Félix Palma - La hormiga que quiso ser astronauta

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La hormiga que quiso ser astronauta: краткое содержание, описание и аннотация

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Cuando las preocupaciones podían extirparse con anguilas modificadas con Quimicefa, y tus amantes incluían a una pintora que era, literalmente, tu alma gemela, y a un ángel (bueno, un serafín) exiliado del Cielo. Cuando los repartidores de pizzas conspiraban para escribir tu biografía no autorizada, y una vieja grabadora trucada podía servir para recuperar y extraer sentido de las palabras dichas en una ruptura. Cuando La Muerte recorría la ciudad con una lista de víctimas que, si eras lo suficientemente rápido, podías alterar. Cuando las hormigas aspiraban a alcanzar las estrellas. ¿Lo recuerdas? ¿Sí? Ahora, ¡despierta!

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Esa noche, abrazados en la cama, comulgando de su sudor, supe que nunca sabría nada, que con ella todo me pillaría por sorpresa, que nada era descartable, que un buen día, mientras se secaba el pelo, podría decirme, por ejemplo, que se iba a Barcelona por una temporada indefinida, a casa de sus tíos, a replantearse nuestra relación. Y yo sólo podría asentir y ayudarla a preparar el equipaje.

6

– Pensar mis tíos a una casa, marcharme en lo nuestro voy temporada de para, necesito Barcelona.

– ¿Que…?

Coral apagó el secador y repitió:

– He dicho que voy a marcharme una temporada a Barcelona, a casa de mis tíos, para pensar en lo nuestro.

¿En lo nuestro…? Al oír aquello me apresuré a pulsar el botón de pausa del vídeo, con la ingenua esperanza de congelar también los acontecimientos que estaban sucediendo fuera de la pantalla. En la caja tonta, Obi Wan Kenobi nunca llegaría a recibir la luminosa hoja de Vader, detenida a un palmo de su rostro. En la dura realidad, sin embargo, nadie me libraría a mí de la estocada.

Me levanté del sofá y me acerqué al baño, a través de cuya puerta entornada Coral me había pasado aquella información. Abrí la puerta del todo, y aparte de encontrarme con Coral envuelta en su toalla rosa, sentada sobre la bañera y desenredándose el pelo, una de esas estampas que se graban a fuego en la retina y en los, bajos del vientre, también me encontré con mi rostro en el espejo, y por un momento creí que había otro tipo en la ducha. Me costó reconocerme en aquellos ojos desorbitados, en aquella boca floja y temblorosa, desvalijada de expresión, en aquella palidez súbita. Aunque mi interior no había tenido tiempo de absorber la noticia, un batiburrillo de sentimientos trataban de acomodarse en el rostro arrasado que, entre los descosidos del vapor, me mostraba el espejo.

La miré, y ella dejó de cepillarse el pelo y me obsequió con una sonrisa algo mustia. Puede que mi mirada exigiera una explicación, lo cierto es que sabía que ningún consuelo podía haber tras aquella sentencia y mi mente, mientras Coral exponía sus motivos, ya me susurraba que podía vivir sin ella. El papel celo había aguantado diez meses, los cuatro últimos viviendo juntos, no estaba tan mal. No pude más que aprobar sobrecogido aquel mecanismo de autodefensa tan atroz y eficiente, pues qué otra forma había de seguir allí de pie, contra la cólera del viento, más que decirme a mí mismo que aunque se le parecía mucho aquello no era el fin del mundo, que había vida tras Coral, que las rosas seguirían oliendo igual y que los cines, las heladerías, las tiendas de discos y las librerías seguirían abiertas para mí, ofreciéndome las muletas de las cosas materiales queridas y fieles. Al segundo siguiente, rendido ante la esbeltez de sus piernas y el sonsonete de su voz, ya pensaba todo lo contrario: que nada de eso supliría sus besos ni sus caricias, que nunca podría comprar en ninguna tienda ese plumero de luz que me limpiaba por dentro al envolverla en mis brazos y que mi vida sin ella tendría la triste complacencia de las baratijas y los menús del día.

