Martin Amis - Agua Pesada

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Las historias de Agua pesada son mundos en miniatura que contienen, en dosis altamente concentradas, la acidez, el cinismo y el profundo cuestionamiento de las bases de nuestra sociedad que caracterizan las grandes novelas de Martin Amis. Así, en uno de los cuentos, la sociedad es mayoritariamente gay, y los heterosexuales son una minoría perseguida, en otro, un sarcástico robot marciano nos trae extrañas noticias sobre la vida en el sistema solar, y en el relato ‘Agua pesada’, Amis retrata sin piedad el malestar y la fatiga de la cultura de la clase trabajadora.

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“Me la dieron por la espalda, señor…” Una frase de Bandidos en el puente, esa película que tanto quería ver en su infancia. Como Jet que quería ver Combate mortal. Pensó en otra frase: “Se murió el Negro, señor…”. Una frase dicha con voz quebrada, con ternura por un hombre al capitán. El que se había muerto era un perro. Tenían un perro que se llamaba Negro. Un perrito, una mascota no oficial que se murió, y se llamaba Negro. Eso ahora no se podría hacer. De ninguna manera. ¿Llamar Negro a un perro? Nunca. Los tiempos cambian. ¿Llamar Negro a un perro negro? ¡Por favor! Se te vendrían encima como… ¿Llamar Negro a un perro negro muerto en una película? Ni en broma.

4. Burger King

De manera que, supuestamente, la clase social, la raza y el género habían desaparecido (y otras cosas, supuestamente, estaban desapareciendo, como la vejez, la belleza y hasta la educación): todas las formas realmente automáticas de establecer quién era mejor y quién era peor… habían desaparecido. Por todas partes la gente bienpensante declaraba que no tenía prejuicios, que al menos en ellos ya no había más prejuicios heredados. Ellos lo habían decidido. Pero para los que estaban en el terreno espinoso de la operación… los ignorantes, digamos, o los feos… no se trataba simplemente de una decisión. Algunos de ellos no tenían ropa nueva. Aún llevaban el uniforme de sus deficiencias. Había quienes andaban vestidos con esa misma mierda.

A algunos nunca los dejaban entrar.

Mal miró a su alrededor y se puso rígido. Allá iba el profesor de gimnasia, con el parlante en lugar del teléfono celular prototípico, llamando a los participantes del primer número. Los padres estaban ubicados frente a la pista y el fantástico interrogante del sol que descendía, con sus binoculares, sus cámaras, sus fumadoras, con todos sus otros hijos, con las hermanitas, los hermanos mayores, los bebés (que lloraban, bostezaban, pateaban con sus piececitos en el aire). Mal observaba, tratando de mantener una distancia de por lo menos dos padres entre él y Sheilagh con su gorro verde y sus bonitos cabellos cobrizos. Entre ellos se veían cabezas con otros trabajos de peluquería: reflejos grises, peinados paje, cortes a lo muchachito, tinturas rojizas, y, entre los hombres, diversos grados de desaparición capilar. La ausencia se manifestaba de diversas maneras, y siempre había alguno que llevaba dos o tres pelos engominados cruzados sobre la calva, como si una patilla le hubiera enviado un cable a la otra. Tal vez el sol no los miraba, sino que había encendido todas sus luces, como hacían en Fauntleroy's cuando llegaba la madrugada (y uno cuestionaba el valor de lo que había estado cuidando), para que todos pudieran ver por sí mismos.

Los que participaban en la carrera, con sus remeras y pantaloncitos reglamentarios que ya no estaban blancos, estaban congregándose en la línea de largada. Mal miraba el programa, impreso en una sola carilla. Muy concentrado, movía los labios mientras leía, cuando de pronto sintió que alguien le tironeaba del brazo.

– Sí, querido -dijo. Porque era Jet-. Mejor anda para allá.

– Esto es cuarto grado -respondió Jet.

– ¿Y ustedes dónde están?

– En setenta metros, a las dos y veinte.

– Así que falta un rato. Bien. Hablemos de tu preparación.

