Salimos del cine envueltos en un embarazoso silencio. Y tomamos la misma calle, una de esas calles extralargas sin bifurcaciones. Estábamos condenados a seguir juntos hasta el centro. El destino se empeñaba en ejercer de celestina.
– Está bien -dijo ella, resignándose a lo inevitable-. ¿Cómo coño lo supiste? No me digas que fue casualidad.
– Fue el azar -contesté en un alarde lírico que no entendió. Me miró de tal forma que tuve que dejar a un lado la poesía a riesgo de perder la vida-. La casualidad, quiero decir.
– Ya -susurró.
No me creía en absoluto. La casualidad rige nuestra vida, pero nadie se percata oye ello. En el cine, la casualidad delata la incapacidad del guionista para resolver situaciones. Puede que Dios no sea mas que un guionista mediocre y chapucero, reflexioné.
Seguimos caminando sin decir nada más, y cada paso que dábamos era una derrota. No había duda: Coral era una princesa cautiva en una torre demasiado alta para mí, un caballero sin suerte ni blasón.
– Ha estado bien la peli, ¿verdad? -comentó ella de pronto, aunque sin demasiado entusiasmo. El camino era largo y era mejor hablar que soportar el silencio.
Me agarré a aquel principio de conversación como un trapecista a su trapecio. Pronto, casi sin darnos cuenta, nos encontramos comentando la película con fervor. Le arranqué un par de carcajadas y eso me envalentonó. Eché mano de todo mi ingenio. Yo sabía que, dadas las circunstancias, comentar la película no era más que un pretexto, una cortina de humo, que en realidad de lo que se trataba era de hablar de nosotros, de enseñar un poco el alma en cada opinión. Agradecí de corazón a Isabel Coixet, la artífice de aquella maravilla, los múltiples meandros que proponía su argumento. Improvisé algunas teorías sobre la soledad, la melancolía, y ricé el rizo hablando del azar, cuyo tentáculo había emergido de la pantalla para envolvernos a nosotros, pues por qué estábamos allí, caminando por aquella calle semidesierta, si no era por capricho del azar. Coral me dio la razón. El final de la calle nos sorprendió, poniendo un maldito cruce delante de nuestras narices. ¿Y ahora? Los dos nos detuvimos, sin saber qué hacer. Sólo existía un 25% de posibilidades de que tomáramos el mismo camino. El primero que diera un paso en su dirección contaba con un ancho 75% para asesinar sin piedad la conversación, para abortar nuestro futuro, cualquiera que éste fuese. Atisbé un bar en una de las esquinas y, antes de que lo insostenible de la situación la forzara a recurrir a la salvadora despedida, le propuse continuar la charla ante unas cervezas. Me miró como quien mira una ecuación de tercer grado. Tragué saliva. Si ella rechazaba la oferta, no confiaba en que el destino se tomase más molestias por nosotros.
– De acuerdo -dijo con una leve sonrisa.
Oí música y el cielo se llenó de fuegos artificiales. Ya la tengo, me dije, sabiendo que en realidad era ella la que me tenía cogido por las pelotas, que es el sitio donde veranea el corazón.
El bar era una tasca de mala muerte: una barra cochambrosa y cuatro mesas mal colocadas. No había un alma. Un televisor, encumbrado sobre la puerta de los servicios, hacía gárgaras con las noticias. El camarero, acostumbrado a los parroquianos habituales, nos miró con cierta sorpresa, incluso con temor, como si fuésemos alienígenas desocupados en su invasión terráquea. Pedimos unas cañas y tomamos la mesa más recoleta. El camarero agregó unas aceitunas daltónicas por cuenta de la casa. Coral las apartó discretamente a un lado cuando éste regresó a la barra. El mugriento decorado, en vez de perjudicar nuestra cita, forjó entre nosotros una solidaridad de náufragos. Entre muecas divertidas y risas disimuladas yo tendía con naturalidad mi escala hacia su torre.
– Cuéntame el principio de la peli -pedí, encaramándome a su balcón.
