Lan Chang - Herencia

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Herencia narra el rastro de una traición a lo largo de generaciones. Sólo una mirada mestiza como la de la escritora norteamericana de origen chino Lang Samantha Chang podía percibir así los matices universales de la pasión, sólo una pluma prodigiosa puede trasladarnos la huidiza naturaleza de la confianza.

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Esa primavera mi padre se afilió al Kuomintang y en verano lo ascendieron a capitán. El ascenso vino acompañado de un cambio de tarea: tendría que ocuparse de entrenar un verdadero batallón a las órdenes de Sun Li-jen. Era la misión que había estado esperando.

Ese fin de semana llegó a casa con su uniforme nuevo. Lo recuerdo de pie ante nosotros, todo orgulloso. Sólo de verlo se mareaba uno. Corrí para aferrarme a sus piernas y mi madre lo estrechó entre sus brazos.

– ¡Felicidades! -le dijo-. Gongxi, gongxi. -Entonces se inclinó hacia mí, transformada la cara en una radiante máscara pálida, y me ordenó-: Xiao Hong, ahora tienes que irte.

– No me importa -dijo mi padre-. Por mí puede quedarse.

– De eso nada. Hong, ¿por qué no vas a ver qué hace tu tía?

Años después, Hu Mudan trataba de explicármelo.

– Desde de que tu padre empezó a ascender en el escalafón, las cosas ya no fueron las mismas entre los dos.

Esta parte de la historia sólo me cabe imaginarla. La niña que yo era entonces salió del cuarto tan campante, sin el menor pesar, mientras la historia, a puerta cerrada, seguía su curso.

Junan lo rodeaba con los brazos. Bajo el olor a cuero y ropa nueva, percibió el aroma intenso y consabido de su cuerpo. Se quedó quieta, deseando que la llevase al dormitorio.

– Vamos a pasear junto al lago -le susurró él al oído.

Se mordió el labio para reprimir la decepción. Su marido quería exhibir su uniforme delante de todo el mundo. Junan se puso su mejor vestido y su mejor abrigo, y salieron de la casa juntos.

Cogieron una calesa hasta el lago y echaron a andar por el paseo. El aire primaveral era frío; los rayos alargados de la tarde cabrilleaban en el agua calma. Iba fijándose en el reflejo de la luz pálida en las caras de los transeúntes y le pareció que observaban a su marido como si se hubiese transfigurado. Lo miraban y veían a un hombre poderoso. Comprendió que, efectivamente, se había transfigurado; a efectos prácticos, era otro hombre. Al hacerse cargo de eso, tuvo un mal presentimiento. El ascenso de su marido traía consigo una amenaza de cambio.

En el restaurante, mientras comían pescado con verduras, se condujo con tanto tiento como si manejase porcelana. Pese a ser consciente de sus armas -su hermoso rostro, su cuello, sus uñas iridiscentes y estilizados dedos-, tenía la sensación de ir a hacerse añicos en cualquier momento. Le sirvió una segunda copa de vino, dejando, con un preciso golpe de muñeca, que la luz de la lámpara brillase pálidamente a través de la taza de porcelana traslúcida, antes de que la elegante silueta de su brazo desapareciese por la ancha bocamanga de su vestido. El vestido, de raso color crema y bordado con peonías escarlata y rosa pálido, subrayaba el contorno de su cuerpo. Mientras comían, él la miraba repetidamente, y ella ansiaba con toda el alma que su marido la desease.

Finalmente volvieron a casa. Había ventilado la habitación y la había dejado preparada para ellos dos, con la colcha de seda doblada y retirada de la cama. Él le indicó con un gesto que no encendiese la lámpara. La luna, llena y resplandeciente, iluminaba toda la estancia de manera que podían verse las respectivas siluetas recortadas contra un fondo de luz pálida y sombra. Su marido fue hacia el lado de la cama de ella. La rodeó con los brazos, sus dedos se atarearon en los alamares de satén para desabrocharle el vestido, y se tumbaron juntos.

Después de hacer el amor, Li Ang encendió un cigarrillo. A Junan no le gustaba que fumase en la casa, pero esa vez se lo permitió. Li Ang se repantigó en los almohadones y se puso a fumar con una expresión radiante y optimista.

Le explicó a Junan todos los pormenores del ascenso. Le subirían el sueldo; gozaría de más privilegios y tendría mayor responsabilidad. Le habló de la amenaza de invasión japonesa. Estaba tan emocionado que se incorporó y se sentó derecho. Ella permanecía echada, escuchándole y asintiendo con la cabeza.

