Martin Amis - Agua Pesada

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Las historias de Agua pesada son mundos en miniatura que contienen, en dosis altamente concentradas, la acidez, el cinismo y el profundo cuestionamiento de las bases de nuestra sociedad que caracterizan las grandes novelas de Martin Amis. Así, en uno de los cuentos, la sociedad es mayoritariamente gay, y los heterosexuales son una minoría perseguida, en otro, un sarcástico robot marciano nos trae extrañas noticias sobre la vida en el sistema solar, y en el relato ‘Agua pesada’, Amis retrata sin piedad el malestar y la fatiga de la cultura de la clase trabajadora.

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A medianoche los ojos irritados de Vernon se apartaron bruscamente de la pantalla, donde toda su vida sexual había quedado tabulada en prismas recurrentes de tres y de seis, en una serie interminable, como espejos enfrentados.

La esposa de Vernon era la única mujer que Vernon había conocido en su vida. La quería y le gustaba mucho la actividad sexual con ella; en realidad nunca había buscado ninguna aventura. Cuando Vernon le hacía el amor a su mujer sólo pensaba en su belleza y en el placer que él podía darle: los ruiditos que ella dejaba escapar por la boca entreabierta, no muy frecuentes pero tan gratificantes, la divina plasticidad de sus miembros, la fiebre, el delirio, y la seguridad de esos momentos. La sensación de paz de Vernon después del acto no tenía mucho que ver con la alta probabilidad de que la noche siguiente fuera una noche libre. Hasta los sueños de Vernon eran monogámicos. Las mujeres que aparecían en ellos eran meros íconos del reino autosuficiente de las mujeres: enfermeras, monjas, conductoras de autobuses, cuidadoras de estacionamientos, mujeres policía. Sólo de vez en cuando, digamos una vez por semana o menos, imposible de calcular, veía cosas que le hacían sospechar que tal vez en su vida hubiera lugar para algo más: un cinturón luminoso en la curva de un puente, ciertos paisajes de nubes, figuras veloces que cambiaban ante sus ojos con los cambios de luz.

Todo esto, por supuesto, antes del viaje de negocios.

No era un viaje de negocios especialmente importante: la compañía donde trabajaba Vernon no era especialmente importante. Su esposa le hizo una maleta pequeña y lo llevó a la estación. En el camino ella observó que en más de cuatro años no habían pasado una sola noche separados… que fue cuando ella acompañó a su madre después de una operación. Vernon asintió, sorprendido, mientras hacía algunos rápidos cálculos mentales. Su beso de despedida tuvo cierta pasión. En el coche restaurante tomó un gin tonic. Y después otro gin tonic. Al aproximarse el tren a la parte más céntrica de la ciudad Vernon se vio como un hombre joven y solo. La ciudad estaría llena de taxis, gente que caminaba con rumbo desconocido, sombras, mujeres, cosas que pasaban.

Vernon llegó a su hotel a las ocho. La recepcionista confirmó la reserva y le dio la llave de la habitación. Vernon subió en el ascensor. Se lavó y se cambió, eligiendo en forma muy deliberada la más sobria de las dos corbatas que le había puesto en la maleta su mujer. Fue al bar y pidió un gin tonic. La camarera se lo llevó a la mesa. En el bar había alguna gente de la ciudad: hombres, mujeres que probablemente hacían cosas con los hombres con bastante frecuencia, jóvenes parejas que cuchicheaban en secreto. Justo frente a Vernon había una enorme señora con pieles, sombrero, y cigarrillo con boquilla. Le echó dos, o quizá tres miradas a Vernon. Vernon no podía asegurar si dos o tres.

Cenó en el restaurante del hotel. Con la comida consumió media botella de vino tinto bueno. Mientras bebía el café Vernon consideró la idea de pedir una crème de menthe… o un cóctel de champagne en el bar. Tenía calor, le zumbaba el cráneo; dos moscas histéricas daban vueltas alrededor de su cabeza. Subió nuevamente a su habitación, con la idea de refrescarse un poco. Lentamente, ante el espejo, se quitó la ropa. Su cuerpo pálido estaba enrojecido con el tranquilo resplandor de la fiebre. Tenía la piel deliciosamente sensible al tacto. “¿Qué me pasa?”, se preguntó. Luego, con alivio, con vergüenza, con deleite, se echó en la cama y se hizo a sí mismo algo que no se hacía desde más de diez años atrás.

Por la noche lo hizo tres veces más y otras dos a la mañana siguiente.