Sus explicaciones no marcaron ninguna diferencia. Era una aburrida retahíla de razones que parecían no referirse a nosotros o no sólo a nosotros: no es por ti sino por mí, me siento desorientada, no sé lo que quiero, no sé si estoy enamorada, y un buen montón más de cosas que no sabía, frases tan televisivas, tan impersonales, que parecían valer para cualquier pareja. Las verdaderas causas, lo que acechaba detrás de tanta bisutería sentimental, yo nunca lo sabría, formaban parte de, ese tipo de cosas que nunca se dicen, porque duele decirlas y duele escucharlas, razones demasiado complejas y particulares que por lo general iban entroncadas a otro tipo de motivos aún más vergonzosos de reseñar, como son los ronquidos, el mal aliento, el no cerrar la pasta de dientes, el no tirar de la cisterna y bajezas por el estilo capaces de polucionar el amor más puro. Todo eso, a la larga, era la porquería que el hombre camuflaba echando mano a aquellos tópicos tan universales acuñados por la civilización para embellecer la basura. Coral recurría ahora a ellos, no se si porque a ella aquellas frases hechas le servían o porque me ocultaba las causas verdaderas; sea como fuere, los usaba, acompañados por una sonrisa descolorida, como echada a perder, y eso me producía náuseas. Y lo peor de todo era que yo también había enmascarado la verdad con esa mierda en cierta nota de despedida. Si a Blanca aquello le había resultado tan desagradable como me estaba resultando a mí, yo no tenía perdón.

En realidad no todo eran excusas estereotipadas. A veces, Coral hacía alguna referencia concreta a nuestro romance, y eso era más exasperante aún. No puedo decir que me sorprendiera lo distinta que era su versión de nuestra relación de la mía. Habíamos vivido los mismos momentos, pero los habíamos percibido de forma diferente, a veces incluso opuesta. Todo eso derivaba del mismo problema. Ya he dicho que nuestras almas no se pertenecían, y eso tenía sus ventajas y sus inconvenientes. Y nos encontrábamos inmersos en la hora fatídica de los inconvenientes, preguntándonos tal vez dónde habían estado las ventajas.

– No es un adiós. Sólo unas vacaciones -concluyó con entusiasmo, estrechándose contra mí como una niña traviesa que busca el perdón con sus mejores mohines-. No cambia nada.

La abracé con fuerza, con una desesperación exagerada con la que pretendía informarle de que para mí cambiaba todo. Sin embargo, las escasas dimensiones de su toalla, la humedad de su piel y la vaharada de Timotei que despedía su melena interpusieron entre nosotros una incómoda erección que dio una nueva perspectiva a la escena. Traté de refrenar el deseo que me invadía, pero fue inútil. El abrazo había situado mis manos en sus caderas y las yemas de mis dedos intuían la dulce pendiente de sus nalgas. La deseaba, justo en aquel momento tan delicado, tan crucial, la deseaba como nunca. El hombre es un ser tan primitivo. Tantos periodos evolutivos para qué. Éramos los mismos de siempre. Con corbatas y pisacorbatas, con horarios de ocho horas, con McDonalds por todos lados, pero los mismos en el fondo. Mejor no haber bajado de la rama, haber pasado de la puñetera manzana… Que se fuera a Barcelona si quería, no me importaba, sólo me importaba entregarme al deseo que me martirizaba las venas, apartarle la toalla de un manotazo y sumergirme en la tibieza de su cuerpo para apagarlo. Me pregunté si mis manos conservarían aún el derecho de deambular libremente por aquellas espléndidas estepas de carne, pero no me atreví a comprobarlo por temor a encontrarme con la desagradable presencia de alguna alambrada. Ella se retiró y me miró a los ojos.

– No te quedes callado. Di algo -dijo entonces-. No me hagas sentir culpable.

Dios, era tan televisivo todo… ¿Qué quería que le dijera? ¿Qué quería oír exactamente? Mira, Coral, cualquier cosa que digas me parecerá bien. Tanto si me dices que no sabes si me quieres como si me dices que estás absolutamente segura de que me quieres, yo lo aceptaré sin tratar de comprenderlo porque las dos opciones son igualmente válidas. Vivimos en dos planos diferentes. Yo nunca sabré lo que tú piensas y tú nunca sabrás lo que yo pienso. Sólo podemos dar palos de ciego.

Coral me miraba con aquella expresión de disculpa que había mantenido desde el principio de su charla. Una sonrisa piadosa le aleteaba de tanto en tanto en los labios.

– ¿Cuándo te vas? -pregunté con la mayor frialdad posible. Ah, cómo nos pierde el orgullo.

Si recibió el golpe, no lo acusó.

– Dentro de dos horas -respondió con más frialdad aún-. Compré el billete hace tres días.

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