– No parecen cepos normales. Demasiado grandes.
– Modelo anterior. Antes de que llegara el más compacto.
– Pero son pesados.
– No son livianos -admitió el Gordo Lol.
Mal tuvo que aceptar que el plan era bastante bueno. Porque dependía de la producción. Utilización masiva. Los cepos estaban a la orden del día. Era obvio (o al menos eso argumentaba el Gordo Lol), que no tenía mucho sentido andar por el West End buscando un auto en las líneas amarillas. Uno ponía un cepo y ganaba setenta libras por quitarlo. Pero el negocio estaba en la cantidad de autos. ¿Y dónde había un montón de autos? Pues en un estacionamiento nacional.
Pero, un momento. ¿Por qué motivo se podía ponerle cepo a un auto en un estacionamiento nacional?
– Porque no está en uno de los lugares marcados.
– Medio difícil, ¿no, muchacho?
– Es legal -respondió el Gordo Lol, indignado-. Puedes ponerles cepo en un estacionamiento público si están mal estacionados.
– Seguro que no les gustará demasiado.
– No, no los vuelve locos de alegría.
El Gordo Lol le pasó a Mal un autoadhesivo para el parabrisas. “Aviso: Este vehículo está ilegalmente estacionado. No intente moverlo. Para asistencia rápida…” En la ventanilla de su Rascal había otros autoadhesivos que indicaban que el Gordo Lol aceptaba todas las tarjetas de crédito.
– Dales un rato, y cuando llegues ya se habrán calmado. Lo que quieren es poder irse a su casa. ¿Con quién te vas a encontrar, después de todo? Con algún pobre tipo de Luton que trajo a la mujer por una noche a la ciudad.
Decidieron empezar con un número de autos discreto al norte de Leicester Square. No había nadie de vigilancia en la entrada que les cortara el paso. La barrera automática se alzó como en un saludo. En el segundo piso el Gordo Lol dijo “Bingo”. Veinte vehículos amontonados en un extremo, apretados, expectantes, brillando en la peligrosa luz de los estacionamientos.
Bajaron.
– El Gran Show Automovilístico, carajo -anunció el Gordo Lol. Y así era: la heráldica de cromo, la pintura galvanizada. Vacilaron cuando un auto grande bajó por el Nivel 3.
– Vamos.
Para su desilusión, sólo cuatro de los vehículos desobedecían, según el Gordo Lol, las normas de estacionamiento. Pero pronto encontró otro argumento.
– Cepo a los que tocan las líneas blancas.
– En tenis -dijo Mal-, las líneas blancas se cuentan como adentro.
– En cepo se cuentan como afuera.
Era trabajo fuerte y pesado. Esos aparatos antiguos rodaban de aquí para allá. Había que desengancharlos entre sí y luego colocarlos, ¡ A!, atornillarlos, y por fin ¡clic!, quedaban en posición. El cepo mordiendo firmemente la rueda del auto. El trabajo tenía una parte gratificante: pegar el sticker en el parabrisas.
El Gordo Lol estaba por allí haciendo un K-reg Jag cuando Mal dijo:
– Uy, se te ve la rayita del culo.
– Agáchate -respondió el Gordo Lol mientras se incorporaba-, y yo veré la tuya.
– Dijiste que trajéramos ropa de fajina.
– Con un auto como éste -dijo el Gordo Lol con voz ronca-,… te parte el alma. Si en realidad no quieres ponerle el cepo.
– Lo que quieres es llevártelo.
– No. Es que parar un motor como éste es…
– Un sacrilegio.
– Sí. Es un sacrilegio, con este motor.
Mal lo oyó primero. Como un sonido que se diferenciara del canto de la sirena de Leicester Square, donde los diversos ruidos de los motores viejos contrastaban con el de los nuevos… El Grandote Mal lo oyó primero y se quedó inmóvil, apoyado en una rodilla, con la llave inglesa en la mano. Venía en dirección a ellos ese rumor de conversación humana, las voces de soprano y contralto de las mujeres, los agudos y los graves de las voces de barítonos de los hombres, a punto de doblar la esquina, como en un salón de baile, como en la civilización, smokings, cintas y plumas turquesa, esmeraldas, tafetas, telas de algodón.
– Lol, hermano.
El Gordo Lol estaba un par de autos más adelante, ocupándose de un Range Rover mientras murmuraba palabrotas.
– ¡Lol!
