Lan Chang - Herencia

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Herencia narra el rastro de una traición a lo largo de generaciones. Sólo una mirada mestiza como la de la escritora norteamericana de origen chino Lang Samantha Chang podía percibir así los matices universales de la pasión, sólo una pluma prodigiosa puede trasladarnos la huidiza naturaleza de la confianza.

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– ¿Yo sola?

– Te prometo que iré en cuanto pueda.

Yinan no respondió.

– Irás en avión -dijo Junan-, para que llegues a Chongking de la forma más cómoda posible.

– ¿En avión?

Junan se sentó y se puso el dedal. No alzó los ojos cuando Yinan salió del cuarto. Se acordó de la noche de verano del año anterior en que habían comentado la idea de Yinan de que algunos países eran hombres y otros mujeres. Había visto a Li Ang tomárselo a guasa, reírse quedamente mientras soltaba una bocanada de humo. Pero Yinan estaba madurando. Sabría cómo tenerlo preocupado, u ocupado, de sobra. Por un momento quiso llamarla para que volviese, pero se encontró con que se había quedado sin habla. La tranquilizó un pensamiento: ahora, al menos, sabré lo que pasa. Tendré todo bajo control.

Se negó a llorar. Se preparó para el impacto y notó que se le estremecía todo el cuerpo sólo con respirar. Lo tendría todo bajo control. Se le agitaban los hombros. Se agarró las rodillas con fuerza para frenar la tiritona de las manos, pero entonces le empezaron a temblar los brazos, con más fuerza, trepidando desde los codos: primero los brazos y después las rodillas, hasta que se le entumecieron las puntas de los dedos. Se quedó sentada en su cuarto, sola, hasta bien entrada la noche, dejando que la oscuridad la envolviese como una promesa.

Chongking 1938-40

El Capitán Pu ya se lo había advertido a Li Ang: Chongking era un pozo negro de contrabando y corrupción. Todo el mundo le pediría un soborno. Li Ang lo veía de otra forma. El soborno, para él, era como el poquito de sopa que se derrama del cuenco. Puede que se pierda algo de sopa, sí, pero la mayor parte se mantiene en su sitio. Su nuevo cometido era ayudar al general Sun a aprovisionar a sus ocho divisiones. Si unas cuantas cosas se perdían por el camino, Sun no se daría cuenta. Era como un juego, igual que cuando uno oculta sus verdaderas intenciones en una partida de póquer o de mahjong. Quizá Sun le había encomendado ese trabajo precisamente por el don que tenía para el juego.

En concreto, el capitán Pu lo había prevenido contra el general Hsiao Jun que, incluso en fechas tan tempranas, ya controlaba la capital de la China en guerra mediante el contrabando y el chantaje. Li Ang no se preocupó. Hsiao dirigía el cuartel general del suministro militar así que Li Ang estaba obligado, por su trabajo, a congraciarse con él. No le cabía la menor duda de que se llevarían bien; nunca había conocido a un hombre ni a una mujer que se resistiesen a sus encantos. Se dedicó a granjearse la amistad de Hsiao. Cuando jugaban a las cartas, se cuidaba de perder la mitad de las bazas por un estrecho margen; cuando tramitaba una remesa de provisiones, le llevaba alguna cosilla a Hsiao. Le guardaba analgésicos para su dolor de espalda y medias de nailon para su esposa. Cuando el general Hsiao en persona le preguntó si podría tomar parte, junto a otros cuantos oficiales, en una pequeña incursión nocturna en la residencia de unos estudiantes radicales, Li Ang le dijo que sí.

La incursión tuvo lugar un sábado de madrugada. Alguien había oído por casualidad a unos miembros del proscrito sindicato estudiantil en un salón de té y los había seguido hasta su residencia, donde las ventanas con la luz encendida los habían delatado. Los oficiales vigilarían la residencia y la allanarían, encontrarían a los estudiantes radicales en sus cuartos y se los llevarían a la prisión militar. El plan era sencillo y la operación concluiría antes de las clases de la mañana. Los radicales desaparecerían sin dejar rastro.

