Iain Banks - Pasos sobre cristal

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Pasos sobre cristal: краткое содержание, описание и аннотация

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La historia de
, son tres historias en realidad. En la primera tenemos a Graham, un joven artista que se dirige a casa de su amiga Sarah, acompañado de una carpeta con varios dibujos de ella. En segundo lugar está Steven Grout, un tipo verdaderamente extraño, que acaba de renunciar a su puesto de trabajo y que siempre va con casco, huyendo de sus Atormentadores. Y por último tenemos a Quiss y Ajayi, un hombre y una mujer, respectivamente, ya mayores, que están encerrados en un extraño castillo, algunas de cuyas paredes son de cristal, detrás de las cuáles hay peces luminiscentes, y donde pasan los días jugando a estrambóticos juegos de mesa con el fin de poder obtener la opción de responder a un acertijo, y así poder salir libres.

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Quedarse en aquel lugar sería fracasar, rendirse, agravar y afirmar el error que había cometido y por el cual se hallaba allí. Era un deber. No para con su bando o para con sus camaradas; ellos no tenían nada que ver con esto. Era un deber para consigo mismo.

¡Qué extraño resultaba que tan sólo ahora, en este extraño sitio, pudiese comprender plenamente una frase, una idea que había oído y desechado a lo largo de toda su educación y entrenamiento!

—¡Ah! —dijo Ajayi, interrumpiendo los pensamientos de Quiss. Alzando la vista vio cómo la mujer se inclinaba sobre el tablero con la mano ahuecada y soplaba sobre el tablero para despejarlo de los copos de nieve allí acumulados—. Ya está —dijo, ubicando las teselas en un extremo de la cuadrícula y a continuación sonriéndole orgullosa a su compañero. Quiss observó las dos teselas recién colocadas.

—Por lo tanto, se acabó —dijo, asintiendo con su cabeza.

—¿No te parece que es bueno? —dijo Ajayi, señalando el juego.

Quiss se encogió de hombros evasivamente. Ajayi sospechó que no había comprendido con exactitud el significado de lo que estaba formado encima del tablero.

—Ya está —dijo Quiss, sin mostrarse particularmente impresionado—. Terminamos la partida. Eso es lo más importante.

—Vaya, Jesús ha sido bondadoso —dijo el cuervo rojo—. Ya me estaba durmiendo. —Con un revoloteo bajó del pilar derruido y se mantuvo flotando en el aire encima del tablero, inspeccionándolo.

—No sabía que podías hacer eso —le dijo Ajayi al ave; el batir de sus alas impedía a la nieve caer sobre ellos y el tablero, creando ráfagas artificiales.

—Se supone que no es algo que pueda hacer —dijo el cuervo abstraído, la mirada fija en el tablero—. Pero también se supone que los cuervos no pueden hablar, ¿no es así? Sí, pareciera estar correcto. Eso supongo.

Quiss observó al cuervo aleteando enérgicamente por encima de sus cabezas. Ante su desdeñosa aprobación de la partida le había respondido con una mueca. El ave emitió un sonido parecido a un estornudo, luego dijo:

—¿Entonces, cuál es vuestra contribución a la sabiduría del universo esta vez?

—¿Por qué habríamos de decírtela? —dijo Quiss.

—¿Por qué no? —dijo indignado el cuervo rojo.

—Pues… —dijo Quiss, pensando—… porque no nos caes bien.

—Por vida del chápiro, si sólo hago mi trabajo —dijo el cuervo rojo con una voz auténticamente dolida. Ajayi tosió para disimular su risa.

—Oh, díselo —dijo ella, agitando una mano.

Quiss dirigió una mirada agria a la mujer y luego al ave, se aclaró la garganta y dijo:

—Nuestra respuesta es, «No se puede…» no, quiero decir «No hay tal cosa como esas dos».

—Oh —dijo el cuervo rojo, aún revoloteando en el aire, sin impresionarse—, guauu.

—¿Tienes alguna respuesta mejor? —dijo Quiss agresivamente.

—Muchísimas, pero no os diré ninguna, bastardos.

—Bueno —dijo Ajayi, levantándose con esfuerzo y limpiándose la nieve de su abrigo—, creo que es mejor que vayamos a llamar a un ayudante.

—No te molestes —dijo el cuervo rojo—. Iré yo; será todo un placer. —Emitiendo una risa entrecortada se alejó volando—. No hay tal cosa como esas dos, ja ja ja ja… —pudieron oír que decía a lo lejos.

Ajayi levantó la pequeña mesa junto con el tablero lentamente y ella y Quiss se encaminaron, por entre los trozos de mampostería caídos, hacia las plantas enteras, no demasiado distantes. Quiss observó cómo el cuervo rojo se alejaba volando pausadamente a través de la nieve hasta que desapareció de su vista.

