Félix Palma - La hormiga que quiso ser astronauta
Здесь есть возможность читать онлайн «Félix Palma - La hormiga que quiso ser astronauta» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию без сокращений). В некоторых случаях можно слушать аудио, скачать через торрент в формате fb2 и присутствует краткое содержание. Жанр: Современная проза, на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале библиотеки ЛибКат.
- Название:La hormiga que quiso ser astronauta
- Автор:
- Жанр:
- Год:неизвестен
- ISBN:нет данных
- Рейтинг книги:4 / 5. Голосов: 1
-
Избранное:Добавить в избранное
- Отзывы:
-
Ваша оценка:
- 80
- 1
- 2
- 3
- 4
- 5
La hormiga que quiso ser astronauta: краткое содержание, описание и аннотация
Предлагаем к чтению аннотацию, описание, краткое содержание или предисловие (зависит от того, что написал сам автор книги «La hormiga que quiso ser astronauta»). Если вы не нашли необходимую информацию о книге — напишите в комментариях, мы постараемся отыскать её.
La hormiga que quiso ser astronauta — читать онлайн бесплатно полную книгу (весь текст) целиком
Ниже представлен текст книги, разбитый по страницам. Система сохранения места последней прочитанной страницы, позволяет с удобством читать онлайн бесплатно книгу «La hormiga que quiso ser astronauta», без необходимости каждый раз заново искать на чём Вы остановились. Поставьте закладку, и сможете в любой момент перейти на страницу, на которой закончили чтение.
Интервал:
Закладка:
– Eso también.
En una situación como aquella cualquier cosa me cuadraba. La hormiga que… Vale, Blanca, lo que tú quieras.
Sin saber qué más añadir, y recordando que las palabras eran del todo prescindibles entre nosotros, miré el fondo de sus ojos con extrema dulzura. Todo lo ocurrido había transformado su mirada. Tenían ahora sus ojos un no sé qué de cementerio de elefantes, de playa solitaria e inverniza, y supe que cuando me tocase morir, por muy lejos que me hubiese llevado la vida, iría a hacerlo allí, con precisión paquidérmica y cerrazón cetácea.
– ¿Me escribirás? -pregunté.
– No -me respondió, con una mueca dulce.
No habría cartas, sólo vacío. Era el adiós definitivo; así lo quería ella. Se iba a Granada, a empezar una nueva vida, una vida de espaldas al amor… El pecho se me llenó de tristeza. Me incliné y la besé por última vez, y como quien tiende las manos hacia la lumbre de una hoguera, recibí a través del tragaluz de su boca el fuego en el que ardía su alma, un alma que ya no tendría oportunidad de capturarme, que quizá ya no lo desease. Quería decirle tantas cosas. Quería decirle que deseaba de corazón que le fuese bien allí donde estuviera, que dejase de pintar manchas y explorase su talento en serio, que la felicidad completa existe aunque uno no tenga el valor necesario para ir a por ella, decirle que nunca amaría a otra como la amaba a ella, y decirle, sobre todo, que no se fuera, que no saliera de mi vida, que estuviera siempre a mano para cuando yo desease por fin ser feliz…
– Adiós -resumí, y salí de la habitación todo lo deprisa que pude, para que ella no viera mis lágrimas.
Con los ojos llorosos traté inútilmente de orientarme en aquel dédalo de pasillos asépticos. Fui a parar a una pequeña salita donde había una enorme máquina de café. Me serví uno y me senté en una butaca a disfrutar de aquella porquería.
Saqué la foto de Blanca de la cartera. Ha sido una pena que hoy no me hayas preguntado por qué, le dije, hoy habrías sabido la verdad… La foto se la había hecho yo mismo en el mercadillo de los domingos, donde muchos otros como ella se reunían para intentar vender su arte. Blanca trataba de seducir al objetivo con una exagerada pose de top model, por detrás se veían algunos tenderetes y gente paseando, esa gente feliz de las fotos.