Jet apartó la mirada. Peinado de peluquería, aro dorado. Por un momento Mal vio la parte de atrás de sus orejas, anaranjadas, transparentes. Después Jet volvió a mirarlo con esa tímida ansiedad en el labio superior alzado, como si fuera a decir algo. Dios mío, tenía los dientes azules. Pero no era grave: huellas de un caramelo que había chupado, y no una forma deliberada de mostrarse horrible. La tiranía de la moda ordenaba que los niños insultaran estéticamente a sus padres. También Mal lo había hecho con sus padres: con los muchachones de la calle que llevaba a la casa, de pelo engrasado. Jet había logrado ofender estéticamente a Mal. Y los hijitos de Jet, cuando llegaran, cumplirían la difícil tarea de ofender estéticamente a Jet.

– Bueno, organicemos las cosas. Repasemos las normas. Punto uno.

Y otra vez el chico volvió la cabeza. No se movió de donde estaba, pero volvió la cabeza. Dos años seguidos Jet había ocupado el penúltimo lugar en el ranking de sus compañeros de grado. Mal prefería pensar que Jet compensaba esta pobre ubicación con su excelencia en el terreno de los deportes, heredada de su papá. El gimnasio, la cancha de pelota a paleta, la piscina, el parque: toda la relación entre padre e hijo estaba basada en el entrenamiento. En los últimos tiempos, por supuesto, las sesiones se habían reducido mucho. Pero seguían yendo a la pista los sábados por la tarde, con el cronómetro, la pelota, el disco, el talco. Y ahora Jet parecía haber perdido interés. También Mal sentía algo distinto. Ahora, si veía a Jet perder un cabezazo o quedar atrás en una carrera, se preparaba a regañarlo y luego se contenía. Y sólo sentía náuseas. Ya no tenía autoridad ni ganas. Y luego llegó el momento más duro: Jet quedó fuera del equipo de fútbol… Se abría una brecha entre padre e hijo. ¿Cómo se cerraría? ¿Cómo? Todos los sábados al mediodía Mal llevaba a Jet al sector de los juguetes de McDonald's y Jet pedía su Cajita feliz: hamburguesa, papas fritas y alguna chuchería de plástico que costaba diez libras. Mal pedía el pollo McNuggets o el pescado McCod. No comían. Como los amantes que cenan juntos en un restaurante, ni siquiera miraban la comida, y menos que menos la tocaban. Además, por alguna razón, desde hacía algún tiempo a Mal se le daba vuelta el estómago cada vez que veía una hamburguesa. Era como arrancar el auto en primera y con el freno de mano puesto: un sacudón para adelante que no llevaba a ninguna parte. Mal había tenido una mala experiencia con las hamburguesas. Había estado en el infierno de las hamburguesas.

– Papá…

– ¿Sí?

– ¿Vas a correr en la carrera de padres?

– Ya te dije. No puedo, mi amigo. La espalda.

– Y la cara.

– Sí. Y la cara.

Miraron las carreras. Está clarísimo que en la vida de un chico todo son carreras. La escuela es un examen, es una competencia y es un concurso de popularidad: es una carrera desenfrenada. Y uno veía que los chicos estaban naturalmente equipados para esa carrera, a pesar de las interminables pruebas a que se los sometía en el entrenamiento, a pesar del gran pulgar que descendía sobre el cronómetro: eran chapuceros, y a la vez magníficos ganadores, haraganes, veloces, y todo lo que quedaba entre uno y otro extremo. Comenzaban como un grupo, el grupo de los corredores, todos juntos; luego, como por un proceso natural, se iban separando, algunos adelante, otros (que no por eso se detenían) quedaban atrás. Cuanto más larga era la carrera, más grandes eran las diferencias. Mal trataba de imaginar a los corredores manteniéndose a la par durante toda la carrera, y terminando como habían empezado. Y por algún motivo eso no parecía humano. No era posible imaginarlo, en este planeta.

Llamaron para la primera carrera de Jet.

– No te olvides -le dijo Mal, inclinándose sobre él-. Acelera alargando los pasos. La espalda erguida, las rodillas flexionadas. Corta el aire con las palmas extendidas. Respiración superficial hasta que llegues a la línea.

En el breve tiempo que tardó Jet en llegar a la línea de largada, y a pesar del calor, y del color del traje de Sheilagh cuando se ubicó a su lado, Mal se transformó totalmente en el tipo de padre terrible que presencia una actividad deportiva de su hijo, del que tanto hablan las revistas. ¿Por qué? Muy simple, porque quería volver a vivir su vida a través del chico. Los puños cerrados con los nudillos blancos a la altura de los hombros, la frente fruncida, los labios sin sangre que decían, en un susurro desesperado: “¡Respira hondo! ¡Aflójate! ¡Aflójate!”

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