—Oh mierda —dijo, inspirando.
—Pobre Graham —dijo Sara ffitch, sonriendo entrecortadamente y torciendo la cabeza hacia un lado como si tratara de llamar su atención.
—¿Y por qué yo? —dijo Graham (y a pesar de todo deseó reírse, de la absoluta ridiculez de sus palabras, de la falsedad de aquella situación, de la manera en que, porque se trataba de un juego y de la clase de escena que sin duda ambos habían visto retratados miles de veces en la cultura popular que les rodeaba, él era incapaz de decir ciertas cosas, de dar tan sólo ciertas respuestas viables).
—¿Por qué no? —dijo Sara—. Había oído hablar de ti a… Slater. Creí que serías la persona idónea a quien yo podría cautivar, ¿sabes?
Graham asintió con un movimiento de cabeza.
—Lo sé —dijo. Un pequeño fragmento de pintura blanca se había despegado de la mesa negra, alojándose debajo de su uña.
—En realidad no pensaba que irías a enamorarte de mí, pero supongo que en cierto modo eso facilitó un poco las cosas. Sin embargo, lo siento por ti. Me refiero a que no creo que podamos seguir viéndonos después de esto, ¿comprendes?
—Claro. Claro. Creo que tienes razón. Naturalmente.
Graham volvió a sacudir la cabeza, pero sin mirarla.
—No parece… preocuparte demasiado.
—No —dijo él alzándose de hombros, luego movió su cabeza. El fragmento restante de pintura blanca pegado a la mesa no saldría. Retirando su mano, Graham miró a Sara, luego se cruzó de brazos y juntó sus pies a la altura de los tobillos, como si de repente tuviera frío—. Por lo tanto, ¿has estado fingiendo durante todo este tiempo? —le preguntó.
—En realidad no, Graham —dijo ella. Graham estaba mirando la superficie de la mesa, pero creyó ver que Sara sacudía su cabeza—. No tuve necesidad de fingir demasiado. Te dije algunas mentiras, pero jamás prometí gran cosa. No tenía que esforzarme mucho. Tú me gustas. Ciertamente no estoy enamorada de ti, pero eres bastante atractivo, bastante… encantador.
Graham lanzó una breve y apagada carcajada ante aquella última palabra, sin duda un tímido elogio. Y aquel «ciertamente»; ¿acaso tenía necesidad de decirlo, como si a través de cada palabra y de cada matiz buscase herirle? ¿Qué clase de reacción esperaba ella de él?
—Y yo que te amaba, pensé que eras tan… —no pudo terminar la frase. Sabía que si continuaba se pondría a llorar. Sacudió su cabeza, desviando la mirada para que ella no pudiera ver sus ojos humedecidos.
—Sí, lo sé —dijo Sara, suspirando artificialmente—, fue algo sucio, lo sé. Terriblemente injusto. Pero por otro lado, cada uno consigue lo que se merece, ¿no?
—Eres una zorra —le dijo él, mirándola a los ojos a través de un velo de lágrimas—, una jodida ramera.
Algo se modificó en el rostro de ella, como si finalmente el juego se hubiese puesto más interesante; tal vez sus cejas se habían arqueado insignificantemente o había reaparecido la leve sonrisa, ese torcido gesto en las comisuras de su boca, pero cualquier cosa que hubiera sido, a Graham le impactó con la fuerza de un golpe físico. No se enorgullecía de sus palabras, sabía cómo habían sonado, cuál era su significado y trasfondo, pero no lo había podido evitar; eran la única arma que tenía contra ella.
—Vaya —dijo ella lentamente—, creo que eso es más de…
Graham se puso de pie, respirando espasmódicamente, con los ojos ya secos pero irritados, fijos en los de ella. Sara permaneció en su sitio mirándole irónicamente, sus facciones, hasta ahora serenas, recorridas por alguna que otra expresión de interés, incluso de temor.
—¿Qué diablos te he hecho yo? —le dijo mirándola—. ¿Con qué derecho me haces esto a mí? —El corazón le latía con fuerza; Graham sintió deseos de vomitar, temblaba de rabia, pero todavía, todavía, aquello no le afectaba, mientras una pequeña parte de él veía su inusual acceso de furia, escuchaba sus palabras, divertidamente, con una especie de valoración crítica, algo no muy distinto de lo que podía observar en los ojos de ella y leer en su rostro.
