Iain Banks - Pasos sobre cristal

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Pasos sobre cristal: краткое содержание, описание и аннотация

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La historia de
, son tres historias en realidad. En la primera tenemos a Graham, un joven artista que se dirige a casa de su amiga Sarah, acompañado de una carpeta con varios dibujos de ella. En segundo lugar está Steven Grout, un tipo verdaderamente extraño, que acaba de renunciar a su puesto de trabajo y que siempre va con casco, huyendo de sus Atormentadores. Y por último tenemos a Quiss y Ajayi, un hombre y una mujer, respectivamente, ya mayores, que están encerrados en un extraño castillo, algunas de cuyas paredes son de cristal, detrás de las cuáles hay peces luminiscentes, y donde pasan los días jugando a estrambóticos juegos de mesa con el fin de poder obtener la opción de responder a un acertijo, y así poder salir libres.

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Pronto se aburrió del libro de ética, que en parte era aún mucho más intrincado y confuso que el libro de economía, y lo puso de nuevo en su estante. Sentándose en el sofá consultó su reloj; eran las cuatro y veinticinco. Recogió su portafolio, colocándolo encima de su regazo. Pensó en sacar sus dibujos para que cuando viniese Sara le encontrara mirándolos; incluso en hacer algunos retoques finales; en el fondo de su portafolio también traía una pluma y un lápiz. Pero cambió enseguida de idea. No poseía la habilidad natural de Slater para actuar, esa facilidad de adaptarse a un personaje.

—Tendrías que haber sido actor —le había dicho a Slater a finales del año pasado, sentados frente a un par de tazas de té y unas pastas dulces y pringosas en la granja Leslie.

—Lo intenté —fue la quisquillosa respuesta de Slater—. Pero me echaron de la escuela de arte dramático.

—¿Por qué razón?

—¡Sobreactuaba! —dramatizó Slater.

Graham volvió a dejar el portafolio en el suelo. Se levantó, echó otra ojeada a su reloj y luego fue hasta la ventana de la cocina. A través de las tenues cortinas blancas pudo percibir el suave roce de una ligera brisa. Afuera, la calle Maygood estaba en calma. Tan sólo había unos cuantos coches aparcados, puertas cerradas y la habitual luz graneada del verano.

Una mosca entró por la ventana y Graham la observó durante unos instantes mientras volaba alrededor de la cocina, por encima de los fogones, haciendo círculos frente a la puerta de la nevera, sobrevolando la superficie negra de la mesa junto a la ventana, atravesando en todas direcciones el área del aparador. Finalmente se posó sobre una de las sillas de plástico dispuestas alrededor de la mesa.

Graham observó cómo la mosca se limpiaba, estirando sus dos patas delanteras por encima de su cabeza. Cogiendo una revista de la mesa, la enrolló hasta que estuvo tensa, luego se acercó sigilosamente hacia la silla en donde se hallaba la mosca. El insecto dejó de limpiarse; sus dos patas volvieron a posarse sobre la superficie del respaldo de la silla. Graham se detuvo. La mosca permanecía inmóvil. Graham se acercó a una distancia de tiro.

Alzando la revista enrollada, tensionó sus músculos. La mosca no se movió.

—Graham —dijo Sara desde la entrada—, ¿qué estás haciendo?

—Oh —dijo, depositando la revista encima de la mesa—. Hola. —Se quedó parado en su sitio sin saber qué hacer. La mosca se alejó volando.

Sara llevaba puesto un amplio mono color verde oliva y por debajo una camiseta negra. Calzaba un par de zapatillas rosadas. Aún tenía el cabello recogido, sujeto por detrás de la cabeza con un cinta también rosada. Jamás la había visto peinada de esa manera; parecía mucho más pequeña y delgada que siempre. Su piel blanca resplandecía a la luz que entraba por la ventana. Los ojos obscuros, con aquellos gruesos párpados parecidos a capuchas, le miraban con atención desde el otro extremo de la sala. Sara estaba poniéndose el reloj; una tira negra alrededor de su delgada muñeca.

—¿Has llegado temprano, o es que mi reloj atrasa?— dijo Sara, fijándose en el suyo.

—No creo que haya venido temprano —dijo Graham, mirando su reloj. Sara se alzó de hombros y se acercó. Graham observó su rostro; sabía que jamás lograría dibujarlo correctamente, que jamás le haría justicia. Era perfecto, preciso, sin defectos, como si estuviese tallado en el más delicado de los mármoles con una extrema elegancia y simplicidad en sus rasgos, aun cuando contenía una promesa de tal suavidad, una transparencia palpable… De nuevo no puedo quitarle los ojos de encima, se dijo Graham a sí mismo. Sara fue hasta el área elevada de la cocina, aún manoseando la correa de su reloj, y miró por la ventana durante unos segundos. Luego se giró hacia él.

