Martin Amis - Agua Pesada

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Las historias de Agua pesada son mundos en miniatura que contienen, en dosis altamente concentradas, la acidez, el cinismo y el profundo cuestionamiento de las bases de nuestra sociedad que caracterizan las grandes novelas de Martin Amis. Así, en uno de los cuentos, la sociedad es mayoritariamente gay, y los heterosexuales son una minoría perseguida, en otro, un sarcástico robot marciano nos trae extrañas noticias sobre la vida en el sistema solar, y en el relato ‘Agua pesada’, Amis retrata sin piedad el malestar y la fatiga de la cultura de la clase trabajadora.

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No se trataba realmente de golpear, de desmayar a la gente. Sólo se trataba de impedirles entrar. Eso era vigilancia. Ah, sí, y llamarlos “Señor”, “Caballero”.

Si se presentaba un borracho o un joven muy flaco de labios blanquecinos: “Perdón, señor, pero no puede pasar”. “¿Por qué?” “Porque usted no es socio, señor. Si no encuentra taxi a esta hora con mucho gusto le llamaremos un minicab desde aquí, desde la puerta”.

Si avistaba una patota cruzando las cocheras, tipos de traje y corbata: “Buenas noches, señores. No, lo siento, señores, éste es un club para socios solamente. ¡Ah! basta, muchachos. ¡Señores! ¡Lol! Bueno, bueno. Si están bien despiertos, señores, les recomiendo Jimmy's, en Noel Street 32, el timbre de abajo. A la izquierda y luego otra vez a la izquierda”.

Más o menos una vez por semana, generalmente el viernes o el sábado, el señor Carburton salía a la puerta, lo miraba a los ojos y le preguntaba, con temible lentitud: “¿Quién carajo los dejó entrar?” “¿A quiénes?” “¿A quiénes? A dos locos de más de uno ochenta, con la barba crecida.” “Me parecieron bien. Venían con una chica.” “Siempre vienen con una chica.”

Pero la chica desapareció y los imbéciles están dando botellazos y ya mismo hay que ir arriba y… De manera que el único caso en que golpeaba era cuando fallaba. Golpear era una operación de limpieza cuando uno fallaba en su oficio, que era precisamente el de golpear. Los mejores hombres de vigilancia jamás golpeaban. Sólo golpeaban los que no eran buenos. Parecía complicado, pero era simple.

Con las camisas con volados y los smokings malolientes, Mal y el Gordo Lol, en las escaleras del local, en las escaleras de incendio, o inclinados sobre la caja a las cinco de la mañana, cuando se encendían todas las luces, y con sólo un clic en las llaves de la luz uno pasaba de la opulencia a la pobreza… todo el barniz, la fascinación, el sexo, el privilegio, borrados de un plumazo junto con la electricidad.

Era también un momento de verdadero peligro. A veces con la asombrosa persistencia de los que habían sido excluidos, echados, empujados, barridos, cortados, abofeteados, pisoteados, pateados, sometidos, ridiculizados, despreciados. O de los que simplemente se habían despachado con un “Disculpe, señor”. Esperaban toda la noche… o volvían, semanas o meses más tarde. Uno acompañaba hasta el taxi, en medio de la niebla del amanecer, a la muchacha que cuidaba el guardarropas, pálida y que ni siquiera había desayunado; después iba a buscar su auto al estacionamiento. Y allí estaba el tipo esperando, apoyado en la pared junto al coche, terminando una botella de leche y sopesándola entre sus manos.

Porque a algunos no les gusta que no los dejen entrar… Mal daba un golpe aquí, otro allá; dio golpes durante años sin grandes consecuencias. Hasta aquella noche que salió temprano, encontró en la escalinata al grupo habitual de taxistas, putas, coperas, tramposos, incautos, especialistas en el cuento del tío y, como lo recordaba ahora con una sonrisa, se le acercó un tipo menudo, y le dijo, jadeando, casi sin aliento… “Toma, compañero…” y sin saber cómo Mal empezó a retroceder lo más rápido que podía tratando de cuidarse del cuchillo que tenía cerca de la garganta, mientras veía caer la sangre en su camisa blanca plisada. Pensó que era cierto eso de que cuando a uno lo acuchillan no se siente dolor, el dolor viene después. No, no, viene ahora. Como cuando uno se corta con el filo del papel, pero hasta el corazón. El estómago de Mal, ese estómago fuerte del que alardeaba, estaba en plena revolución. Y sintió la necesidad de hablar antes de actuar.