Al cabo de un rato, Li Ang volvió a recostarse y se puso a soltar anillos de humo en dirección a la lámpara.

– A lo mejor esta vez, sí -dijo.

– ¿Cómo?

– Que a lo mejor esta vez sí que sale bien.

Junan detectó un nuevo tono de franqueza y determinación en su voz. Se le pusieron las manos frías. ¿Qué es lo que quería su marido? ¿Con qué la iba a pillar desprevenida? El nuevo matiz autoritario de sus palabras la puso en guardia. Oyó su propia voz, apacible y calma.

– ¿A qué te refieres?

– Pues a que, bueno, después de esto, ya sólo falta, para que todo sea perfecto, tener un hijo.

Sabía que ahora debería tocarlo, ponerle una mano en el brazo o en el pecho, pero sus palmas y sus dedos, húmedos y temblorosos, delatarían la violencia de sus sentimientos. Se quedó tumbada en su lado de la cama, casi cerrados los ojos, atisbando bajo las pestañas el túnel alargado que formaba su propio cuerpo bajo el edredón. Muy apagada, como un eco, oyó la voz de su hermana, ronca de fiebre, y sus palabras quejumbrosas: «Si yo hubiese sido niño». Sintió que una presencia se cernía sobre el cuarto; la noche batió sus alas negras por encima de sus cabezas.

Finalmente supo que podía hablar sin descubrirse.

– Mi padre quería un hijo -dijo.

– ¿Y tu madre? -preguntó él.

– Mi madre… también.

– Me preguntaba yo si… No es que yo lo piense, de ninguna manera, pero… ¿Crees que es posible que en tu familia las mujeres padezcáis algún tipo de infertilidad?

– ¿A qué te refieres?

Junan dio gracias a la oscuridad por ocultarla.

– Bueno, tus padres estuvieron casados muchos años. Pero tu madre sólo dio a luz dos veces, y las dos fueron niñas. No digo que tengas nada raro, y en cuanto a tu hermana, sólo es un poco fantasiosa, pero me pregunto si…

– Eso es ridículo -dijo Junan-. No hay forma alguna de demostrar que el sexo de los hijos sea un rasgo que se transmita de madres a hijas.

– Probablemente no. Pero es lo que he oído.

– Lo que tú has oído es la típica milonga que cuentan las viudas viejas y las mujeres amargadas. ¿Desde cuándo las tienes de consejeras?

Y ahora, galvanizada por la conmoción, se obligó a sonreír para que la forma de su sonrisa le modulase la voz. Se cogió un gélido mechón de la espesa melena y le hizo cosquillas en el brazo hasta que Li Ang se rió y alargó el brazo para tocarla. Pero una losa enorme se le había alojado en el pecho y a duras penas conseguía hablar. Enseguida se giró, dándole la espalda a su marido, y, tirando de las mantas, se arropó hasta el cuello.

Años después, cuando mi madre y Hu Mudan me hablaban de aquella época, siempre encabezaban sus historias con las palabras «Antes de la ocupación». La primavera antes de la ocupación, cuando ascendieron a tu padre. Eso fue antes de la ocupación, antes de que demoliesen el tramo sur de la muralla de la ciudad: tú no te acuerdas de la tarde aquella en que tu padre te sacó a pasear por lo alto de la muralla. Se pensaban que en aquel entonces yo era demasiado niña como para recordar aquellos apacibles años. Mi madre quería creer que yo no los recordaba; no le gustaba ni que me pusiese a contar mis propias historias de la guerra. Había tratado de protegerme para que jamás llegase a enterarme de lo que ocurría. Creo que mis recuerdos también la asustaban. Si mi memoria abarcaba algo tan remoto como la ocupación japonesa, no cabía duda de que también me acordaba de otras cosas que mi madre preferiría que yo hubiese olvidado.

Es verdad que de mi primera infancia no lo recuerdo todo. No recuerdo la costumbre de sentarme en el regazo de mi abuelo, tirándole de las barbas para ponerme de pie. No recuerdo que me pusiese a berrear cuando Hu Ran tenía dolor de muelas, aunque Hu Mudan me asegure que es verdad. Lo único que me queda son las historias de las frecuentes idas y venidas de mi padre, pues sólo acierto a recordar la alegría que rodeaba sus llegadas, y aquella vez en particular en que mi madre le pidió a la costurera que me cosiese una blusa de marinero nueva, conmigo dentro, porque ya no daba tiempo a tener listos los ojales para cuando llegase mi padre. Me cuentan que cuando se iba me ponía a gritar y llorar hasta que me subía la fiebre; por suerte, no recuerdo nada de esa época.

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