Sara, sin dejar de mirarle, se alzó de hombros y tragó saliva.
—Tú no me has hecho nada —dijo lentamente—, ni a mí ni a Stock. Por supuesto, no teníamos ningún derecho. ¿Pero cambia eso en algo las cosas? ¿Realmente te hace sentir peor?
Ella le miró como si realmente le estuviera haciendo una pregunta muy importante, algo a lo que no pudiese responder por sí sola y precisara dirigirse a él o a alguien como él para preguntárselo.
—¿De qué te servirá saberlo? —dijo él, moviendo la cabeza, inclinándose hacia ella por encima de la mesa. Ahora se sentía más despejado para poder mirarla. Ella no apartó sus ojos, y los abrió como si le recorriera un ligero temor. Graham reparó nuevamente en las pulsaciones a un costado de su cuello, percibió el rítmico movimiento de su camiseta por debajo del mono verde oliva. Era capaz hasta de oler el aceite que ella se había puesto en el cuerpo después del baño, aquel fresco olor a limpio. Sara volvió a alzarse bruscamente de hombros.
—Simple curiosidad —dijo ella—. No tienes que explicármelo. Me imagino qué es lo que se siente.
—¿Qué diablos te propones? —Graham no podía evitar que sus palabras salieran con un resuello, aquella rabia, el dolor por estar allí—. ¿Qué estás tratando de…? ¿Por qué tienes que hacerlo de esta manera?
—Oh, Graham —suspiró ella, la respiración irregular, sacudiendo su cabeza—. No era mi intención lastimarte, pero cuando pensé en lo que tenía que decirte, en cómo habría de hacerlo… me di cuenta de que sólo había una manera. ¿Es que no lo ves? —Sara le miró intensamente, casi con desesperación—. Simplemente eras demasiado perfecto. Una vez iniciado aquello yo tan sólo tuve que adaptarme a las circunstancias. En realidad no sé cómo explicártelo. Tú… tú te lo buscaste. —Ella levantó una mano, como para atajar algo que él le hubiera tirado, mientras continuaba diciendo—: Sí, sí, lo sé, suena terrible, es lo que… es lo que dicen los violadores, ¿no es verdad? Pero así es como fue contigo, Graham. Tu propia actitud me dio el derecho a actuar contigo de la forma en que lo hice; simplemente por tu manera de ser. De lo único que eres culpable es de haber sido inocente.
Graham se la quedó mirando boquiabierto. Se acercó a ella por el costado de la mesa. Sara permaneció sentada en su sitio; el pulso de la vena de su cuello se aceleró, mientras se apretaba las manos encima de la mesa negra. Tenía la vista fija en el lugar en donde él había estado sentado. Graham pasó por detrás de la silla de ella hacia la ventana y miró la calle.
—Por lo tanto debo marcharme —dijo él tranquilamente.
—Sí, quiero que te marches. —El tono de su voz era tenue y penetrante.
—¿Quieres que me vaya ya mismo? —preguntó todavía en voz baja.
Podría, pensó él, arrojarme por la ventana, pero de aquí a la calle no hay mucha distancia y, además, ¿por qué habría de permitirle a ella otra pequeña muestra de pesadumbre y mal humor? O podría sacar estas cortinas y lanzarme sobre ella, tapándole la boca con mi mano, arrojarla encima de la mesa, rasgar sus ropas, ensartarla ahí… y jugar un papel distinto, así de simple. Podría alegar haber sufrido una locura temporal a causa de los nervios; según el juez que le tocara, tenía bastantes posibilidades de salir absuelto. Podría decir que no hubo empleo de violencia (tan sólo ese instrumento romo de entre las piernas, tan sólo aquel instrumento aún más desafilado de entre las orejas, tan sólo una violencia secular, una antigua práctica cruel, lo último en placeres obscenos, el goce deformado en dolor y aversión. Sí, sí, eso era; qué tortura tan perfecta; un arquetipo para todas las máquinas hábilmente concebidas para que nosotros los chicos podamos jugar. Astillar y destruir por dentro, sin dejar rastros o magulladuras externas).
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