Péter Nádas - Libro del recuerdo
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“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic
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El padre de Livia se había puesto el abrigo y salía hacia nuestra casa.
Debían de ser cerca de las doce cuando yo abandonaba el pueblo y el padre llamaba a nuestra puerta.
El perro se quedó en medio del camino, ladrando, con las patas separadas; al salir del pueblo empecé a subir una cuesta; el nítido perfil de las montañas se recortaba en el cielo claro, y el que el perro no me persiguiera, ni me hubiera mordido en una pierna, y que yo pudiera andar, y que, a mi espalda, su ladrido se convirtiera en un aullido vacilante y prolongado, es decir, el saberme seguro, completamente solo y poder respirar con libertad me hacía indescriptiblemente feliz, tan contento iba, acompañado por los aullidos del perro, que durante un buen rato hasta me olvidé del frío, había entrado en calor.
A la misma hora, en casa esperaban la ambulancia que llevaría a mi madre al hospital.
El padre de Livia estaba en la sala, comunicando lo ocurrido cuando llegaron los enfermeros; János acompañó a mi madre, mientras mi padre llamaba a la policía.
Yo ya no sabía qué hora era, iba por la carretera silenciosa, inconsciente de que, en el fondo, inmaduro como era, estaba esperando el ruido del coche que se aproximaba; al principio pensé en pararlo y pedir que me llevaran a dondequiera que fueran, pero luego no me atreví, salí de la carretera y me metí en la cuneta, con nieve hasta los tobillos, para dejarlo pasar.
Venía zumbando, yo ya pensaba que no me habían visto cuando los frenos y las ruedas chirriaron con una vehemencia que hizo derrapar el coche, que rebotó en el bordillo del arcén y fue a chocar contra un mojón; el motor se paró y los faros se apagaron.
Al chirrido y el estrépito siguió un instante de silencio, luego se abrieron las portezuelas de delante y dos abrigos oscuros corrieron hacia mí. Yo escapé cuesta abajo dando traspiés, pisé los helados terrones de un prado nevado y me disloqué un tobillo.
Me agarraron por el cuello del abrigo.
¡Ven aquí, cabroncete, que por tu culpa casi acabamos en la cuneta!
Me retorcían los brazos a la espalda y me arrastraban hacia el coche, yo no me resistía.
Me arrojaron al asiento trasero, como moviera ni un solo dedo, me aplastarían la cabeza, el coche tardó en arrancar y estuvieron jurando durante todo el viaje, pero hacía un calorcito tan agradable que yo me estremecía de gusto, y sus voces empezaron a mezclarse y confundirse con el ronquido del motor, y me quedé dormido.
Ya amanecía cuando paramos delante de un caserón blanco.
Me enseñaron el parachoques hundido, no serían ellos quienes lo pagaran y ya vería cómo se me quitaban las ganas de dormir.
Me llevaron a una habitación del primer piso y me encerraron con llave.
Yo trataba de coordinar ideas y urdir unas cuantas mentiras, pero al poco rato tuve que apoyar la cabeza en la mesa.
Estaba dura la madera, y puse el brazo a modo de almohada.
Una llave giró en la cerradura, así que me había dormido, fuera había una mujer de uniforme y, detrás de ella, en el pasillo, el abuelo.
En el taxi, cuando salimos de la vía Istenhegyi a la vía Adonis y circulábamos junto a la valla de la zona prohibida, me contó lo sucedido durante la noche.
Parecía que no había ocurrido en una sola noche sino en varios años.
Era una mañana luminosa y alegre, por todas partes goteaba el agua del deshielo.
En la cama de mi madre habían puesto la colcha a rayas, lo mismo que años atrás, antes de que enfermara.
Aquella cama hecha me daba la impresión de que ella ya no estaba con vida.
Y no me engañaba mi intuición, porque no volví a verla.
Descripción de una representación teatral
Nuestro álamo conservaba sus últimas hojas que, antes de caer, aún tenían que amarillear un poco más; las alborotaba una corriente de aire, muy débil como para mover las erguidas ramas, que apenas se estremecían, mientras las hojas giraban, se agitaban y entrechocaban al extremo de su corto tallo.