Ese día tenía cuatro citas. La misión de Vernon era elegir la calculadora de bolsillo más adecuada para uso diario de todos los miembros de la empresa. Entre una y otra demostración (la cinta de Moebius de las cifras, el guiño repetido del punto decimal) Vernon volvía al hotel en taxi y cada vez volvía a hacerse aquello. “Lo más rápido posible”, le decía al taxista. Esa noche comió una cena liviana que mandó subir a la habitación. Lo hizo cinco veces más… ¿o seis? No podía estar totalmente seguro. Pero sí estaba seguro de que a la mañana siguiente lo había hecho tres veces más, una antes del desayuno y dos después. Tomó el tren de regreso al mediodía, habiendo llegado a esta cifra increíble: 18 veces en 36 horas, es decir… ¿Cómo? Ochenta y cuatro veces por semana, o sea 4.368 veces al año. O quizá lo había hecho diecinueve veces. Estaba agotado, pero en cierto modo nunca se había sentido más fuerte. Y ahora el viaje en tren le provocaba una erección, le gustase o no.

– ¿Cómo te fue? -le preguntó su esposa al regreso.

– Cansador. Pero muy bien -admitió Vernon.

– Sí, pareces un poco vapuleado. Lo mejor será que te acuestes y te quedes un rato en cama.

Los ojos enrojecidos de Vernon parpadearon. No podía creer en su buena suerte.

Poco después Vernon se sonreía sin poder creer en su timidez durante esos días pioneros. ¡Cuando sólo lo hacía en la cama, por ejemplo! Ahora, con total abandono y euforia, lo hacía en todas partes. Se arrojaba al suelo en el dormitorio y lo hacía allí. Lo hacía tendido debajo de la mesa de la cocina. Por un tiempito se le dio por hacerlo al aire libre, en los parques en medio del viento, en lugares llenos de gente en la ciudad, en lugares poblados en el campo; le temblaban las rodillas. Lo hizo en trenes sin corredor. Alquilaba habitaciones por hora en hoteles baratos, por media hora, por diez minutos (cómo lo miraban los recepcionistas). Pensó en alquilarse un nidito de amor en alguna parte. Confusamente y en forma fugaz consideró la idea de escaparse consigo mismo. Comenzó a hacerlo en el trabajo, con cuidado al principio, después con abandono nihilista, como si lo único que secretamente le importara fuera el descubrimiento. Una vez, riéndose con picardía antes y después (el peligro, el peligro), lo hizo mientras dictaba una larga y trémula carta a la secretaria que compartía con otros dos gerentes. Después de esto recuperó la razón y decidió hacerlo solamente en su casa.

– ¿Cuánto tardarás, querida? -le preguntaba a su esposa cuando ella abría la puerta de calle con las bolsas para las compras en la mano.

¿Una hora? Bien. ¿Sólo dos minutos? ¡Mejor todavía! Tomó la costumbre de meterse entre las sábanas mientras su mujer hacía el té para el desayuno, deliciosamente envuelto en la humedad conyugal de las sábanas. En las noches libres de hacer el amor con su mujer (y ahora era invariablemente una noche sí, una noche no) Vernon casi siempre se arreglaba para hacerlo una vez mientras su esposa, en el baño al lado del dormitorio, se preparaba tranquilamente para acostarse. En varias ocasiones casi lo descubrió. Esto le resultaba muy excitante. En ese punto Vernon trataba desesperadamente de seguir con el recuento; de alguna manera los números estaban siempre presentes, gorgoteando en la memoria de la computadora en Contaduría. Ahora promediaba 3,4 veces por día, o sea 23,8 por semana, o la cifra de locos de 1.241 veces por año. Y su mujer jamás sospechó nada.

Hasta ahora las “sesiones” de Vernon, como él las llamaba, siempre estaban estructuradas alrededor de su esposa, la única mujer que había conocido…, su belleza, los ruiditos gratificantes que hacía, la calentura, la seguridad. Su mente había efectuado varias elaboraciones, por supuesto. Una sesión “típica” comenzaba con que ella se desnudaba por la noche. Se inclinaba para quitarse el pesado corpiño y dejaba caer sumisamente la bombacha. Siempre se le escapaba una pequeña exclamación cuando Vernon, obviamente en gran forma, surgía, impactante, de las sombras. La montaba rápidamente, casi con brutalidad. Las manos de ella demostraban su desvalimiento mientras los grandes músculos de la espalda de Vernon subían y bajaban. “Eres demasiado grande para mí”, le hacía decir él algunas veces, o “Me duele, pero me gusta”. La culminación generalmente se sincronizaba cuando su esposa le pedía a gritos lo que Vernon rara vez le hacía en la vida real. Pero Vernon nunca hacía las cosas que ella ansiaba. Ah, no, eso no. Casi siempre se ilimitaba a eyacularle por toda la cara. Por supuesto eso a ella también le gustaba (la muy puta), aunque a Vernon, fugazmente, le daba asco.

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