Lan Chang - Herencia

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Herencia narra el rastro de una traición a lo largo de generaciones. Sólo una mirada mestiza como la de la escritora norteamericana de origen chino Lang Samantha Chang podía percibir así los matices universales de la pasión, sólo una pluma prodigiosa puede trasladarnos la huidiza naturaleza de la confianza.

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Siempre había sentido una amenaza indefinida desde la primera vez que ascendieron a Li Ang; ahora, esa molesta sensación, largamente reprimida, abrió una brecha en su calma. El ascenso, aunque bienvenido, había provocado un cambio entre ellos, a ella la había rebajado de categoría y, por más hijos sanos que llegase a darle, por más que lograse darle un varón, eso sólo serviría para consolidar la posición que ahora ocupaba. Pronto volverían a ascenderlo. Junan veía imposible recuperar su antiguo estatus.

Ahora le habían arrancado el velo de los ojos. Era como volver a ser una novia, como apearse del tambaleante y terrorífico palanquín matrimonial y ver, por primera vez, al agente de su destino. Pensó en la impresión que le había causado Li Ang al comienzo de su matrimonio, la de ser un hombre encantador y complaciente. Recordó el elegante perfil de sus anchos hombros oscuros recortado contra las almohadas. Parecía tan fácil llevarse bien con él, siempre bien plantado y sonriente, como un invitado satisfecho. Un hombre que contemplar con cariño y una pizca de desdén. Había llegado a forjarse una imagen de su marido como un ser dulce y vulnerable, un poquito torpe en el hogar, de alguna forma sometido a su esposa y ansioso por ganarse su aprobación. Ahora se daba cuenta de que sus propias percepciones, a fuerza de abusar de ellas, se habían erosionado. Había llegado a observar todo cuanto hacían bajo el prisma de su propio poder, inclusive la concepción que tenía de sí misma. No se le había ocurrido pensar que la fe en su propia influencia podría estallarle en las manos, que ella misma pudiera llegar a apegarse tanto al efecto que ejercía sobre él.

Cosió el botón con primor, haciendo un rabillo cuando terminó de fijarlo para mantenerlo separado de la tela, y atando los extremos de los hilos con una serie de nudos bien apretados. Examinó los demás botones, descubrió que había dos sueltos, los cortó con las tijeras y volvió a coserlos como está mandado. Disfrutaba con la sensación de empujar la aguja con el dedal, dentro y fuera, dentro y fuera. Listo. La chaqueta volvía a estar presentable. Ahora sólo faltaba mandar que la limpiasen. De repente vio lo que parecía una mancha de té en la pechera. Se acercó la chaqueta. El embarazo le había aguzado los sentidos. ¿Había olido algo? Se la apretó a la cara. ¿Qué podía ser? Por un brevísimo instante le pareció haber captado un olor persistente: el perfume de una desconocida, la fragancia empalagosa de las rosas de té. Apartó la cara de la chaqueta y se quedó varios minutos inmóvil, con cuidado de no flagelarse con una respiración repentina.

Un recuerdo, la caricia de una pluma, unas pocas palabras que podrían haberse quedado en anécdota de no ser por la persistencia de unas imágenes testarudas. Había ocurrido años antes, cuando su madre seguía siendo, en sus buenos días, una mujer ágil y hermosa que, al reírse, echaba la cabeza hacia atrás para mostrar los dientes y una garganta fresca y blanca.

Una tarde Chanyi recibió la visita de Kao Taitai, una supuesta amiga que se aferraba a sus privilegios y llevaba la cuenta de las desgracias de los demás. Junan todavía recordaba las ganas que sentía de proteger a su madre de esta visitante de lengua viperina. Kao Taitai llevaba meses vigilando a Chanyi de cerca, a la espera de un instante de debilidad para abatirse sobre ella.

Aquella tarde se arrancó a hablar como si tal cosa, delante de todas las demás.

– Sé de una chica que le vendría que ni pintada. Y además es como una niña, fácil de controlar. Más vale que se la escojas tú antes de dejar que se la busque él solo.

Esa noche Chanyi había terminado encerrándose en su dormitorio. Era el final del otoño, uno de esos días en que el sol se desplomaba rápidamente y el fulgor pálido de la luna bañaba el muro. Junan llegó sigilosamente a la puerta del cuarto de su madre y la oyó llorar.