Entonces la vi. No podía creerlo, pero era cierto… Estaba de espaldas ante uno de los puestos, señalando hacia un cuadro, pero su melena roja era inconfundible. Saqué la foto de Artemisa y la comparé. Sí, se trataba de la misma chica, no había duda. Aunque la ropa era distinta, seguía el mismo estilo, había salido del mismo armario. Al parecer, aquella desconocida me consideraba un fotógrafo excelente. Guardé las fotos y enfrenté un nuevo trago de café.
Frente a mí, como colocados para uno de esos daguerrotipos antiguos, se distribuían por las butacas los miembros de una familia. La mujer y la suegra, consolándose una a otra, ocupaban la parte central, dos niños pequeños dormían al lado izquierdo, el hijo adolescente, apartado y serio, se adueñaba con su pose de rebelde publicitario de la parte derecha. Faltaba el padre, orquestador de la tragedia. En ese momento, entró en la sala un cirujano. La Muerte le seguía. La mujer se levantó, ansiosa.
– Lo siento, señora Iglesias -dijo suavemente el cirujano-. Hemos hecho todo lo posible, créame.
Mientras yo me sorprendía al escuchar aquella frase fuera de una película, la mujer se giró con brusquedad hacia los brazos de la suegra. El hijo adolescente echó la cabeza hacia atrás, apoyándola contra la pared, como si su equipo hubiese perdido el partido en el último minuto. Uno de los niños cambió de postura. El cirujano miró hacia el suelo, dejando colgar los brazos, un ademán que debía tener estudiado. La Muerte sacó su lista y tachó con un gesto de triunfo el nombre del fallecido, luego hizo una especie de reverencia oficiosa y abandonó la escena. Yo la seguí, saliendo de una tragedia que nada me decía como un polizón abandona el barco al llegar al puerto.
La Muerte caminaba con solemnidad entre los pasillos llenos de enfermos, mirando con descaro a las enfermeras de aspecto más joven y sano, las que más tardarían en rendirse a la oscuridad de sus brazos. Se movía en aquel mundo blanco como un lugareño, y comprendí que si quería salir de allí lo más rápido posible debía pegarme a sus talones. Para no perderla, me vi obligado a tomar su mismo ascensor. La Muerte no pareció contenta de verme. Éramos los dos únicos ocupantes y el silencio resultaba especialmente incómodo.
– Oye, perdona lo de antes -dije, por entablar conversación-. No era nada personal.
La Muerte tardó un rato en responder.
– De acuerdo. Pero deja de joderme… -Carraspeó y rectificó vistiendo su voz de una ampulosa gravedad-. Quiero decir: deja que la vida siga su curso. Es un ciclo que lleva mucho en funcionamiento.
– Hecho.
El ascensor se abrió y nos dirigimos a la salida. De vez en cuando, nos cruzábamos con alguna camilla que con su accidentado correspondiente arribaba al hospital, y La Muerte comprobaba de inmediato su lista, por si se había incorporado algún nombre nuevo.
– ¿Puedo preguntarte algo? -le dije al alcanzar la puerta del hospital.
La Muerte se encogió de hombros.
– Pregunta, hombre.
– Esa lista, ¿quién la escribe?
La Muerte pareció sorprendida. Se rascó la barbilla, produciendo desagradables chasquidos, y dijo:
– No lo sé. A mí me llega por fax…
– Ah.
– Bueno. Encantada de conocerte, ya nos veremos con más calma otro día -dijo la Muerte con tétrica ironía, consultó su lista y echó a andar en dirección contraria a la mía.
Puse rumbo a casa, sin prisas. La brisa de la noche era fresca y agradable y las calles estaban vacías, como un decorado sin actores. No quise mirar el reloj, quise caminar por un mundo irreconocible sin saber a qué hora lo hacía. Volví la cabeza hacia el hospital. Allí seguía, su inmensa mole recortada en la noche, un búnker contra la muerte. Sabía que cada ventana iluminada era una tragedia, que cada alfilerazo de luz era una desgracia, pero a medida que mis pies me iban alejando de él, aquellas luces perdían progresivamente su significado, agregándose al encendido tapiz de la noche, diluyéndose entre el sarpullido del neón, las farolas y los pocos bares que quedaban abiertos, siendo tan sólo luces y resultando incluso hermosas al reflejarse en la superficie del río. Hay mucha gente que sufre en el mundo, niños que mueren de hambre mientras uno besa a su chica o se bebe una cerveza, pero es difícil ser consciente de ello si no ocurre ante nuestros ojos, si sólo sentimos una dulce brisa acariciándonos el pelo mientras caminamos hacia casa una hermosa noche de verano.
