—Sí, a ver si te mueves —dijo el cuervo rojo—. Se me está apagando el cigarro por culpa de esta puñetera nieve.
Fue recién entonces cuando, levantando la cabeza, Ajayi se dio cuenta de que estaba nevando. De algún modo había sido consciente de los esporádicos soplidos de Quiss sobre el tablero, pero se encontraba tan concentrada tratando de hallar un rincón, o dos, para sus restantes teselas que no percibió adecuadamente que lo que Quiss soplaba era nieve.
—Oh —dijo, dándose cuenta de súbito. Durante un instante miró a su alrededor confundida. Se subió el cuello de su abrigo ciñéndoselo contra la garganta, aunque si en algo había cambiado la temperatura desde que comenzó a nevar era en que hacía ligeramente más calor, y no más frío. Miró el tablero frunciendo el entrecejo y después volvió a mirar a Quiss— ¿No crees que será mejor que volvamos al cuarto de juegos?
—Oh dioses, no —dijo el cuervo rojo con una voz exasperada—, terminad esto de una vez. Mierda. —Sacándose el puro de la boca observó su humedecido y negro extremo, para después arrojarlo descuidadamente con un ligero movimiento de su lustrosa pata negra—. No tiene sentido que os pregunte si tenéis fuego, bastardos —murmuró, luego sacudió violentamente su cabeza, extendió a medias las alas y desplegó su cola. A continuación se sacudió la nieve que le cubría el lomo. Unas cuantas plumas rojas pequeñas cayeron flotando al blando suelo, al igual que unos peculiares copos de sangre mezclados entre la nevada.
Ajayi volvió a posar los ojos sobre el tablero.
Quiss había perdido toda esperanza de llevar a cabo alguna clase de coup-de-château. El senescal se hallaba en una posición inexpugnable, había descubierto, debido a que estaba más allá del tiempo. Quinientos días atrás, algunos de los ayudantes confidentes de Quiss se hallaban trabajando en las cocinas cuando una cocina provisional se desplomó, dejando caer un inmenso caldero de guiso hirviente encima del senescal, que en aquel momento justo pasaba por allí. Media docena de pinches fueron testigos de lo que sucedió a continuación; en un segundo el senescal desapareció tragado por la gigantesca olla de metal, mientras que su contenido se derramaba por toda una sección de las cocinas. Dos de los pequeños protegidos de Quiss se encontraban a tan sólo dos metros de distancia y tuvieron que arrojarse dentro del fregadero en donde lavaban los platos para salvar sus vidas de la humeante oleada de caldo hirviente.
Unos instantes más tarde, el senescal aparecía caminando al otro lado del fregadero, diciéndole al cocinero subalterno de aquella sección que encontrase a los responsables de haber construido aquella cocina, les hiciera construir otra y luego la utilizase para cocinarlos vivos. Luego se dirigió a su despacho como si nada hubiera sucedido. Cuando se despejaron los restos de la cocina y del caldero no encontraron ningún rastro de cadáver. Un pinche —aún pasmado— dijo que el senescal sencillamente se había materializado delante suyo.
Quiss no era un tonto. No había modo de luchar contra un poder semejante.
También había abandonado la idea de intentar obstaculizar por algún medio el proceso que se ponía en marcha cuando ellos terminaban un juego y respondían al acertijo que se les había asignado. El cuervo rojo le contó lo que sucedería; la última criatura del castillo que Quiss hubiera pensado fuese tan amigable, pero obviamente el ave creía que contándoselo le desanimaría todavía más y por consiguiente haría que Quiss entrase en un proceso de autodestrucción.
Quiss no recordaba ahora toda la historia, pero se remontaba al pasado e incluía a un camarero susurrando la respuesta en una habitación repleta de abejas que construían una especie de nido que era comido por una cosa llamada el cuervo mensajero y que después salía volando.
A continuación aparecían más bestias curiosas, las cuales en su mayor parte parecían terminar comiéndose unas a otras, luego un lugar sobre la superficie de dondequiera que provenían éstas con miles de lagos minúsculos a donde se encaminaban miles de animales para ser voluntariamente quemados, derritiéndose el hielo de los lagos en una especie de secuencia que cierto satélite de comunicación orgánico con un láser mensajero reconoce… después todo se complicaba aún más.