Sara le miró a los ojos y Graham se sintió de algún modo evaluado; inspirando profundamente, ella señaló con la cabeza la mesa que les separaba.

—¿Nos sentamos? —dijo. Aquello le sonó a Graham bastante formal. Sara corrió una de las pequeñas sillas de plástico, de espaldas a la ventana, y se sentó. Observó a Graham mientras éste también se sentaba. Tenía las manos sobre la mesa; Graham puso las suyas igual que las de ella, abiertas como abanicos, con los pulgares casi tocándose.

—¿A qué hora vendrán los demás para la sesión espiritista? —le preguntó, arrepintiéndose enseguida de ello. Sara le sonrió de una manera extraña y distante. Graham se preguntó si había tomado algo; en cierto modo tenía el aspecto plácido que a menudo solían tener las personas después de haber fumado porros.

—No he tenido tiempo para preparar la ensalada —dijo Sara—. ¿Te importa si antes charlamos un poco?

—No; adelante —dijo él. Algo pasaba; Graham se sintió mal. Sara no se comportaba igual que siempre. No dejaba de contemplarle con aquella rara, inexpresiva y escrutadora mirada la cual le hacía sentirse incómodo, provocando en él un deseo de encogerse, de protección, de dejar de estar expuesto.

—Me he estado preguntando, Graham —dijo ella pausadamente sin mirarle, dirigiendo la vista hacia sus manos que yacían encima de la superficie negra de la mesa—, cómo ves tú… a esta especie de relación que existe entre nosotros. —Sara le miró fugazmente. Graham tragó saliva. ¿A qué se refería ella? ¿Sobre qué estaba hablando? ¿Para qué?

—Pues, yo… —Graham trató de pensar intensamente acerca de esto, pero no tenía tiempo para reflexionar, para prepararse el tema. Con alguna advertencia previa podría haber hablado sobre ello fácilmente y con perfecta naturalidad, pero una pregunta tan abierta… se lo ponía muy difícil—. He disfrutado de ella, hasta cierto punto —dijo. Observó el rostro de Sara, preparado para modificar la forma en que se estaba expresando, incluso cambiar lo que estaba diciendo, conforme a la recepción que tuvieran sus palabras en la blanca superficie del rostro de ella. Sin embargo, Sara no le dio ninguna pista. Continuaba observando sus pálidas y delgadas manos, sus ojos casi ocultos a la vista de Graham bajo los párpados. Por encima del cuello cuadrado de su camiseta sobresalía sobre su piel blanca un pequeño trozo de la pálida cicatriz.

—Quiero decir, ha sido fantástico —dijo torpemente, después de hacer una pausa—. Comprendía que tú tenías un… pues, que estabas enrollada con alguien, pero yo… —Graham se calló la boca. No se le ocurría qué decir. ¿Por qué razón ella le forzaba a esto? ¿Para qué tenían que hablar sobre esta clase de cosas? ¿Adónde quería llegar? Se sintió embaucado, ultrajado; las personas sensibles ya no hablaban acerca de estas cosas, ¿no era así? Durante los últimos años se había dicho, escrito y filmado mucha basura acerca de esto; todo aquel disparate acerca del romanticismo, luego el irrealista idealismo ingenuo de los años sesenta y el amplio evangelio de la nueva moralidad en los setenta… todo eso ya había pasado; ahora las personas estaban menos predispuestas a hablar e iban directo al grano. Cierta vez le comentó esto a Slater y habían coincidido en sus opiniones. Graham creía que no se trataba de un punto muerto sino más bien de un relajamiento para poder respirar. Slater pensaba que era otro síntoma del Fin, pero para él poca cosa había que no lo significara.

—¿Crees que me amas, Graham? —le preguntó Sara sin dirigirle la mirada. Graham frunció el ceño. Por lo menos esta pregunta era más clara.

—Sí, lo creo —dijo él lentamente. Pero le pareció desacertado. Éste no era el modo en que él había imaginado decírselo. El atardecer, la claridad de la habitación, la distancia interpuesta entre ellos por la mesa pintada de negro; nada de eso armonizaba con lo que él tenía que decir, con aquello que él deseaba decirle que sentía.

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