7
Si eres un tipo larguirucho, ni guapo ni feo, más bien mediocre, que viste sin estridencias y carece de atractivo a simple vista, cuando la hermosa chica que sorprendentemente no ha dejado de mirarte desde que entraste en el café pide la cuenta, aplasta un Fortuna casi entero contra el cenicero, cierra el premio Planeta, lo guarda todo en su bolso, se lo cuelga al hombro, se levanta y se dirige con paso decidido y una maravillosa sonrisa en los labios hacia ti, tal vez alcances a pensar, antes de que ella se plante a tu lado, tres cosas: a) que evidentemente te ha confundido con otro, b) que alguna paloma te ha saboteado secretamente el peinado o c) que, a pesar de que llevas cuatro horas expatriado de las sábanas, te dejaste el grifo de los sueños abierto. Ésas y no otras fueron las tres cosas con que yo traté de justificar el maravilloso espectáculo de sus caderas deteniéndose ante mi mesa. Jamás hubiera sospechado, pues mi vida no da para tanto, que su objetivo fuese coger la copa de cerveza que yo estaba tomando entre sus finos dedos rematados en unas uñas largas y rojas, levantarla suavemente, como en un brindis exagerado, e inclinarla con lentitud, sin prisas, recreándose en vaciar su contenido sobre mi cabeza. Yo me limité a facilitarle la labor en lo posible, permaneciendo inmóvil, con una sonrisa cortés, mientras la cerveza me encharcaba el pelo y corría por mis facciones en hilillos dorados, absurdamente feliz de haberle restado al menos un par de tragos. Los escasos comensales, oficinistas en su mayoría, observaban la escena tan asombrados como yo, contentos de tener algo que contar al regresar a la oficina. No hubo palabras, ni por su parte ni por la mía, sólo aquella lluvia dorada que hablaba por los dos hasta que la copa quedó vacía. A través de la película de cerveza que me empañaba la vista logré ver cómo la depositaba entre mis manos amablemente. Luego se dio la vuelta y salió del café. Es difícil odiar a una chica con un trasero así, pensé ociosamente mientras me secaba con una servilleta y sonreía a la platea. Sólo supe que estaba en edad de obedecerla, de violentar con ella las puertas más cerradas del infierno, de cruzar de su mano esos años hundidos por los que hay que descender a tientas. Me levanté, dejé unas monedas sobre la mesa y abandoné el local. Oí a mi espalda las carcajadas de los comensales, como tracas de feria que cerraban la función. Que rían cuanto quieran, me dije, pragmático. Estaba seguro de que más de uno lo hacía como autodefensa, pues a pesar de la humillación, aquel acto daba a entender que yo tenía algún tipo de relación con aquella preciosidad y que incluso me tomaba la libertad, como se veía, de sacarla de sus casillas. Ellos, en cambio, debían resignarse a sus vidas corrientes, esmaltadas de ese gris tan refractario a las pasiones, tomando cada mañana un café que ninguna gata despechada vertería nunca sobre sus corbatas a rayas.
Читать дальшеИнтервал:
Закладка:
Похожие книги на «La hormiga que quiso ser astronauta»
Представляем Вашему вниманию похожие книги на «La hormiga que quiso ser astronauta» списком для выбора. Мы отобрали схожую по названию и смыслу литературу в надежде предоставить читателям больше вариантов отыскать новые, интересные, ещё непрочитанные произведения.
Обсуждение, отзывы о книге «La hormiga que quiso ser astronauta» и просто собственные мнения читателей. Оставьте ваши комментарии, напишите, что Вы думаете о произведении, его смысле или главных героях. Укажите что конкретно понравилось, а что нет, и почему Вы так считаете.