—¿Crees que ha ido a decírselo a alguien?

—Quizá —dijo Ajayi, sosteniendo cuidadosamente la mesita y prestando atención en donde pisaba.

—¿Crees que podemos confiar en él? —dijo Quiss.

—Probablemente no.

—Hmm —dijo Quiss, rascándose su liso mentón.

—No te preocupes —dijo Ajayi, pisando un trozo de pizarra cuarteado mientras se dirigían a refugiarse debajo de una arcada partida—, siempre se la podemos dar a alguien otro.

—Hmm, supongo que sí —dijo Quiss entrando en la arcada, caminando encima de algunas de las columnas derrumbadas y fragmentos de techo. Al llegar debajo de la parte del techo que aún se sostenía, Quiss resbaló sobre un trozo de hielo y con una exclamación trató de aferrarse con una mano a una columna y con la otra a Ajayi. En el intento golpeó el tablero.

Las teselas se esparcieron por el suelo. Quiss se desplomó pesadamente.

—Oh, Quiss —dijo Ajayi. Dejando rápidamente el tablero a un costado se acercó al hombre que yacía tendido en el suelo, despatarrado, sobre unos trozos de hielo, con la mirada fija en el techo abovedado de la arcada—. ¡Quiss! —dijo Ajayi, arrodillándose dolorosamente al lado del hombre—. ¡Quiss!

Quiss emitió un sonido estrangulado; su pecho subía y bajaba con rapidez. Su rostro se había tornado gris. Ajayi se llevó ambas manos a la cabeza, sacudiéndola, mientras los ojos se le llenaban de lágrimas. Quiss gorgoteó con los ojos fuera de sus órbitas. Ajayi le cogió una mano y la sostuvo entre las suyas mientras se inclinaba sobre él.

—Oh Quiss…

El hombre aspiró dificultosamente una gran bocanada de aire frío y levantando los brazos se golpeó el pecho, luego trató de girarse sobre su costado. Al ver su reacción Ajayi trató de ayudarle. Apuntalándose sobre su codo y con la asistencia de Ajayi logró finalmente sentarse. Quiss comenzó a golpearse débilmente la espalda. Ajayi lo hizo por él, con mayor fuerza. El hombre asintió con la cabeza, su respiración volvía a ser más regular.

—Simplemente… me quedé sin aliento… —dijo, sacudiendo la cabeza. Se limpió los ojos—. Ya está… —dijo, inspirando con energía. Miró el tablero; las teselas se habían desparramado—. Oh, mierda —dijo, cogiéndose la cabeza entre sus manos.

Ajayi masajeó su ancha espalda a través de las gruesas vestimentas, diciendo:

—No te preocupes por eso, Quiss. Lo que importa es que tú te encuentres bien.

—Pero el… tablero, está hecho… un estropicio… —dijo jadeando.

—Yo recuerdo cómo estaba, Quiss —dijo Ajayi, inclinándose hacia adelante y hablándole al oído de un modo seguro y alentador—. Dios sabe durante cuánto tiempo lo he estado estudiando. ¡Está fijado en mi memoria! ¿Te encuentras bien? ¿Estás seguro?

—Me encuentro bien; deja de… fastidiar —dijo Quiss con irritación, tratando de sacarse de encima a Ajayi. La mujer se apartó de él, con las manos sobre su regazo, la vista baja.

—Lo siento —dijo ella, incorporándose de su posición arrodillada—. No era mi intención molestar. —En cuclillas, comenzó a recoger con dificultad las piezas del Scrabble esparcidas a un costado, sobre la nieve, y debajo del área del techo de la arcada, cuya superficie de pizarra se hallaba cubierta de hielo.

—Maldito hielo —dijo Quiss roncamente. Luego tosió y se frotó la nariz. Observó a la mujer, quien se encontraba juntando cuidadosamente las teselas y colocándolas sobre el tablero—. ¿Tienes un pañuelo? —le dijo.

—¿Qué? Sí —dijo Ajayi, buscando entre los pliegues de su abrigo y extrayendo un pequeño trozo de tela. Se lo alcanzó a Quiss, que se sonó con él la nariz ruidosamente, devolviéndole a continuación el pañuelo. Ella lo dobló y volvió a guardarlo, suspirando. Quería decirle que se pusiera de pie; podría resfriarse estando sentado de aquella manera encima de la fría pizarra. Pero no deseaba molestar.

Quiss se levantó con cierta laboriosidad, gruñendo y despotricando. Ajayi le observaba con el rabillo del ojo mientras recogía las piezas desparramadas, dispuesta a ayudarle si él se lo pedía o a sujetarle prontamente si se caía. Quiss se recostó contra una columna, frotándose la espalda y las nalgas.

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