Un momento como ése no le era desconocido. Había visto caer a sus compañeros, los custodios de smoking con nudillos de hierro que tenían la linterna de la cochera. Darius, el negro grandote que se derrumbó junto a un farol después de recibir un cachiporrazo frente a Ponsonby's. O el Gordo Lol mismo, en Fauntleroy's, bamboleándose contra las mesas con una botella rota clavada en el cráneo. Todos querían decir algo antes de desmayarse. Como en las películas de guerra de la década del 50. ¿Qué? Me atacaron por la espalda, señor. El tipo de vigilancia que caía no lograba decir mucho: largaba una puteada, una palabrota. Era la expresión de sus caras, que pedían reconocimiento o respeto, porque allí estaban ellos, con esa especie de uniforme: el gran lazo de la corbata, los zapatitos negros, cayendo en cumplimiento de su deber. Al caer querían que se reconociera que se habían ganado la vida honradamente. ¿Querían decir… u oír la palabra “señor”?

Retrocedió hasta que chocó con los hombros contra el alféizar de la ventana. Cayó sentado, bruscamente. “¡A!” El Gordo Lol se inclinó a sostenerlo.

– Lol, me la dieron -dijo Mal-. Ay, Dios, me muero, ¡me muero!

El Gordo Lol quería saber el nombre del atacante. La policía también. Mal no pudo ayudarlos en la investigación.

– No tengo la más remota idea -insistía, y declaraba que jamás había visto al tipo. Pero sí lo había visto. Lo recordó después, cuando se le agudizó la memoria con ayuda de la comida del hospital.

La comida del hospital. Aunque nunca lo hubiera admitido, a Mal le encantaba. No es buena señal soñar con la comida del hospital. Oír el ruido del carrito, percibir ese olor a periódico mojado que invade la sala, y las tripas que vibran, y sin pensarlo dos veces ahí está uno, tragando un cuarto litro de bebida sin alcohol. Es una prueba de que uno se ha apegado a la institución de la peor manera posible. No deseaba los pasteles y las quiches que le traía Sheilagh. Los tiraba a la basura o se los regalaba a los borrachos de la sala. Los pobres viejos… Durante el infierno de la noche gemían como los desechos humanos de los pubs, que tenían pesadillas desplomados bajo las mesas…

Precisamente mientras se besaba las puntas de los dedos y felicitaba a la enfermera que traía el almuerzo, Mal, de pronto, recordó. Recordó al hombre que lo había atacado.

– Por Dios -le dijo a la mujer del delantal de plástico-, qué ridículo. Yo ni siquiera… -La pobrecita siguió con su recorrida, dejando a Mal en un estado de gran perplejidad (y a la vez picoteando la comida). Fue el color de las croquetas de pescado, que le recordó el color rojizo oscuro de los cabellos de ese hombre. La noche de la cuchillada, y además otra noche, meses, sí, meses atrás… Era tarde, y hacía frío: Mal en la puerta de Fauntleroy's, bloqueando la entrada iluminada con su corpulencia, y el pelirrojo que decía:

– ¿Así que no le parezco digno de entrar?

– No sé qué oyó usted, compañero, yo le estoy diciendo que éste es un lugar para socios solamente.

El hecho de que le dijera “compañero” y no “señor”, significaba que a Mal se le estaba acabando la paciencia.

– Es porque soy un trabajador.

– No, hombre. Yo también soy un trabajador. Pero si lo dejo pasar dejaré de serlo. Es el reglamento. Este es un lugar privado, compañero. ¿Qué quiere, entrar aquí y pagar cincuenta libras por una bebida sin alcohol para alguna puta? Váyase a casa.

– Así que no le gusta la gente como yo.

– Bien, el problema es el color del pelo. Aquí no entran los boludos pelirrojos. Vamos. Es tarde. Que le vaya bien.

– ¿Me está diciendo que no me aceptan aquí?

– Sí, más o menos es eso, raje de aquí de una vez.

Eso fue todo. Cosas así pasaban diez veces por noche. Pero este pelirrojo espera. Y cuando llega la primavera, vuelve y le clava a Mal una navaja en la panza.

– Toma, compañero.

Y ahora era Mal el que bebía la gaseosa, y comía croquetas de pescado de una bandeja que se resbalaba por la colcha.

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