Martin Amis - Agua Pesada

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Las historias de Agua pesada son mundos en miniatura que contienen, en dosis altamente concentradas, la acidez, el cinismo y el profundo cuestionamiento de las bases de nuestra sociedad que caracterizan las grandes novelas de Martin Amis. Así, en uno de los cuentos, la sociedad es mayoritariamente gay, y los heterosexuales son una minoría perseguida, en otro, un sarcástico robot marciano nos trae extrañas noticias sobre la vida en el sistema solar, y en el relato ‘Agua pesada’, Amis retrata sin piedad el malestar y la fatiga de la cultura de la clase trabajadora.

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Las posibilidades parecían infinitas. Otras literaturas esperaban, amodorradas, en sus dormitorios. El león dormido de Tolstoy (Anna, Natasha, Masha y las otras. La ficción norteamericana), esas chicas hasta le enseñarían ellas mismas nuevos juegos. Las furtivas francesas… Vernon sospechaba que él y Madame Bovary, por ejemplo, iban a llevarse muy bien… Pero una tarde confusa, encontró la obra de D. H. Lawrence. El domingo a la noche cerró The Rainbow de un golpe, y supo de inmediato que esta vía especial de posibilidades, por más amplia que fuera, con sus árboles enmarañados y sus bellas enfermedades, y esa perspectiva distante donde se alzaban montañas arenosas, había llegado a un abrupto e incontestable final. Nunca había conocido mujeres que se comportaran así. Sintió un oscuro alivio y hasta un sacudón de deseo teórico cuando oyó entrar a su esposa a última hora de la noche, con las tazas de té en una bandeja.

En esa época, en promedio, Vernon se acostaba con su mujer 1,15 veces por semana. Si la cifra se reducía a menos de un dígito habría problemas, y Vernon estaba atento a la forma que podría asumir la crisis. Por suerte hasta el momento su esposa no había dicho nada al respecto. Una tarde, después de la debacle con Lawrence, Vernon estaba pensando, y de pronto se le ocurrió algo que le hizo dar un salto al corazón. Parpadeó. No podía creerlo. Y era verdad. Ni una sola vez, desde que comenzaran las “sesiones”, le había pedido a su esposa alguna de las astutas variaciones que antes usaba para espaciar las semanas, los meses, los años. Ni una sola vez. Simplemente no se le había ocurrido. Sacó la calculadora de bolsillo. Perplejo, marcó las cifras. Ella le debía… Bien, si quería, podía darse una semana entera de… Estaban equis tiempo atrasados con… Pronto llegaría otra vez el momento en que él… La esposa de Vernon pasó por la habitación. Le envió un beso. Vernon decidió guardar esas cifras pero mantenerlas al día. En cierto modo equilibraban las cosas. Sabía que le estaba negando a su esposa algo que le pertenecía, pero que a la vez se estaba guardando algo que no debía dar. Comenzó a sentirse mejor con todo el asunto.

Porque pronto comprendió que ninguna mujer en particular podría satisfacerlo. No, no a él. Sus actividades se desarrollaban en una esfera de intensidad y abstracción completamente nueva. Ahora, cuando se levantaba el telón de terciopelo, Vernon montaba un bravo caballo negro en una duna marmórea, entrecerrando los ojos para fijarlos en una caravana de mujeres árabes indefensas que avanzaban trabajosamente más abajo; entonces él clavaba las espuelas y las alcanzaba como un rayo, con una espada amenazante en cada mano. O bien Vernon se elevaba sobre una pirámide humana de cuerpos desnudos, que se confundían y se retorcían, hasta que una vez más lo atraían al centro palpitante de carne y calor. Visitaba extraños planetas donde las mujeres eran de metal, o eran flores, o eran de niebla. Pronto se convertía en una nube, un cúmulus, en aguas que subían con la marea, en el viento del este, en el corazón ardiente de la Tierra, en el aire mismo, y daba vueltas alrededor del globo aterrorizado, convertido en tribus enteras, en razas, en ecologías que huían y se esparcían bajo su sombra ancha como un continente.

Después de un mes de estos revoloteos las cosas comenzaron a andar realmente mal.