Li Ang recibió la orden de esperar en la puerta trasera. Por el olor a agua de fregar platos supo que la puerta daba a la despensa y a la cocina. Los estudiantes rara vez usaban esa salida y sospechó que tal vez intentarían escapar por la cocina. Li Ang se quedó haciendo guardia en su puesto. Pronto despuntaría el alba. El edificio no dejaba ver el cielo del este, pero todo había mudado de negro a gris, el mundo se aclaraba en tonos uniformes, de manera que las hojas y la corteza del cercano alcanfor, el gris pizarra del alero y sus propios botones de latón presentaban diversos matices cenicientos. En el porche había unos cuantos tiestos con plantas yertas y descuidadas; en las escaleras, una docena de tejas de arcilla rajadas pero apiladas con sumo cuidado. Li Ang oyó el tañido lúgubre de la campana de la misión y, procedente de la calle, el crujido de un carro y la voz apagada de un hombre que hablaba con su búfalo. Se habían disipado los rumores de un ataque inminente y los granjeros regresaban a la ciudad a pesar del calor. Li Ang llevaba tanto tiempo parado que se le empezaba a cuajar la sangre en los pies, pero aun así no flaqueó. Lo de pasarse horas en pie era un juego para él. Otros soldados, en cuanto los dejaban solos, se ponían a desentumecer los músculos; había incluso quien se tambaleaba y caía al suelo. A Li Ang, en cambio, se le aclaraba la mente, de manera que llegaba a ver el canto afilado de una teja rota o las esquinas de un callejón con inusitada nitidez y riqueza de detalles. En esas ocasiones, sentía dentro de sí una aguda inteligencia física que se le desplegaba por pies, manos y hombros. Ahora, mientras esperaba, se sintió como un halcón cernido en lo alto del luminoso firmamento; veía todas las formas recortadas en el suelo y era capaz de distinguir la más mínima sombra, el más mínimo movimiento de un ratón.

Oyó un crujido sordo y, a continuación, unos cuantos golpetazos rápidos -la puerta abriéndose de golpe- y los pisotones apresurados de unos hombres con botas irrumpiendo en el edificio. Oyó cómo se separaban. Bien: no se habían topado con nada inesperado; se atenían al plan. Unos cuantos se repartirían por las habitaciones del primer piso, incautándose de todo libro o material sospechoso que encontrasen a su paso. Otros subirían las escaleras y encontrarían a los radicales en sus dormitorios del segundo piso. Oyó varios gritos, alguna que otra pregunta en tono de sorpresa y el ruido de una silla derribada. Se mantuvo a la escucha durante un minuto largo hasta que oyó lo que había estado esperando.

Unos pasos más acelerados, solitarios, cercanos. Un único individuo por las escaleras. El sonido del picaporte girando. Rápidamente, sin pensárselo, se fue hacia la puerta y la abrió antes de que el joven que apareció delante de él hubiese soltado el picaporte. Li Ang lo atrapó cuando ya se había lanzado escaleras abajo.

– Queda usted arrestado -le espetó. Lo empujó contra la pared; le retorció los brazos tras la espalda y lo retuvo allí, sin dejar de escuchar. No oyó que se acercasen más fugitivos.

Se quedaron quietos unos segundos. Li Ang sólo le veía la nuca, el lóbulo de la oreja. No podía verle la cara, aplastada de lado contra el muro, pero tuvo la impresión de que el hombre adoptaba un aire contemplativo, como si estuviese escuchando. Se le habían soltado las gafas. Li Ang se preguntó adónde habrían huido los demás estudiantes. Dentro, las pisadas resonaban aquí y allá. Oyó el ligero estrépito de un catre caído y el súbito estruendo de un escritorio derribado. Se volvió hacia su prisionero, que seguía con la mejilla aplastada contra la pared y las gafas colgando de una oreja. Por un momento, los gruesos cristales redondos emitieron un destello blanquecino y reflejaron el cielo de la mañana y las ramas del alcanfor.

Mientras sujetaba al joven contra el muro, se convenció de que ya había vivido todo eso antes. El olor del pelo sin lavar, la forma de la cabeza, la forma de la oreja. Le parecía que aquellos instantes transcurrían lentísimos, ¿o acaso ese pausado asombro no era sino la forma que el incidente adoptaría después en su recuerdo? Lo único que sabía es que reinaba un absoluto silencio. El cielo pálido resplandecía sobre sus cabezas como el interior de una concha.

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