Martin Amis - Agua Pesada

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Las historias de Agua pesada son mundos en miniatura que contienen, en dosis altamente concentradas, la acidez, el cinismo y el profundo cuestionamiento de las bases de nuestra sociedad que caracterizan las grandes novelas de Martin Amis. Así, en uno de los cuentos, la sociedad es mayoritariamente gay, y los heterosexuales son una minoría perseguida, en otro, un sarcástico robot marciano nos trae extrañas noticias sobre la vida en el sistema solar, y en el relato ‘Agua pesada’, Amis retrata sin piedad el malestar y la fatiga de la cultura de la clase trabajadora.

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– Mira ésta -dijo Bern-. Veintiocho. Es mi primera nipona, ¿sabes? ¿Verdad, Toshi? ¿Dónde estaban en toda mi vida anterior? -Sin bajar la voz ni cambiar de tono agregó: -Sabes, toda la vida pensé que la tenían horizontal. Pero no es así. Son iguales que las demás, qué amorosas.

”No habla inglés. ¿Verdad, Toshi? -continuó Bern, lo cual tranquilizó a Mal.

Toshiko cacareó algo como respuesta.

– Pero habla francés.

Mal desvió la mirada. El hecho era que… Lo importante en Mal era que su sexualidad, lo mismo que su sociabilidad, era esencialmente tenebrosa. Como si hubiera ocurrido algo malo cuarenta años atrás, cuando miraba en las vidrieras los brazos complacientes, artificiales de las muñecas de cera, alzados en postura de ofrecer un regalo o de dar una paciente explicación… En la cama, él y Linzi -el Grandote Mal y Shinsala- miraban Nenas asiáticas. Ahora su vida sexual con ella se basaba en los vídeos. O en la revista, o el CD, pero siempre Nenas asiáticas que, sospechaba Mal, representaba un mojón en las relaciones raciales en la isla. Los hombres blancos y las mujeres de piel oscura se juntaban en este acercamiento electrónico. Cada fanático de los vídeos en Inglaterra había tenido ya su Fátima, su Fetnab. Cuando Nenas asiáticas descansaba, o cuando comenzaban a saltar partes con el control remoto hasta el final y el aparato de Linzi quedaba en blanco, el canal elegido era Zee TV: musicales de la India. ¡Qué cultura tan casta! Cuando un hombre y una mujer iban a besarse la cámara huía hasta enfocar a dos pajaritos que piaban y se arrullaban, o a la inmensidad del mar que golpeaba contra los acantilados. Mujeres de belleza morena, celestial, que reían, cantaban, se enfurruñaban, pero sobre todo lloraban, lloraban, lloraban: derramaban lágrimas opalescentes, densas como la leche recién ordeñada, en la cima de una montaña, en una esquina, bajo lunas de utilería. Después Linzi tocaba el botón de play y volvían a una muchacha árabe que sonreía, soltaba una risita, se desvestía al son de una música escurridiza en un piso árabe que era moderno pero que a la vez parecía una mezquita, y se contorsionaba en un diván forrado de polietileno o en una espesa alfombra blanca. El otro vídeo que miraban siempre era uno que le habían dado a Linzi en Kosmetique. Cirugía estética para los pechos, Antes y Después, que buscaba modificar lo natural, porque Después era siempre mejor que Antes, en lugar de ser sólo un pobre sucedáneo de la vida. Aunque a Mal le gustaba Linzi así como era, quedaba fascinado con Kosmetique, y esto lo preocupaba. Pero él también quería hacerse un lifting. Una vez, en el Speakers'Corner, donde había hombres parados en cajones de fruta hablando con un público inexistente, con una mano en el hombro de Linzi, Mal observaba el fantástico brillo de sus cabellos, y se sentía maravillosamente cambiado, como un arco iris racial, listo para enfrentar un nuevo mundo. Quería un cambio. Esto, pensó, todo esto sucedía porque él quería un cambio. Quería un cambio, y no sería Inglaterra la que se lo diera.

– ¿Y ahora con quién estás? -preguntó Bern.

– Se llama Linzi. Estoy loco por ella.

– Ah, qué bien. ¿Edad?

Mal pensó en decir “Anda por los cuarenta”. Sí, cuarenta y nueve. O, ¿por qué no decir “dieciséis”? Se sentía muy bien con Bern, como un hombre de mundo. Pero no acertaba a contestarle, y pronto Bern empezó a hablar otra vez del hombre que se había montado a la reina (o al menos eso decían). Toshiko seguía allí, sonriendo, con los dientes curiosamente amontonados. Hacía media hora que Mal estaba con ella y seguía pareciéndole aterradora, como un personaje de una vieja historieta de guerra. La gruesa capa de maquillaje, como si fuera una segunda capa de piel; la frente, y esas órbitas oculares, esas ojeras, esos párpados tallados… A lo largo de los años crecía su impresión de que las japonesas se morían por uno. Mentalmente se encogió de hombros. Por Dios. Tal vez aceptaban que uno se la metiera por un ojo.