¿Qué habría sido de Kao Taitai? Era harto probable que no se hubiese marchado de Hangzhou. Puede que un día Junan se topase con ella. Por curioso que parezca, la perspectiva le daba miedo. Llevaba años sin pensar en esa mujer; la odiaba. Pero, ¿la recordaría Kao Taitai a ella? Junan pensó, con cierto alivio, que se había convertido en una mujer muy alta y que igual no la reconocería. Todo el mundo comentaba algo sobre su estatura y sus hombros. «Mi fortachona», la llamaba Chanyi. Ahora, para horror suyo, se le saltaron las lágrimas.

Su cuerpo se agitaba presa de una ansiedad tan venenosa que le agrió el aliento. Su propia guardia la había traicionado. Ahora, sin previo aviso, se sentía arrastrada hacia el peligro de cuya presencia siempre fue consciente pero que, hasta entonces, había sido capaz de evitar. Algo acechante: una caverna, una boca tenebrosa. Era como si de repente se hubiese despertado en una balsa y se viese dando tumbos corriente abajo por un río inexorable, hacia esa tiniebla.

¿En quién podía confiar?

Estaba de pie, cerca de la puerta abierta. ¿Adónde ir? La casa estaba llena de gente. No podía huir; imposible esconderse. El embarazo, al espesarle la sangre, le había ralentizado el cuerpo. De tanto forzar el corazón, sentía un hormigueo en pies y manos. Respiraba entrecortadamente. No soportaba estar de pie ni sentada. Se apoyó en la pared y cerró los ojos, buscando oscuridad en pleno día. Este deseo se le hizo intolerable. Le recordó el olor de la piel de su madre, la curva pálida de una mejilla, una mano delicada en su cogote; venía a ser como anhelar la muerte.

Se obligó a abrir los ojos. Estaba de pie ante la ventana que daba al jardín trasero. La chaqueta tirada en el poyete, allí donde ella la había dejado caer. Justo enfrente, al otro lado del cristal, se alzaba el viejo peral, con sus largos álabes encorvados como manos, cargados de fruta tardía. Durante un buen rato, las hojas que le quedaban lucieron iluminadas por la luz otoñal y ni el menor susurro de viento vino a perturbar aquella estampa. No podía soportar desviar la mirada, ni oír el estallido de una pera podrida reventando contra el sendero de piedra.

Alguien la llamaba por su nombre.

– Junan.

De nuevo, en voz más baja.

– Junan.

Apartó los ojos encandilados de la ventana. Un cerco azul le enmarcaba la visión.

– Junan, ¿qué te pasa?

El azul se fue difuminando. Yinan estaba en su cuarto. Había cerrado la puerta y allí estaba, de pie, con las manos juntas.

Llevaba el pichi negro de tela basta que se ponía para practicar sus pinceladas. Se había recogido el pelo para que no cayese sobre la hoja, y la banda de algodón le dejaba las orejas al aire.

Junan la miró entrecerrando los ojos.

– ¿Qué quieres?

– Estaba la puerta abierta. Qué aspecto más raro tienes. ¿Estás mala?

– Me duele la cabeza -dijo Junan-. He forzado la vista más de la cuenta.

– Se te ha caído el dedal.

Estaba tirado en mitad del cuarto. Yinan se agachó a recogerlo. Viendo que Junan no hacía ademán de alargar el brazo, lo dejó en el poyete de la ventana y se quedó parada junto a ella con aire vacilante.

– Es hora de cenar.

– No tengo hambre.

– Te traeré un cuenco de consomé.

– Te he dicho que no tengo hambre.

El tono brusco de Junan hizo pestañear a su hermana. Sabía que estaba a punto de darse media vuelta e irse. Pero no, tenía que quedarse. Ahora le tocaba hablar a ella.

Meimei -dijo al fin-. Quiero que me hagas un favor.

– Sí, jiejie.

Junan respiró hondo.

– ¿De qué se trata, jiejie ?

– He decidido llevarme la familia a Chongking.

Yinan abrió la boca pero no dijo nada.

Junan escuchó sus propias palabras secas.

– Antes de partir -dijo- voy a tener que esperar a que esta criatura crezca lo bastante como para podérmela llevar de viaje sin que corra peligro. Y hay que ocuparse de algunas gestiones. -Volvió a coger aliento-. Meimei, quiero que esta primavera vayas a la nueva capital y le lleves la casa a tu cuñado. Ya buscaré yo la manera de sacarte de aquí. Tú tenlo preocupado hasta que pueda ir a buscarte.

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