Las trémulas hojas amarillas que volteaban al sol acentuaban el azul del firmamento lejano; la mirada huía hacia aquel intenso cobalto, como si el ojo distinguiera entre cerca y lejos y no estuviera contemplando un vacío que también tiene límites insuperables.
Hacía un calórenlo agradable en la habitación, el fuego rugía en la estufa de cerámica blanca, el humo de nuestros cigarrillos descendía en nubes perezosas para volver a subir al menor movimiento.
Yo estaba sentado en el cómodo y amplio sillón, frente a su escritorio, lugar de privilegio que él siempre me cedía, trabajando en mis notas; repasaba mentalmente los incidentes del ensayo de la víspera mientras miraba por la ventana a través de las volutas azuladas de humo de cigarrillo; las imágenes se superponían.
Gestos y palabras cuyo significado e intención comprendemos de pronto, incidentes que pueden parecer fortuitos en el momento de producirse, fisuras o abismos de imperfección que separan al actor de la obra, al intérprete de su papel y que los actores, aplicando las estrictas reglas del oficio, tratan de salvar, esforzándose en hacernos o¡ vidar la triste verdad de que la identificación total, la fusión total, no puede existir, por más que te empeñes.
Al redactar mis notas, trabajo que hacía de forma mecánica, n parecía que la ley que realmente me interesaba -suponiendo que ti ley existiera- no se encontraba en el evidente engranaje de la acción en el trazo de los movimientos ni en el sonido de las palabras, a pesar de su indudable importancia, puesto que movimientos y palabras son la envoltura de la historia, sino que es preciso buscar dicha ley en esas fisuras y abismos que de manera fortuita se abren entre las palabras y los movimientos, en las anomalías y las imperfecciones. Él estaba un poco apartado, tecleando con regularidad en la máquina de escribir, sin levantar los dedos más que para dar rápidas chupadas al cigarrillo, yo no sabía qué escribía, no sería una poesía, con tanto ímpetu y perseverancia, quizá un guión para su programa de radio, aunque tampoco era probable, ya que de la radio nunca traía a casa ni un solo papel, ni a la inversa: iba y venía entre los dos escenarios de su vida con las manos vacías, como si deliberadamente quisiera mantenerlos separados; tenía las piernas extendidas en una postura que debía de resultar bastante incómoda, pero así aprovechaba un oblicuo rayo de sol para calentarse los pies descalzos.
Cuando advirtió que yo estaba ocioso, mirando por la ventana, dijo, sin levantar la vista, que teníamos que limpiar los cristales.
Tenía los dedos de los pies tan finos y bien formados como los de las manos; me gustaba oprimirle la planta con el puño y reseguir las afiladas uñas con la punta de la lengua.
Yo nunca escribía las notas inmediatamente después del ensayo, sino por la noche o, si conseguía madrugar, al día siguiente; para percibir y valorar la causa y el efecto de la acción tenía que distanciarme de esa acción.
Yo no contesté, pero me gustaba la idea de limpiar ventanas a dúo.
Esta costumbre mía de tomar notas empezó como un capricho, una solitaria gimnasia mental que no dejaba de causarme escrúpulos, sobre todo cuando regresaba a casa en el tranvía, por la tarde, entre una humanidad comprimida y taciturna: la originalidad es el lujo de la intelectualidad privilegiada, pensaba entonces, y me decía que debía liberarme del papel de observador condenado a la inactividad y, por lo menos, intentar sacar partido a la amarga realidad de que, durante años, no había sido actor de los llamados acontecimientos históricos, sino, en el mejor de los casos, su triste víctima y que, por consiguiente, también formaba parte de la masa sin rostro, sin que importara si era una parte importante o insignificante, un sujeto despreciable y extraño para mí mismo, una especie de enorme ojo sin cuerpo; ahora bien, cuando esa gimnasia mental se convirtió en una rutina metódica, mi vida cambió en cierta medida.
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