Sheilagh lo llamó desde su celular para avisarle que había llegado el ómnibus de los chicos.

3. Combate mortal

Un hombre en una situación clásica. Los detalles eran sólo detalles, circunstancias, nada original. Mientras salía al aire libre, y los colores del bar (con su mejor expresión en los marrones vibrantes del bourbon de Bern) desaparecían y eran reemplazados por la claridad polar de un mediodía de septiembre, Mal sólo veía eso: su situación. El Sol no era muy ardiente ni estaba muy alto, pero era increíblemente intenso, casi se podía oírlo, oír el rugido de sus vientos. Todos los años el Sol hacía esto: sometía al Reino a un feroz y muy crítico escrutinio. Controlaba el Estado de Inglaterra. Se acercó Sheilagh, con su trajecito color limón, y se paró junto a él. Él miró hacia otro lado, y dijo:

– Tenemos que hablar, Sheilagh. Cara a cara.

– ¿Cuándo?

– Luego.

Porque ahora los chicos estaban pasando por el portón. Mal se quedó allí, mirando: era un perfecto ejemplo de mala postura. En su visión periférica Sheilagh respiraba y se hinchaba. Qué menudos parecían los chicos, increíblemente menudos.

Por una mujer más joven. Abandonar a su esposa y a su hijo… ¿Hasta qué punto era cierto eso? Mal podría argumentar que Sheilagh no era su esposa. Sí, se había casado con ella. Pero sólo un año atrás. Fue como una agradable sorpresa, un regalo de cumpleaños. En realidad no significaba nada. En el momento Mal sintió que la reacción de ella era exagerada. Durante meses anduvo con esa expresión de voracidad. Y no era sólo la expresión de su rostro. Para Navidad aumentó cinco kilos. Abandonar a su hijo. Bien, eso era cierto. Lo dejaron que se las arreglara solo. El día que Mal le dio la noticia, la idea era que él se lo diría y luego Sheilagh lo llevaría a ver Combate mortal. Hacía meses que Jet quería verla… se moría por verla. Y ese día no quiso ir. Mal miraba a Sheilagh arrastrándolo por la calle, el chico en zapatillas, con los pantalones de gimnasia sucios, resistiéndose. Lo llevó Mal a ver Combate mortal la semana siguiente. Una película idiota. Había dos que se daban patadas en la cara durante veinte minutos y ni se les hinchaba el labio.

Ahí venía el chico, con la madre al lado inclinándose para enderezarle el cuello de la polera y el cabello cortado y peinado en peluquería. ¡Peinado en peluquería! ¿Desde cuándo? Dios, un aro en la oreja. Esa era Sheilagh, la mamá joven y divertida. Ahora llévalo a Camden Market y cómprale una campera de cuero. Por el momento Mal se calló la boca y se agachó (“¡A!”) a darle un beso a su hijo y revolverle el pe… ay, no, mejor que no. Seguro que el chico no querría que le hiciera eso. Jet se limpió la mejilla después del beso y dijo:

– Papá, ¿quién te hizo eso?

– Ellos eran más. Muchos más. -Hizo el cálculo. Debían haber sido más de treinta. -Quince a uno. Yo estaba solo con el Gordo Lol. -No le dijo a Jet que la mitad eran mujeres.

– Papá…

– ¿Sí?

– ¿Vas a correr en la Carrera de padres?

– Imposible.

Jet miró a su madre, y ella dijo:

– Mal, tienes que correr.

– Ni en broma. Me reventaría la espalda.

– Mal.

– No estoy preparado, no estoy en forma.

– Pero, papá…

– Ya he dicho que no.

Mal miró a Jet, que observaba con mucha atención, casi poniéndose bizco, los promontorios y los pozos de la herida de su padre.

– Concéntrate en tu propia actuación -dijo Mal.

– Pero, papá, los reventarías a todos.

Los reventaría a todos. Era lo que había hecho como oficio, como vocación, un trabajo de no muy buena reputación: vigilancia.

En la década del 70 había cuidado muchas puertas exclusivas durante la noche, había enviado personal a muchas entradas prestigiosas, a menudo con el Gordo Lol a su lado. Con él había comenzado en el Hammersmith Palais. Pronto llegaron a lugares del West End como Ponsonby's y Fauntleroy's. Lo hizo durante quince años, pero le llevó sólo una semana perderlo.

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