Lan Chang - Herencia

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Herencia narra el rastro de una traición a lo largo de generaciones. Sólo una mirada mestiza como la de la escritora norteamericana de origen chino Lang Samantha Chang podía percibir así los matices universales de la pasión, sólo una pluma prodigiosa puede trasladarnos la huidiza naturaleza de la confianza.

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Mao Gao accedió al aplazamiento. A decir verdad, explicó aprovechando que Yinan había ido por más té, lo mejor sería esperar al año siguiente. Por aquella época tenía previsto viajar al norte a abrir dos fábricas más.

Gongxi, gongxi, enhorabuena -dijo mi padre-. Es usted la única persona que conozco que se atreve a expandirse tan cerca de los japoneses.

Mao Gao se limitó a encogerse de hombros.

– No le veo el riesgo -contestó-. Me estoy planteando cerrar dos de las cuatro plantas de procesado que tengo y llevarme el negocio a mis fábricas de Shanghai, que son más modernas. -Se puso derecho, como si se dirigiese a un público más numeroso-. En esas dos fábricas la maquinaria es japonesa y produce un tejido de mayor calidad que el de mis fábricas chinas, y en la mitad de tiempo -dijo-. La superioridad de la tecnología extranjera es incuestionable.

Se hizo el silencio y Hu Mudan se preguntó cómo iba a responder mi padre a eso. Ella reconocía a un colaboracionista a la legua. Mao Gao prosiguió:

– Debería existir, como dicen algunos, un «círculo de mutua prosperidad asiática». Más nos valdría aliarnos con los japoneses que con los británicos o los franceses. Los británicos no hacen más que saturar el mercado de productos baratos procedentes de sus colonias. Debemos unirnos contra los blancos. Por lo menos, los japoneses son asiáticos como nosotros. Mucho más preferibles.

Mi abuelo se miraba las manos.

A todo esto, mientras Mao Gao hablaba, los aperitivos que había preparado Gu Taitai seguían desapareciendo entre frase y frase: otra ronda de suculentas y rugosas bolas de cangrejo, que olían a vapores marinos; un plato de pinzas de bogavante; un plato de tartitas de arroz dulce. Yinan corría de aquí para allá con las bandejas de comida y té, mordiéndose la lengua mientras se esforzaba por sostener en equilibrio los platos y las copas. Más tarde, después de que Mao Gao se fuese y Yinan hubiese roto a llorar, mi madre le dijo:

– ¡Cómo come ese hombre! Dos platos hasta arriba de dianxin de cangrejo y no ha dejado ni las cáscaras. Cuando estéis casados, más te valdrá que no lo dejes comer con esa ferocidad alimentos tan estimulantes.

¿Hacía mal Junan en actuar como si su hermana esperase aquel matrimonio con ilusión? Hu Mudan no sabía responder a eso. Por otro lado, tampoco habría estado bien dar pábulo a la infelicidad de Yinan. Mi madre tenía la obligación de instruirla en la disciplina del matrimonio. Por aquel entonces mi madre ya se tenía por una experta en el arte de conservar y manejar a un marido.

Decía que no amaba a mi padre, pero cualquiera se daba cuenta de que no era cierto. Hasta la lavandera, que se fijaba en las minúsculas puntadas que mi madre daba en las mangas desgarradas de las chaquetas de su marido y en los botones, cosidos a conciencia. La mujer se llevaba un rapapolvo por la más mínima manchita o tacha que apareciera en el uniforme. Gu Taitai había aprendido a comprar por sistema, los fines de semana, las comidas favoritas de mi padre. En la cocina, Weiwei hacía comentarios malévolos sobre el humor de mi madre, que mudaba de acuerdo con las visitas de su marido.

Hu Mudan no decía nada. Ella, que conocía a mi madre desde la cuna, veía mucho más. Bajo esas gélidas facciones de marfil, veía la misma actitud posesiva que fuera la perdición de Chanyi. La percibía en todo lo que hacía mi madre. Los zurcidos, precisos y minuciosos, las comidas especiales, la excursión que hizo en persona al sur de la ciudad para hacerse con un valioso manojo de hojas primiciales del té favorito de mi padre, los furibundos sonidos que se oían por la noche procedentes de su dormitorio… Todas estas cosas la delataban. Mi madre aseguraba que todas esas labores las hacía por puro sentido del deber. Pero la palabra deber implica una tediosa monotonía, un vacío, la idea de limitarse a cumplir diariamente con las obligaciones propias de su rol. En cambio, mi madre, pienso yo, llevaba a cabo su tarea como si ejecutase números de magia. Consagraba todas sus energías a tejer hechizos, a fabricar hilos invisibles de confort y rutina destinados a hacer que mi padre no dejase de volver corriendo a su lado.

