Iain Banks - Pasos sobre cristal

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Pasos sobre cristal: краткое содержание, описание и аннотация

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La historia de
, son tres historias en realidad. En la primera tenemos a Graham, un joven artista que se dirige a casa de su amiga Sarah, acompañado de una carpeta con varios dibujos de ella. En segundo lugar está Steven Grout, un tipo verdaderamente extraño, que acaba de renunciar a su puesto de trabajo y que siempre va con casco, huyendo de sus Atormentadores. Y por último tenemos a Quiss y Ajayi, un hombre y una mujer, respectivamente, ya mayores, que están encerrados en un extraño castillo, algunas de cuyas paredes son de cristal, detrás de las cuáles hay peces luminiscentes, y donde pasan los días jugando a estrambóticos juegos de mesa con el fin de poder obtener la opción de responder a un acertijo, y así poder salir libres.

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Graham se quedó mirando por unos segundos la puerta, luego el interfono y finalmente la zumbante puerta. Le dio un rápido empujón justo antes de que cesara el zumbido. La puerta se abrió de par en par y entonces Graham entró.

Unos escalones enmoquetados conducían a un apartamento en el sótano, cuya puerta estaba situado justo en frente del apartamento de la planta baja. Graham subió las escaleras; una moqueta barata pero alegre, pasamanos pintado de blanco, paredes empapeladas con un color pastel descolorido. Alguien del piso de abajo escuchaba un tema antiguo de los Beatles. Llegó al rellano de la primera planta. Las escaleras subían hasta otro apartamento, pero la puerta de la primera planta, su apartamento, se hallaba abierta. Luego de llamar entró, mirando a su alrededor con ansiedad por si aquél no fuera el apartamento de ella o la puerta se encontrase abierta por un descuido. En un cuarto a su derecha sintió correr agua. Por debajo de la puerta se filtraba luz.

—¿Graham? —dijo Sara.

—Hola —exclamó Graham. Apoyando su portafolio contra una pared, fue a cerrar la puerta que daba al rellano.

—Puedes pasar, es por la izquierda. —La voz de Sara fue absorbida por el sonido del agua corriendo. Cogiendo su portafolio, torció hacia la izquierda y se encontró con una pequeña sala desordenada en donde había un sofá, sillas, aparato de televisión, estéreo, estantes con libros y una mesita de café; en uno de los extremos, situada sobre un desnivel no mucho más elevado y separada de la parte central de la sala mediante una baranda de madera que ocupaba un tercio del espacio del área, había una cocina; encimera, fregadero y nevera, una mesa alargada, y detrás, con las cortinas corridas, cuyo encaje blanco se agitaba levemente a causa de la brisa, estaba la ventana.

Dejó su portafolio al costado del sofá. En el otro extremo había una mesilla sobre la cual se hallaba apoyado el teléfono; Graham recordó aquella vez cuando había sonado y sonado, mientras ella se escondía de los truenos debajo de la ropa de cama. Atravesó la sala en dirección a la cocina, y subiendo la pequeña plataforma revestida de linóleo se acercó al fregadero. Se lavó las manos debajo del chorro de agua fría, mojándose también un poco la frente. Luego se secó con un estropajo; no había toalla de mano. Estaba temblando.

Bajó nuevamente al área enmoquetada y se detuvo, con el corazón latiéndole aprisa, delante de las estanterías situadas detrás de la televisión. Allí vio un libro que no había leído pero cuya adaptación había visto televisada. El Restaurante del Confín del Universo era la segunda parte de una historia iniciada en La Guía del Turista por el Universo: Slater le dijo que la BBC había hecho la serie resumiendo los dos libros. Graham cogió el delgado volumen y lo hojeó buscando un trozo en particular. Lo encontró a la mitad del libro. En la escena aparecía un personaje llamado Hotblack Desiato que permanecía inanimado durante un año por cuestiones de impuestos. Desiato era el nombre de una agencia inmobiliaria en Islington, Graham había visto sus letreros; el escritor Douglas Adams debía haber vivido en la zona.

Graham volvió a dejar el libro en su sitio. Si bien era divertido, se trataba de una lectura ligera; deseaba que Sara le encontrase leyendo algo más serio.

