Lan Chang - Herencia
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Tampoco me acuerdo de lo mucho que mi madre se preocupó por él en los días posteriores al 7 de julio de 1937, fecha en que los japoneses cruzaron el puente de Mukden e invadieron China. Me enteré, por los libros de historia, de que los japoneses bombardearon Nanjing y del ataque fallido de la aviación china a los buques de guerra nipones fondeados cerca de Shanghai, un fracaso estrepitoso, digno de aficionados: las bombas cayeron en las calles de la ciudad. Hu Mudan me contó que mi madre quemó todos los libros y periódicos en inglés, incluido el volumen de cuentos de hadas de Yinan. Mi tía se negó a bajar del piso de arriba durante días, mientras mi madre enviaba un aluvión de telegramas implorándole a mi padre que respondiese diciendo que estaba sano y salvo. Mi padre respondió por fin con la noticia de que su mentor, el general Sun Li-jen, había recibido el impacto de trece piezas de metralla y le habían tenido que hacer una transfusión de sangre de urgencia. Posteriormente, ese mismo año, las tropas japonesas pusieron cerco a la capital, Nanjing. Dicen que los gritos de las mujeres violadas y de los hombres asesinados saturaban el aire y que su sangre corría por las calles. Pero la sangre no llegó hasta Hangzhou. Hubieron de transcurrir varios días antes de que nos llegasen noticias, que, además, no pasaban de meros rumores, aterrorizados y con sordina. Y hubo de pasar tiempo antes de que los periódicos diesen detallada cuenta de los estragos sufridos por cuantos corrieron la aciaga suerte de permanecer en la ciudad. Mientras Nanjing caía, mi madre, sentada en su escritorio, se dedicaba a rellenar una hoja de papel cebolla tras otra de telegramas, con la intención de contactar con Baoding, el primo de mi padre, para saber qué había sido de Mao Gao, el prometido de Yinan. No hubo respuesta.
Durante años no supe nada de los asombrosos últimos momentos de mi abuelo, Wang Daming. Hangzhou cayó en Nochebuena, y una noche, poco después, mi abuelo no volvió a casa. No era nada inusitado; con frecuencia se quedaba jugando hasta la mañana siguiente. Pero cuando Charlie Kong pasó por casa y preguntó por él, mi madre se preocupó. Ella y Charlie salieron en su busca. Era un amanecer radiante, poco después de Año Nuevo. Al llegar a su almacén descubrieron sus restos. Tropas japonesas le habían exigido que les «vendiese» el único almacén de algodón que le quedaba. Los «compradores» se habían presentado armados con pistolas, bayonetas y espadas. Mi abuelo, un hombre fracasado, se plantó en la puerta del almacén. Sabía que la suma que le ofrecían era menos de la mitad de lo que valía el algodón. Les pidió un precio más elevado. Lo rechazaron. Mi abuelo rehusó vender. Quiero pensar que, en sus últimos momentos, por fin comprendió en qué creía y encontró un terreno firme en el que afianzarse. Después de que su corazón diese el último latido, los soldados le cortaron la cabeza y la colgaron en la puerta del almacén con una nota explicativa.
En lugar de esos acontecimientos, lo que recuerdo son las cosas de las que nadie habla. Un día de aquel otoño vi desnudo a Hu Ran. Yo debía de tener unos cuatro años y Hu Ran casi siete. Tras pasarse la mañana jugando en la calle embarrada, rodeó la casa para lavarse en el estanque. Mi tía leía en su alcoba; a nuestras respectivas madres no se las veía por ningún lado. Lo seguí con intención de llamarlo por su nombre, pero cuando me asomé entre las escasas hojas del sauce llorón, la curiosidad me tapó la boca.
Ya conocía sus ojos brillantes y extraños, sus orejas, sus atezadas piernas, finas como patas de araña. Pero ahora quería conocer más. Sabía que él no habría querido que lo viese desnudo, lo cual hacía más tentadora la oportunidad. Se retorció para quitarse la camisa y un rayito de sol que se filtraba por las hojas en movimiento le arrancó un destello de la piel morena. Yo estaba tan cerca que le veía hasta la capa de polvo de las manos. Vi emerger los delicados hombros y después, cuando se puso de lado, los huecos oscuros bajo el brazo izquierdo y un pezoncito engarzado en un redondel del tamaño de una moneda. Me fijé en la tensa barriga, aspirando y espirando mientras se ponía los pantalones. En algún rincón del patio se abrió y se cerró una puerta, pero no le presté atención; en lugar de eso, me centré en el pronunciado hueso de su cadera y en su muslo terso y tostado y, surgido de no sé qué lugar de su entrepierna, un pulgar recio y moreno.