El primer aviso del desastre fueron los esporádicos ataques de eyaculación precoz. Vernon se preparaba para una sesión tranquila, hacía el casting y el guión del drama cósmico que se desarrollaría… miraba hacia abajo y veía deshacerse sus pensamientos sin ningún placer, perdidos por el arma aventurera que tenía en la mano. Esto empezó a suceder con más frecuencia, a veces sin ninguna razón: Vernon ni se daba cuenta hasta que veía las manchas reveladoras en el pantalón, como si fuera un chico. (Lo asombroso, y a la vez humillante, era que su esposa no parecía notar la diferencia. Sin embargo en esa época sólo hacían el amor diez u once veces por mes). Vernon trató de tomarse la cosa en broma, y esto dio resultado: poco después desapareció el problema. Pero lo que vino después fue mucho peor.

En primer lugar, en todo caso, Vernon se echó la culpa a sí mismo. Estaba tan aliviado, sentía una alegría tan infantil con sus proezas recobradas, que alargaba inmoderadamente las “sesiones” hasta llegar a duraciones sin precedente. Quizás eso no era bueno… Lo cierto es que se le iba la mano. Una semana después, y contra su voluntad, las sesiones estaban durando de treinta a cuarenta y cinco minutos; dos semanas después duraban una hora y media. Interferían con sus horarios: todas las acciones rápidas, todos los programas exigentes que antes jalonaban su vida se reducían a actividades hechas con mal humor y sin éxito.

– Vernon, ¿te sientes mal? -le preguntaba su esposa desde el otro lado de la puerta del baño-. Es casi la hora del té.

Vernon, desplomado sobre la tapa del inodoro, jadeando de agotamiento, se incorporaba salvajemente, con los ojos desorbitados, la cara consumida. Tosía hasta poder hablar.

– Ya salgo -lograba decir por fin, mientras luchaba por ponerse de pie.

Nada de lo que Vernon pensaba lo liberaba. Multitudes de mujeres enloquecidas, que arrastraban carros, alguna de bronce y de un metro y medio de alto, otras no más grandes que una lapicera fuente, aullaban ante él desde los cuatro ángulos del universo. De nada servían. Juntaba a todas las inocentes y las sometía a atrocidades de proporciones inimaginables, cometiendo un millón de asesinatos con infamantes torturas. Y nada. Vernon, el hombre neutrónico, el supernova, el sol negro, consumía a la Tierra y a sus hermanas en su fuego, hendía el cosmos, eyaculaba la Vía Láctea. Tampoco eso servía. Se veía obligado a fingir orgasmos con su mujer (con bastante habilidad, por lo que parecía: ella no decía nada). Los testículos le producían una fuerte migraña, una migraña que le aceleraba cada vez más los latidos, hasta que por la noche se había convertido en un montón de carne trémula, y le temblaban las manos cuando se llevaba una aspirina más a la boca.

Entonces ocurrió la última catástrofe. Paradójicamente, vino precedida por una simple, gozosa culminación no programada en un autobús, un mediodía. Durante la tarde, en la oficina Vernon se regodeó pensando que se habían terminado sus sufrimientos. Pero no fue así. Después de una semana de incesantes experimentos e investigaciones tuvo que enfrentar la verdad. Todo había terminado. Era impotente.

“Ay, Dios mío”, pensó. “Siempre supe que esto me sucedería algún día.” En cierto sentido aceptó este revés con gran estoicismo (en esos momentos pensar en sus hábitos de antes le daba asco); en otro sentido, y con terror, se sentía como un hombre suspendido entre dos estados: uno, tal vez, la realidad, el otro un sueño inenarrable. Y luego, un día, se despierta con un suspiro de alivio, pero la realidad se ha ido y ha sido reemplazada por la pesadilla que había estado allí todo el tiempo. Vernon miró la casa donde hacía tantos años que vivían, las cinco habitaciones por donde caminaba su serena esposa, y vio cómo todo se le iba para siempre, toda su paz, toda la fiebre y la seguridad. ¿Y a cambio de qué, de qué?

“Tal vez sería mejor que le contara todo, con toda franqueza”, pensó, sintiéndose un miserable. No sería fácil, Dios lo sabía, pero con el tiempo ella volvería a tenerle confianza. Y realmente había terminado con todas esas tonterías. “Dios mío”, pensó, “cuando yo…” Pero entonces vio el rostro de su mujer, alerta, directo, confiado, y la mueca provocada por el comienzo de la comprensión mientras él tartamudeaba su historia. No, nunca podría decírselo, nunca podría hacerle eso, nunca. De todos modos ella pronto se daría cuenta. ¿Cómo podía un hombre ocultar que había perdido eso que lo convertía en un hombre? Consideró el suicidio, pero… Pero no tengo coraje, se dijo. Tendría que esperar, esperar y destrozarse de miedo.

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