Péter Nádas - Libro del recuerdo
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“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic
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En aquellas páginas escritas descuidadamente se perfilaba un cuadro coherente, compuesto por hechos interesantes, del proceso de montaje de una obra teatral, de manera que insensiblemente fui adentrándome en ese laberinto de problemática salida que es el identificarse con unos seres desconocidos, y, a partir de aquel momento, el escribir la representación con sus menores detalles, movimientos y palabras, así como sus implicaciones ocultas y evidentes, el seguir el proceso de realización y erigirme en su cronista, dejó de ser una manía personal, porque, al corresponder a su trabajo con mi trabajo en prenda de solidaridad humana, me hice un hueco en aquella pequeña comunidad, cuyos esfuerzos trataban de reflejar esas notas; era un papel modesto, secundario, sin duda, pero que me satisfacía porque me lo habían adjudicado ellos.
Era domingo por la mañana, él hacía la comida, de vez en cuando se levantaba, iba a la cocina, volvía y seguía escribiendo a máquina.
Si mal no recuerdo, fue frau Kühnert la primera persona a quien hablé de aquello, ella se lo dijo a Thea, que, con su vehemencia característica, debió de comunicarlo a los demás; al cabo de un tiempo observé que se me trataba no ya con deferencia sino con precaución que todos se esforzaban por ser coherentes y ganarse mi confianza como si pretendieran retocar su perfil en el cuadro que yo hiciera de ellos.
Le pregunté qué escribía.
Su testamento, dijo.
En realidad, no me daba cuenta de lo natural que había llegado a hacérseme nuestra convivencia, aparentemente tan intrascendente y apacible, ni de que su casa no era ya tan sólo un sitio familiar sino un hogar; tampoco me preguntaba qué significaba esa sensación, porque creía saberlo.
Me preguntó que en qué pensaba.
Había silencio, no sé cuánto rato hacía que había dejado de oírse la máquina de escribir, él debía de estar mirándome a mí mientras yo miraba el árbol y el cielo.
Cuando me volví para decirle que no pensaba en nada, vi en sus ojos que hacía rato que me miraba, y en sus labios se insinuó una sonrisa.
En algo debía de pensar, aunque no fuera más que en la nada, y se reía con suavidad.
Realmente, no pensaba en nada, dije, sólo miraba las hojas del árbol.
Y era verdad que no pensaba en nada que pudiera expresarse con palabras, porque eso no se piensa con el pensamiento, era sólo un sentimiento al que me había entregado plácidamente y con la mente en blanco; entre el sosiego y la paz del cuadro que contemplaban mis ojos y mi propia situación en medio de la comodidad hogareña que gozaba mi cuerpo, entre mi sentimiento y el objeto de mi sentimiento no existía tensión alguna, y eso debía de haber leído él en mi cara; un estado de espíritu y de cuerpo que también recibe el nombre de felicidad, pero su pregunta hizo que este sentimiento pareciera frágil y vulnerable.
Porque él estaba pensando, prosiguió, si no estaría pensando yo también que esto debía continuar.
Le pregunté qué quería decir, como si no lo hubiera entendido.
La sonrisa desapareció de sus labios, desvió de mi cara su mirada inquisitiva, bajó la cabeza y, pronunciando las palabras trabajosamente, como si hubiéramos intercambiado nuestros papeles y fuera él el que tuviera que hablar en lengua extranjera, preguntó si había pensado semejante cosa.
Tuvo que transcurrir un rato antes de que yo pudiera pronunciar la palabra que en su lengua tiene más fuerza que en la mía, sí.
Él desvió la mirada y, aparentando distracción, levantó cuidadosamente con dos dedos la hoja que tenía en la máquina, yo me volví otra vez hacia la ventana y los dos nos quedamos callados y quietos; a la confesión apasionada, formulada con palabras cautelosas, siguió un silencio tenso, que incitaba a contener la respiración y hasta los latidos del corazón para percibirlo mejor.
Él preguntó por qué hasta ahora no le había dicho nada.
Pensaba que él se daría cuenta.
