi voluntad, murmuré pues entonces ven; si no lo hubiera dicho, mi decisión no me hubiera parecido firme a mí mismo.

Ella me miró muy seria, y no sólo a la cara sino de arriba abajo, y dijo que era una tontería que no llevara gorra y que dónde tenía los guantes, y yo respondí que eso no importaba, y entonces ella tampoco se puso los guantes y me tendió la mano.

Yo así su mano pequeña y cálida, y empezamos a andar.

Era fabulosa, porque no preguntaba, no preguntaba absolutamente nada, y sabía todo lo que debía saber.

Mientras íbamos de la mano por la calle Felhö, no necesitábamos hablar, nuestras manos conversaban animadamente de algo muy distinto, y no podía ser de otra manera; una mano sentía el calor de la otra, notaba que estaba ahí y que la envolvía, y era una sensación que le parecía muy buena, pero también desconocida, y la palma se asustaba, pero entonces los dedos hacían una pequeña presión, y los músculos contraídos se distendían y se acoplaban a la superficie blanda y oscura de la otra mano, y, como había resultado tan natural el movimiento, ahora los dedos ya podían oprimir libremente, pero esto generaba más confusión, ya que parecía que su misma presión impedía a las manos sentir lo que realmente deseaban.

Hay que relajar los dedos, dejarlos sueltos, no obligarlos, permitir que se entrelacen para que se avive esa leve curiosidad de las yemas que, jugueteando, quieren tocar, acariciar, palpar los blandos montículos de la palma y deslizarse hacia los valles abiertos por la presión, ir tanteando y explorando con pequeños avances y prudentes retiradas, mientras, lenta e insensiblemente se va aumentando la presión, hasta que le oprimí la mano con tanta fuerza que le hice daño y ella gritó, aunque no en serio, mientras subíamos por la empinada vía Diana.

No volvimos a mirarnos, no nos atrevíamos.

Éramos sólo manos: como si la queja fuera en serio y su mano, lastimada y ofendida, quisiera desasirse, y la mía, cariñosa y apesadumbrada, no se lo permitiera, y, al mitigarse el dolor, vino la reconciliación, que fue tan completa que la pelea de antes parecía un juego.

Seguimos por vía Karthauzi; aunque yo no me había preocupado mucho del rumbo, instintivamente la llevaba en la dirección que me parecía la apropiada para alcanzar aquel objetivo difuso y lejano que me había marcado con infantil determinación; lo que no lamento, porque, sin la compañía de su mano, quizá se hubiera fijado prematuramente en mí la idea de que nada podemos hacer para cambiar nuestra situación; de haber estado solo y de no haberme obligado su mano a aceptar deliberadamente mi disparatada aventura, a la que me había lanzado instintivamente, es posible que no hubiera tardado en dar media vuelta, el deseo de calor me hubiera tentado a regresar a donde la cordura me impedía volver, pero, con su mano en la mía, parecía imposible el regreso, y ahora, al recordarlo, al atar el recuerdo con mis palabras, no puedo sino mover la cabeza de arriba abajo como un anciano: sí, que se vayan, adiós y buena suerte a la pareja, reconozco que me encanta su simpleza.

Por el aún nevado terraplén pasaron, iluminados, dos coches del tranvía de cremallera, detrás de nosotros caminaban varias personas, figuras indistintas de un mundo que habíamos dejado atrás.

Nuestras manos enlazadas compartían el calor de ambos, y cuando llevaban mucho rato descansando juntas sin moverse, parecía que no sólo por el frío sino también por la costumbre empezaban a perderse la una a la otra, y había que cambiar de postura, pero con cuidado, procurando que el cambio no destruyera la paz.

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