– ¡Apártate de ella!
El resol me perforó los ojos. Mi madre había barrido el sauce de un manotazo. Su furiosa silueta se alzó imponente sobre nosotros. Di un chillido. Me cogió con sus largos brazos y me sacó de allí.
Esa noche ella y Hu Mudan entraron en el cuarto de ésta y cerraron la puerta. Desde mi habitación oí primero a mi madre gritando hecha una furia y a Hu Mudan riéndose. Pero a medida que mi madre la recriminaba, fue haciéndose un silencio pavoroso. Entonces mi madre soltó:
– Ya estuvo mal que decidieses criar a ese bastardo en casa. Pero lo que no voy a permitir es que corrompa a mi hija.
– De acuerdo -dijo Hu Mudan-. Muy bien.
A mi madre se le hizo un nudo en la garganta y le menguó la voz.
Al día siguiente, Hu Ran y Hu Mudan se despidieron. Se iban al oeste. Saldrían de la ciudad en un carromato de gallinas y luego remontarían el Yang-Tsé en un vapor hasta el pueblo de Hu Mudan, en Sichuan.
Ni Hu Ran ni yo entendíamos por qué nos separaban. La pérdida era tan súbita como terrible. Se quedó parado delante de mí, todo serio y con su grillo favorito en una jaulita de bambú.
– Adiós, señorita -me dijo-. Puedes quedarte con mi grillo.
– ¡No quiero tu grillo! -chillé entre hipidos-. ¡Se lo voy a dar de comer a Guagua!
– Quédate con mi collar -dijo Hu Ran. Se metió la mano por el cuello de su basta camisa de algodón y sacó el brillante colgante de jade que siempre llevaba.
Pero entonces Hu Mudan se interpuso entre nosotros.
– No -dijo-. Hu Ran, no debes darle eso a una niña a menos que pretendas casarte con ella.
– ¿Y por qué no puedo casarme con ella? -preguntó.
Su madre le pasó la mano por el pelo rapado.
– Porque eres muy pobre para ella.
Hu Ran volvió a meterse el colgante en la camisa.
Hu Mudan se agachó y me apretó el hombro. Sus ojillos almendrados me miraban con dulzura.
– No te preocupes, Hong -me dijo-. Mi destino es estar ligada a tu familia. Volveremos a verte.
Después de aquello estuve muchas noches sin pegar ojo. Una vez oí discutir a mis padres. Estaban hablando del nuevo trabajo de mi padre, a las órdenes de Sun Li-jen. No lograba entender del todo lo que decían, pero sabía que estaban riñendo. Mi madre no paraba de repetir, en un tono bajo, la palabra «guerra».
– No vayas a Hankow -decía-. Deberías dejar de combatir y eludir la guerra. Deberías quedarte en Hangzhou, podrías unirte a la resistencia. ¡No vayas a Hankow! ¿Qué importa otro ascenso? -Oí cómo se le entrecortaba la voz-. ¿Y si vuelven a herirte y te matan, qué?
Mi padre se rió.
– No me van a matar.
– ¡Confías en la suerte! -dijo mi madre-. ¡Nunca deberías confiar en la suerte!
– Yo siempre confío en la suerte.
– Por favor -dijo ella-, envíanos un mensaje al telégrafo de Charlie.
Noté que lo decía de mala gana y comprendí que no le quedaba más remedio. Pero también percibí que seguía asustada.
Esa misma noche, más tarde, se oyó un estrépito sordo procedente de algún lugar en la parte delantera de la casa. Me quedé petrificada pero a la escucha, figurándome que quizá me había quedado dormida y lo había soñado. Volvió a oírse lo mismo. Salí corriendo de mi cuarto, en pijama, y me lancé escaleras abajo. Crucé el patio y me asomé entre las puertas. Desde aquella posición estratégica veía toda la calle. Me quedé de una pieza, deslumbrada por aquella estampa nocturna. La luna reverberaba en el muro enjalbegado de la casa. La calle estaba oscura, veteada aquí y allá de pálidos guijarros espejeantes. El mundo flotaba a mi alrededor, tenebroso e incitante, con la brisa bañando mis mejillas y la quietud tentándome.
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