Podían morir con tanta facilidad, se recordó a sí misma Ajayi. Podrían estar asentados en una edad, pero era añosa y frágil, sin duda una edad propensa a los accidentes. Hasta aquel momento no habían sufrido ninguna caída grave, o quebrado algún hueso, pero si se lastimaban les tomaría un tiempo largo recuperarse. En una oportunidad, Ajayi le preguntó al senescal acerca de esto. Su consejo fue:
—No se caigan.
Le pareció que ya tenía todas las teselas. Contó las que había sobre el tablero y descubrió que aún faltaba una. Se incorporó con dificultad, arqueando su dolida espalda, examinando la superficie nevada y los adoquines de pizarra.
—¿Las tienes todas? —preguntó Quiss. Su rostro todavía estaba pálido, pero no tan gris como antes. Ajayi sacudió la cabeza, mientras continuaba buscando alrededor suyo.
—No. Falta una. —Quiss también comenzó a inspeccionar con la vista el suelo de pizarra.
—Tendría que haberlo sabido. Ahora no nos dejarán responder al acertijo. Apuesto a que tendremos que comenzar todo de nuevo. Seguramente. Eso es lo que sucederá. Típico que suceda una cosa así. —Apartándose con ligereza, golpeó la columna con su mano abierta, inspirando profundamente, la cabeza inclinada entre sus hombros.
Ajayi le dirigió una mirada y luego levantó la pequeña mesa para comprobar que no la había puesto encima de la tesela faltante al depositarla sobre el suelo para socorrer a Quiss. Pero la tesela no estaba allí.
—Ya la encontraremos —dijo, buscando en la nieve amontonada. No se sentía tan segura de ello como sus palabras dejaban entrever. No lo comprendía; ¿sería posible que la tesela hubiese salido despedida tan lejos? Volvió a contar las piezas que había sobre el tablero, y luego una vez más.
Ajayi comenzaba a enfurecerse; en primer lugar con Quiss por haberse caído y por rechazar su ayuda; con la tesela faltante; con el cuervo rojo, el senescal, los ayudantes; con el castillo en sí. ¿Dónde podría estar la condenada cosa?
—¿Estás segura de que las has contado bien? —dijo Quiss con voz cansada, aún apoyándose contra la columna.
—Por supuesto que sí, varias veces; falta una —dijo bruscamente Ajayi—. Ahora deja de hacer preguntas estúpidas.
—No hace falta que me arranques la lengua —dijo Quiss resentido—. Tan sólo trataba de ayudar.
—Pues entonces busca la tesela —dijo Ajayi. Era consciente de su humor y se odiaba por ello. No podía perder el control de aquella forma, ni tratar bruscamente a Quiss; no reportaría ningún bien. En aquellas circunstancias deberían mantenerse unidos y no discutir como dos colegiales o una pareja en plan de separación. Pero ella no podía evitarlo.
—Mira —dijo Quiss con irritación—, no golpeé a propósito el puñetero tablero. Fue un accidente. ¿O es que hubieses preferido que me rompiera el cuello?
—Por supuesto que no —dijo Ajayi con cautela, tratando de no gritar ni de sonar brusca—. No he dicho que lo hayas hecho deliberadamente. —No miraba a Quiss sino que movía la cabeza de un lado para otro, inspeccionando todavía la nieve y el suelo de pizarra, aparentemente empeñada en hallar la tesela faltante pero con la mente puesta en las palabras; sabía que no descubriría la tesela por más que ésta fuera bien visible; no estaba concentrada en la búsqueda.
—Quizá habrías preferido que lo hubiese hecho, ¿no? —dijo Quiss—. ¿No?
Ajayi levantó la vista y le miró. —Oh, Quiss, ¿cómo puedes decir una cosa semejante? —Ajayi se sintió como si él le hubiera dado un puntapié. No tenía ninguna necesidad de haberle dicho eso. ¿Qué era lo que le motivaba a decir esas cosas?