Había una gran cantidad de libros tanto sobre temas interesantes como sobre temas superficiales; libros repletos de citas, de críticas, recopilaciones de hipérboles y eufemismos, listas de listas, libros repletos, sencillamente, de hechos; libros sobre lo que había sucedido durante cada día del año, libros sobre las últimas palabras, o sobre errores famosos, en su mayoría cosas inservibles. Graham sabía lo que pensaba Slater acerca de esas obras. Ciertamente tenía una opinión muy pobre; eran señales inequívocas de que el Final estaba Próximo.

—¿Te das cuenta? —le había dicho Slater cierto día del mes de marzo, sentados en el pequeño y vaporoso café de la calle León Rojo—. Es una sociedad que está poniendo sus asuntos en orden, preparándose para el final, trazando una línea al pie de lo que ha creado. Toda esa propaganda sobre la bomba… nos estamos convirtiendo en una sociedad necrófila, enamorada del pasado, que tan sólo ve aniquilación en el futuro: una aniquilación por la cual sentimos fascinación pero ante la que somos incapaces de hacer algo. ¡Vote a Thatcher! ¡Vote a Reagan! ¡Destruyámonos de una vez por todas! ¡Hurra!

Graham sacó de la estantería un libro sobre economía marxista, y abriéndolo más allá de la mitad comenzó a leer. Leía las palabras, pero su significado era árido, difícil, complejo, y le costaba arraigar los conceptos en su mente, los cuales resbalaban al igual que el agua sobre una espalda untada de bronceador.

—Graham —dijo Sara desde la entrada. Girándose, con el corazón latiéndole fuertemente, la vio entrar en la sala con una toalla blanca enrollada sobre su cabeza a modo de turbante y el cuerpo cubierto por un tenue albornoz azul. Sin su habitual aura de cabello negro, el rostro se le veía pálido y excesivamente enjuto—. No tardaré mucho. Por qué no tomas asiento. —Sara atravesó la sala hacia la habitación del otro extremo, la cual Graham supuso debería ser el dormitorio. Volvió a dejar el libro de economía en el estante.

Fue a sentarse, y desde su asiento examinó la sala. Al cabo de un rato se incorporó para inspeccionar la colección de discos. Todos parecían pasados de moda; muchos discos antiguos de los Rolling Stones y también de Led Zeppellin y Deep Purple: algunos del periodo intermedio de Pink Floyd y de los comienzos de Bob Seeger. Lo último que había pertenecía a Meatloaf. Curioso. La colección debía ser de la chica a quien en realidad pertenecía el apartamento y que ahora se hallaba en los Estados Unidos.

Nuevamente se dedicó a inspeccionar las estanterías.

En aquel mismo momento, en la calle San Juan, cerca de los edificios de la Ciudad Universitaria y aproximadamente a quinientos metros del cruce entre la Vía Pentonville y la calle Mayor, una figura vestida de cuero negro que llevaba puesto un casco protector, también negro, con un visor completamente obscuro, se hallaba acuclillado al lado de una moto BMW RS 100 aparcada contra el borde de la acera. El hombre de cuero negro se sentó, mirando hacia el norte, dirección en la cual iba conduciendo cuando hacía un cuarto de hora a la moto repentinamente comenzó a fallarle el encendido mientras se dirigía, según lo convenido, a la calle de la Media Luna. Maldiciendo, volvió a inclinarse hacia adelante, haciendo girar un pequeño destornillador sobre la montadura del carburador. El número de matrícula de la moto era STK 228T.

Graham cogió esta vez un libro de ética. Parecía ser la clase de libro con el que quedaba bien ser encontrado leyendo. Slater, naturalmente, como en todas las demás cosas, tenía su propio punto de vista con respecto a la ética. Su filosofía de la vida, decía, se basaba en el hedonismo ético. Éste era el sistema moral que virtualmente aplicaba en su vida a toda persona que se respetaba, sin anteojeras y medianamente informada capaz de poner en funcionamiento sus neuronas, lo que sucedía es que no eran conscientes de ello. La ética hedonista admitía que llegado el caso uno disfrutase de las cosas, pero antes que sumergirse de lleno en los placeres de la vida uno debía comportarse de una manera racional y razonablemente responsable, sin perder jamás de vista las cuestiones morales más usuales y sus manifestaciones en la sociedad.

—Diviértete, sé amable, descarrílate, y no dejes nunca de pensar, todo se reduce a esto —había dicho Slater. Graham, asintiendo, notó que aquello no parecía tan difícil como aparentaba.

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