A resultas del aplazamiento, Yinan siguió soltera hasta bien pasada la edad en la que se casaban la mayoría de las mujeres. En mis recuerdos de infancia, mi tía, a sus veinte años, seguía esperando unirse a un hombre que no le gustaba. No es de extrañar que se volviese un poco rara. Hoy sé que sus traducciones de cuentos de hadas eran innecesarias: los hermanos Grimm ya estaban traducidos al chino. Pero ella se pasaba horas enfrascada en esos cuentos, y en su caligrafía. Aun siendo yo tan niña, ya percibía la avidez con que se refugiaba en ese otro mundo de la página manuscrita, zambulléndose en él durante horas y horas, y emergiendo de las profundidades con la mirada perdida pero limpia de ansiedad y tristeza.

Yinan quería otro profesor particular para ocupar sus largos meses de espera. Mi abuelo señaló que no podía permitirse sufragar más clases; Deng Xiansheng se las había dado gratis. Pero mi madre, para variar, dio con una solución práctica que complació a todos. Le preguntó a Charlie Kong si podría solicitar los servicios del hermano de mi padre, al que habían expulsado de la universidad de Pekín y estaba viviendo, como antes, encima de la papelería de su tío. Mi madre señaló que en la casa había espacio de sobra y que Li Bing podría dedicar su tiempo libre a profundizar en sus estudios.

Mi madre estipuló unas cuantas responsabilidades. Li Bing tendría que darle clases de caligrafía, historia e inglés a Yinan. La ayudaría en sus traducciones y también se ocuparía de ciertas tareas de contabilidad para mi abuelo. Del resto de su tiempo podría disponer a su antojo. Lo habían expulsado de la universidad por manifestarse en contra de las clases obligatorias que el Ministerio de Educación había impuesto bajo coacción del gobierno. Pero podría proseguir sus estudios en nuestra casa, e incluso matricularse en la Universidad de Hangzhou. De esa forma, mi madre le conseguía un profesor particular a Yinan y le echaba otro lazo a mi padre.

Tenía pensado contratar a Li Bing independientemente de cuáles fuesen sus modales. Pero cuando vio a su cuñado, le gustó en el acto. Era un hombre flacucho y desmañado. Del cuello deshilachado de su chaqueta brotaba una garganta fina, con una nuez protuberante. Tenía un pésimo porte y lo miraba todo a través de sus gafitas redondas con una permanente expresión de mordacidad e inteligencia.

No se parecía a mi padre en nada, aunque puede que mi madre y mi tía le encontrasen cierta semejanza misteriosa. Recuerdo lo bien que se llevaban. Se pasaban horas sentados, en ocasiones también con mi padre, comentando afablemente sus lecturas, empezando por los viejos poemas que le enseñaba a Yinan y pasando después a las novelas modernas, a los periódicos y, por último, a las noticias internacionales. Mi madre disfrutaba de la agudeza y sarcasmo de Li Bing, aunque su encanto se viese atemperado por lo que ella consideraba una divertida rigidez moral. Por ejemplo, se mostraba incapaz de debatir sobre las relaciones entre hombres y mujeres sin establecer abstractos paralelismos con cuestiones menos personales.

Una noche en que mi padre estaba en casa se quedaron todos sentados en el patio hasta bien pasada la hora de irme a dormir. Hu Mudan y yo rondábamos por las inmediaciones; yo porque nadie me había mandado a la cama y Hu Mudan por si mi madre le pedía algo. Cuando mi padre mencionó la cerveza, mi madre sacudió la cabeza enérgicamente. Li Bing asintió en señal de aprobación.

– Qué bien -le dijo a mi madre- que Li Ang tenga una mujer como tú.

Mi padre tosió al darle una calada al cigarrillo.

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