Quiss simplemente resopló. Se apartó de la columna con el impulso de un brazo tembloroso, y al moverse, la tesela faltante se desprendió del dobladillo de su abrigo de pieles, adonde había ido a parar cuando ambos se cayeron. En el mismo momento apareció una pequeña silueta en el extremo de la arcada, saliendo de una de las puertas que conducían a la parte central del castillo. Ajayi y Quiss primero dirigieron la vista a la tesela caída y luego en dirección al pequeño ayudante. Agitando una mano, les llamó con una voz excitada:
—¿Han dicho, «No hay tal cosa como esas dos»?
Ambos se miraron entre sí. Ajayi trató de responder pero no pudo, teniendo que darse unas palmadas en la parte superior de su pecho; su garganta parecía estar seca, era incapaz de pronunciar ninguna palabra. Quiss asintió entusiasta.
—¡Sí! —exclamó, mientras continuaba sacudiendo afirmativamente la cabeza.
El ayudante también sacudió la cabeza.
—No —dijo, y encogiéndose de hombros desapareció dentro del castillo.
Desde algún lugar distante, por debajo de las ruinas, oyeron el graznido entrecortado de una voz familiar.
La calle de la Media Luna
En la esquina donde confluían las calles Maygood y Penton había una oficina de empleo a donde iba la gente a registrarse para cobrar el socorro a desocupados. En un letrero ponía: Puerta C apellidos A-K, Puerta D apellidos L-Z. Graham pasó por delante con la vista fija en la calle de la Media Luna; buscaba la curva de casas altas en donde vivía Sara ffitch. El estómago parecía darle vueltas, tensionado por un nerviosismo anticipado. Se sentía tembloroso y excitado; el aire, pesado y sofocante, repentinamente le pareció más penetrante. Los colores adquirieron mayor contraste, los olores (a comida, asfalto, gases de escape) se tornaron más intensos. Los edificios —casas corrientes de tres plantas estilo Victoriano, ahora en su mayor parte convertidas en apartamentos— se veían extraños, diferentes.
Su corazón comenzó a latir más rápidamente al ver una moto aparcada delante de una de las casas de la calle de la Media Luna, pero se trataba de la puerta contigua a la de Sara y además no era una BMW negra sino una Honda roja. Inspiró profundamente varias veces para tratar de aquietar su corazón. Luego levantó la vista hacia la ventana por la cual Sara a veces se asomaba, pero ella no estaba.
No obstante, Sara estará dentro, se dijo a sí mismo. No se ha marchado. Estaba allí. Y no ha cambiado de opinión.
Se acercó al interfono y pulsó el timbre de su apartamento con decisión. Aguardó unos instantes, mirando resueltamente el enrejado por donde saldría la voz de ella. En pocos segundos.
Esperó.
Puso su dedo sobre el botón y estuvo a punto de pulsarlo nuevamente, pero en el último momento dudó, sin saber si esperar un poco más o no. Tal vez ella recién se estaba despertando, o tomando una ducha; era posible. Había un montón de razones por las cuales podía estar retrasándose. Se humedeció los labios, aún con la vista fija en el enrejado. Volvió a acercar su dedo al botón con los ojos cerrados. Tampoco esta vez se atrevió a pulsar.
Había tiempo de sobra. Incluso si ella no estaba, él podía esperar; probablemente habría salido tan sólo para comprar algo con que hacer la ensalada que dijo haría para ambos.
Se preguntó si debía llamar otra vez. Estaba comenzando a sentir el estómago pesado, revuelto. Se imaginaba que alguien le miraba desde alguna de las casas situadas en la esquina de la calle Maygood en aquel momento, contemplando su espalda mientras él permanecía junto al interfono, esperando y esperando. El enrejado produjo un ligero clic. —¿Dígame? —contestó una voz sin aliento. ¡Era ella!
—Soy… —dijo él, pero las palabras se le atragantaron a causa de la sequedad de su boca. Rápidamente se aclaró la garganta—. Soy yo. Graham —¡Estaba allí, estaba allí!
—Graham, lo siento —dijo ella. Graham cerró los ojos con el corazón a punto de estallarle. Ahora le diría que había cambiado de opinión—. Estaba tomando un baño. —A continuación sonó el timbre eléctrico del interfono.
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