¿A qué se parecía esta situación? Parecía una revolución rebobinada, eso parecía. Dos representantes del pueblo, con ropa de obreros, hechos pedazos por la clase alta. Dios mío, ahorcados por la clase alta. Lo más asombroso, viéndolo retrospectivamente, fue cómo cayeron los dos grandotes, sus culos y su legitimidad, allí mismo. El Gordo Lol alcanzó a ponerse de pie y balbucear algo sobre la ilegitimidad de la forma de estacionar. O la incorrección. O simplemente dijo que estaban mal estacionados. Esa fue toda su resistencia. El Grandote Mal y el Gordo Lol, veteranos marcados a botellazos, tipos que te la daban en un callejón, en un baño de un prostíbulo, agachados y jadeando al huir por la puerta de emergencia… ahora simplemente se dejaron aplastar. Ni siquiera queríamos ver… Mal trató de meterse debajo del Lotus que estaba haciendo pero se le arrojaron encima como un comando de guerra. Al primer golpe con una llave inglesa quedó sin conocimiento. Poco después volvió en sí, y, apoyado en un codo en un charco de sangre y aceite vio cómo arrastraban lentamente al Gordo Lol por los pelos de un auto a otro mientras las mujeres hacían cola, en medio de sus chistes, para darle puntapiés en el trasero, así como estaban, con sus trajes de noche. ¡Las señoras! ¡Qué lenguaje! Y después volvieron a Mal, que recibió otro golpe de llave inglesa. Me la dieron por la espalda, señor… No hay descanso para los malos. ¡Qué cierto es eso, carajo! Enderezaron a Mal, le dieron un buen golpe en la cabeza contra el farol de adelante, y lo hicieron rodar de un capó a otro; rozaba los autoadhesivos con los dedos helados. Este vehículo está ilegalmente… Para asistencia inmediata… Tarjetas de… Y después de una última vuelta de patadas y golpes los autos cobraron vida y se fueron, dejando al Gordo Lol y al Grandote Mal buscándose a tientas entre los gases y los ecos y el montón de cepos viejos, jadeando, chorreando, dos deshechos de la era de las máquinas.
7. Un atleta triste
– Venían de la ópera.
– ¿De la ópera? -repitió Sheilagh.
– De la ópera. Bien, Lol y yo nos tomamos la libertad… Se podía decir que lo que hacíamos no era legal…
– ¿Estás seguro de que era gente que venía de la ópera?
– Sí. Pensé que podían venir de un estreno.
De una Royal Premiere o algo así. Poco tiempo antes Mal y Linzi habían asistido a una Royal Premiere, muy cara. Y a Mal le pareció que nunca había estado en medio de una multitud tan grosera: mil quinientas bestias con traje de gala, acompañados por sus hembras. -Dejaron programas. El Coliseum. No son gente educada, Sheilagh -le advirtió. A Sheilagh le encantaban las películas donde los aristócratas se comportaban como tales. -Qué desprecio. Son crueles.
– He estado en el Coliseum. Es bueno porque las dan en inglés, así te enteras de lo que pasa.
Mal asintió con gesto sufrido.
– Se puede seguir la historia.
Por segunda vez, Mal asintió.
– ¿Participas en la carrera de los padres?
– Ahora no me queda más remedio.
– ¿Con la cara en ese estado? No puedes andar solo, Mal. No puedes andar solo.
Mal se puso en movimiento. Los arbustos, las hojas que caían… los árboles. ¿Cómo se llamaban? Hasta en California… hasta en California lo único que sabía de la naturaleza era lo que veía en las paradas de autobuses cuando se detenía, con su gorra de chofer, para ir al baño entre dos ciudades (un retrete hecho de naturaleza y colillas y fósforos quemados), o restaurantes tipo hostería de campo donde los brutos comían finezas; un año Sheilagh fue con Jet por todo un semestre (lo lamentaron) y Mal se enteró de que en las escuelas norteamericanas el ketchup de tomate se consideraba un vegetal. Y en toda su vida había tenido símbolos, como las máquinas de jugos de frutas y las ensaladas de fruta de los hospitales y las frutas de plástico del sombrero de su madre, cuarenta años atrás, en su propia Fiesta Deportiva en el colegio. Y el corte de pelo estilo taza de su padre y el traje dominguero que llevaba. Digan lo que quieran sobre aquella época. Digan lo que quieran sobre mis padres y los de todos los otros, pensaba Mal, pero lo importante era que estaban casados, y se notaba, por la ropa y por todo lo demás, y se lo tomaban en serio.
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