En otras palabras, era infalible. Encerrar o coercer de algún modo al camarero que murmuraba secretamente tampoco tenía sentido; como última verificación, quienquiera o cualquiera que viniese a recogerles del castillo preguntaría a los cuervos y a las urracas qué era lo que habían visto, para asegurarse de que no se había utilizado ninguna clase de trucos.
Todo aquello, naturalmente, sucedía en una especie de tiempo falseado, razón por la que, pese a la complejidad laberíntica del proceso contestador, ellos siempre recibían el veredicto a su respuesta minutos más tarde. Quiss halló todo esto muy deprimente.
Bueno, al menos ya estaban por terminar este juego. Quizá, se dijo a sí mismo, esta vez acertasen. Tan sólo les quedaba otra oportunidad para descifrar el acertijo, lo cual en cierto modo era preocupante aunque por otro lado también alentador. Tal vez ésta sería la correcta, tal vez finalmente lograsen responder acertadamente y salir de aquel lugar.
Quiss intentó pensar en las cosas en las que generalmente trataba de no pensar; las cosas que al principio había echado tanto en falta que hacía daño pensar en ellas. Ahora era capaz de pensar en ellas con mucha facilidad, sin sufrimientos. Las buenas cosas de la vida, los diversos placeres de la carne y de la mente, el júbilo de la batalla, recuerdos de conjuras y borracheras.
Todo aquello había quedado atrás. Tenía la impresión de que todo aquello le había sucedido a otra persona, a algún hijo joven o nieto, a una persona completamente ajena. ¿No sería que estaba comenzando a pensar como un viejo? Tan sólo porque lo aparentara físicamente no era motivo suficiente, pero tal vez había una especie de presión de retroceso, un ciclo retroactivo de causa y efecto que hacía que sus pensamientos se amoldasen gradualmente a la cáscara que éstos ocupaban. Él no lo sabía. Quizás era sencillamente a causa de todo lo que le había sucedido en el Castillo Puertas, todas las decepciones, todas las oportunidades perdidas (aquellos brazos marrones de mujer, aquella brillante promesa de la estela de vapor, aquel sol, ¡aquel sol en este lugar nublado!), todo el caos y el orden, el aparente sinsentido y la supuesta locura gobernada del castillo. Quizás uno se contagiaba al cabo de un tiempo.
Claro, pensó, el castillo. Posiblemente le transformaba a uno en lo que era, en lo que debía ser. Tal vez nos moldea, como aquellos números, en un eterno círculo de destrucción y reencarnación. Efectivamente: desintegración y dispersión, un epílogo al nacer… ¿por qué no? En cierto modo le daría lástima irse de allí. Los pequeños ayudantes que utilizaba como contactos en las cocinas difícilmente podían compararse a las excelentes tropas a las cuales estaba acostumbrado, o incluso a los feroces mercenarios, pero poseían una movediza e ineficaz atracción; le entretenían. Los iba a extrañar.
Le entró la risa al recordar al barbero; también su encuentro con el maestro albañil y con el superintendente de las minas; dos hombretones hoscos y orgullosos que le hubiera gustado conocer mejor. Incluso el mismo senescal era interesante una vez que se le persuadía para que entablase una conversación, sin olvidar su habilidad para escaparse de las catástrofes.
¿Pero toda una vida aquí, o quizá mucho más que una vida?
Súbitamente, aquel pensamiento involuntario le llenó de una terrible y profunda desesperación. Sí, extrañaría aquel lugar, si es que alguna vez lograban salir de allí, de un modo extraño y retorcido, pero se trataba de una reacción natural; como prisión sin duda era muy llevadera, y cualquier sitio que no fuera atrozmente desagradable podía inspirar un sentimiento de nostalgia pasado cierto tiempo, el necesario como para que el proceso de la memoria pudiese seleccionar lo bueno y erradicar lo malo. Pero no se trataba de eso, sencillamente no se trataba de eso.
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