No hay método más infalible que ése para averiguar si uno podrá o no enamorarse de la chica que le atrae. Eso la vuelve un poco comediante, embaucadora, y nos da una idea aproximada de su inventiva, un ingrediente ornamental que luego, al ir adentrándonos en otras parcelas, agradeceremos. Enlacé mis manos, improvisando un atril para mi barbilla, y la observé escoger las palabras más adecuadas, resaltar los hechos que verdaderamente importaban y desechar lo anecdótico, recrear el suspense de la escena con pausas y aspavientos, intentar transmitirme la misma emoción que la embargó a ella… Sí, podría enamorarme de Coral. Vaya si podría. Bueno, para ser sinceros, llevaba cuarenta y ocho horas dedicado a ello.
Cuando Coral acabó su narración el silencio aprovechó para instalarse de nuevo entre nosotros, pero esta vez era un silencio agradable y dulzón, cómodo como un viejo sofá.
– Siento la putada de la cita -dijo ella al rato.
Así que aquella chica también podía ser amable. íbamos progresando.
– Olvídalo.
Intercambiamos los cromos de nuestras tontas sonrisas durante unos segundos.
El camarero empezó a barrer a nuestro alrededor, aventurando la escoba de tanto en tanto entre nuestros pies, asegurándose de que captábamos la indirecta. Pagamos y salimos del tugurio para no volver en lo que nos quedaba de vida. Coral no parecía de esa clase de chicas que aceptaría seguir la charla en casa, con una copa y la cama sonriendo maliciosa por entre la puerta entornada del dormitorio, así que no dije nada y esa noche no follamos. Pero, tachán, quedamos para mañana.
La noche siguiente le propuse ir a cenar a un mexicano. Coral pidió una ensalada, no soportaba el picante. Tenía una hermana pequeña que se llamaba Lucía y que ese mes estaba enamorada de Brad Pitt; también un hermano que practicaba la natación. Yo tenía dos padres y una vez había tenido un gato que se llamaba Jedi y su fuerza todavía me acompañaba. No entendió el chiste y le pedí una foto suya. Su padre, que era cirujano, opinaba que el cordón umbilical no debía desecharse tan a la ligera y ella había estado en París el verano pasado. Yo le hablé de Javi y le conté algunas cosas divertidas que nos habían pasado juntos, cómo habíamos tratado de montar una empresa con los comemierda o cómo nos emborrachábamos en tascas de mala muerte. Sorprendentemente me dijo que le gustaría conocerle. Rematamos con un helado que tomó despacio, escurriéndole el frío a cada cucharada antes de abrirle la aduana de la garganta. Esa noche tampoco follamos.
La noche siguiente dimos un paseo por los aledaños del río, que estaban alfombrados de coches con los maleteros abiertos, congestionados de botellas. Coral había pasado casi dos años fuera de casa, compartiendo piso con una amiga que el mes pasado se había ido a vivir con un tipo doce años mayor que ella, obligándola a regresar al nido. Le dije que Dios nos había colocado entre las hormigas y las estrellas, para que cada uno decidiéramos hacia dónde mirar y ella me contó que tenía un primo en Barcelona que había dejado embarazada a dos chicas el mismo mes sin que su novia se enterase y yo asentí como si comprendiera de qué rara forma enlazaba aquello con mi comentario. Presenciamos, desde una distancia prudente, una gresca entre un par de chavales pastilleros. Coral trabajaba de secretaria para un amigo de su padre, poniéndole al día los archivos y esas cosas; no le pagaba mucho, pero tampoco le metía mano. De regreso a casa, yo tampoco le metí mano, así que esa noche tampoco follamos.
La noche siguiente fuimos al concierto de Ketama. Coral brincaba y coreaba todas las canciones, yo daba saltitos y movía los labios, como hacía de pequeño en misa con el padrenuestro. Su primera vez fue en verano, en una playa de Málaga, y fue por amor, por el amor de un extranjero que se llamaba Salman y que no le había mandado una puta carta después de aquello. Mi primera vez fue en el gimnasio de mi instituto, y fue por aburrimiento, sobre una colchoneta que apestaba a abdominales y con una dispensada como yo, mientras el resto de la clase se partía el pecho dando vueltas al campo de fútbol. En realidad mi gran amor de aquel entonces era una sirena, pero ni ella tenía por dónde entrarle ni yo dinero para encargar un traje de submarinismo con aberturas especiales. Coral aborrecía las películas de Woody Allen y coleccionaba cajas de cerillas y en el portal de su casa me besó y yo arriesgué una caricia, pero esa noche tampoco follamos.
Читать дальше