Era una suerte estar lejos y no tener que mirarle a la cara, la mirada o la proximidad hubieran podido turbarle, pero, por otra parte, ello hacía la situación cada vez más peligrosa, porque alguien podía decir algo definitivo e irrevocable; el claro rayo de sol que entraba por la ventana parecía poner un muro entre los dos, y era como si nuestras palabras no pudieran cruzar el muro y mantuviéramos dos monólogos en lugar de un diálogo, como si, pese a compartir el calor de nuestra habitación común, estuviéramos en habitaciones separadas.
Por qué no se me había ocurrido decirlo hasta ahora, si hacía tiempo que lo sabía, preguntó después.
Le dije que lo ignoraba, pero pensaba que no importaba.
Poco después se levantó, pero no arrastró la silla hacia un lado como acostumbraba sino que la retiró con cuidado, no lo miré, y me pareció que él tampoco me miraba, no cruzó la frontera del rayo de sol que se había convertido en un muro que nos separaba; se fue a la cocina y, si se puede atribuir un significado al ritmo y la fuerza de los pasos, yo diría que la cadencia de los suyos trataba de relajar la tensión que habían provocado nuestras palabras, que optaba por la prudencia.
Y quizá aquel silencio, aquel clima íntimo y familiar, fuera más elocuente que las palabras, veladas por silencios y reticencias, porque las palabras podían apuntar vagamente a lo definitivo, a la posibilidad de sellar nuestra relación, y el silencio, por el contrario, a circunstancias que ambos conocíamos y que estaban en contradicción con el sentido que se adivinaba en aquellas palabras; pero el que pudiéramos hablarnos en un lenguaje de insinuaciones, que nuestro léxico poseyera una estética común, me hacía pensar que quizá tuviéramos más posibilidades de las que yo creía; pero sin duda él era más esconfiado y más precavido.
Cuando me dejó solo se apoderó de mí una desazón extraña y humillante, mis movimientos involuntarios y el afán de frenarlos plasmaban, en el lenguaje corporal, encubierto y diáfano a la vez, las emociones que no había expresado nuestro diálogo; sin apartar la mirada del álamo, me revolvía en el sillón, me rascaba; de repente, todo en mí era agitación y hormigueo; al frotarme la nariz, el ligero olor a nicotina de mis dedos me hizo pensar en encender un cigarrillo, nervioso, arrojé la pluma a la mesa como si ya no fuera a usarla más, y al momento palpaba los papeles buscándola, la agarré, la manoseé, le di vueltas y la oprimí con fuerza, para que me ayudara a seguir escribiendo mis notas, pero ¿a quién podían interesar aquellas tonterías?, me hubiera gustado levantarme para ver qué escribía él en realidad, qué testamento era aquél, pero seguí sentado, para que el cambio de posición no malograra el momento, como si tuviera que velar sobre algo que, en realidad, tal vez fuera preferible soslayar o rehuir algo de lo que quizá más me valdría escapar.
Entonces él volvió, lo que me tranquilizó inmediatamente, me sentía ansioso de averiguar qué podía ocurrir ahora, qué nos había quedado dentro, qué se podía decir aún, eso que no se sabe hasta que se dice o cuando ya se ha dicho; sólo que mi nueva calma era como una caricatura de la anterior, yo no podía mirarlo, todavía no, quería seguir siendo el mismo que él había dejado al marcharse.
En el roce de sus pies descalzos en el suelo percibió mi oído el leve cambio que se había operado en él mientras estaba fuera, en los pasos que ahora se acercaban no había recelo, ni tampoco aquella precaución de antes, sino quizá deferencia y ponderación y también una cierta objetividad, que había recuperado en la cocina al destapar la olla con el paño; la coliflor hervía, el vapor le dio en la cara y, aunque a simple vista se adivinaba que ya estaba tierna, sacó un tenedor del cajón y la pinchó, con cuidado, para que no se deshicieran los blancos manojitos -la coliflor se deshace fácilmente si se pasa el punto de cocción- y luego apagó el gas de la olla; aquí, en la habitación, oí -o por lo menos me pareció oír-, vi -creí ver- y advertí en sus pasos que aquella rutina había calmado en él la agitación que en mí se había intensificado desagradablemente.
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