– Esta es la primera vez que les doy la bienvenida a ForbiddenCon 7 -bramó-. Menudo principio, ¿eh? El señor Ebdus es demasiado modesto, así que yo mismo les recordaré que nos ha concedido el privilegio de un pase parcial de su película, que tendrá lugar mañana a las diez en el salón Wyoming B. Les recomiendo que no se lo pierdan, es una oportunidad única.
– Ese -susurró Francesca, estirándome del brazo-. Ese hombre aprecia muchísimo a tu padre.
«Eres tú la que le quiere -pensé sin decirlo-. Proyectas ese amor, Francesca, lo ves por todas partes.» Sentado junto a ella, el Cúmulo de Amor, me sentía envuelto por una nube de perfume y emoción. Sin embargo, me fijé en el hombre de la pajarita y el micrófono que había conseguido emocionar a la novia de mi padre.
– Damas y caballeros, un gran aplauso para nuestro invitado de honor: ¡Abe Ebdus!
Fue la primera vez que vi al hombre que Francesca había llamado «Zelmo, el presidente». El abogado importante. Un inimaginable emisario para secretos que afectaban a toda mi existencia, pero no obstante dueño de alguno de ellos.
El restaurante, Bongiorno, era malo y no lo sabía. Todo te lo presentaban con una floritura pasiva-agresiva, como si nosotros careciéramos de entendimiento suficiente para apreciar el pan de ajo cargado de orégano, los cuenquitos individuales para los huesos de las olivas, las servilletas almidonadas embutidas en las copas de vino o la afectada enunciación por parte del camarero de una larga lista de especialidades de la casa. Zelmo Swift tomó el control de la carta de vinos y nos llamó a todos por el nombre de pila para asegurarse de que la cena se convirtiera en algo personal.
– Invito yo, no ForbiddenCon -enfatizó-. No sabrían lo que es la comida ni aunque les mordiera en el culo. Se contentan con ese asco de hotel. Sé que a veces el conjunto resulta un tanto horripilante, así que siempre intento sacar al menos una vez a los invitados.
– Se agradece -mentí.
A la mesa, Zelmo seguía bramando con aquel vozarrón impresionante que tenía. Y, además, dominaba el arte del parón repentino a media conversación que exigía el reconocimiento ajeno, el pecho y la cara parecían a punto de estallarle esperando a reanudar el discurso después de un «¿De veras?» o «¡Qué malísimo que eres!».
– Una buena cena y un poco de conversación -continuó-. Vida real. Ese hotel está lleno de momias. Benditas sean.
«Ya, ¿y tú no eres el Rey de las Momias?» Iba a preguntarlo, pero comprendí que era precisamente la superioridad de Zelmo con respecto al resto de la reunión del Marriott lo que buscaba ratificar aquella cena con velas.
– Además, sé que madame Cassini sabrá apreciar la mejor comida italiana del sur de California.
Francesca, sentada a la derecha de Zelmo, se emocionó con la adulación. Estaba bastante seguro de que su herencia italiana no iba mucho más allá de reconocer la diferencia entre una porción de siciliana y otra de napolitana de las pizzerías más remotas de Brooklyn. Pero también estaba bastante seguro de que aquel no era el mejor restaurante italiano del sur de California. Tal vez lo fuera de Anaheim.
En un primer momento, el traje y las maneras de Zelmo disimularon el hecho de que, como Jared Orthman y yo, Zelmo tenía treinta y pico años. Era la segunda vez en el mismo día que me veía obligado a comprobar que mi indumentaria y gustos, comparados con los de mis coetáneos de otras profesiones, se correspondían más a los de un encargado de gasolinera o un vagabundo que a los de un adulto asalariado. La credibilidad desaliñada que mi ropa me confería en mi hábitat natural se perdía para los Jared y Zelmo, a quien mis gafas de montura anticuada solo sugerían que no podía pagarme unas lentillas. Sospechaba que en cada esquina de Los Ángeles me esperaba la misma lección. Berkeley, detenida aún en su burbuja de los años sesenta, nunca me la había enseñado.
Llegó el vino y Zelmo lo probó.
– Este, sí -proclamó. Luego me aseguró en un aparte-: Te va a encantar.
Por lo visto, el hijo no podría mantenerse al margen de la cena. Era necesario conquistarme a mí también.
Mi padre estaba sentado a mi lado, separado de Zelmo por Francesca. Insertada entre Zelmo y yo se sentaba la acompañante de Zelmo: Leslie Cunningham. Que Leslie, con su traje gris, pareciera una actriz interpretando a una abogada en prácticas en alguna serie televisiva no le impidió a Zelmo anunciar que, efectivamente, era abogada en prácticas en el bufete de Zelmo. En el Bongiorno no nos deteníamos en los límites de la ironía. No me molesté en preguntarme qué se escondía bajo el traje de líneas elegantes, me negaba a desear a la mujer de Zelmo. «En Berkeley ni siquiera la habría mirado», me dije. La habría tomado por una cajera de banco, una oficinista, otra rubia californiana inmune a las modas. Tampoco me molesté en preguntarme qué hacía cogida del brazo de Zelmo, imaginando que «las mejores cosas de la vida son gratis», pero que, claro, «puedes dejárselas a los pájaros y a las abejas».
Las mujeres a uno y otro lado de Zelmo disfrutaban del parloteo del hombre. Mi padre, en cambio, estaba sentado serio y en silencio. Supongo que somos tal para cual, solo que él se había ganado la cena con dos décadas de servicio a la causa de la ciencia ficción. De mí se esperaba que al menos mostrara agradecimiento y sorpresa. Como había descubierto en la conferencia, Abraham se caracterizaba por no demostrarlos.
El sumiller nos llenó las copas. Me había llevado la mía a los labios cuando Zelmo dijo:
– ¡Un brindis!
– ¡Por ti! -dijo Francesca-. ¡Por ser tan generoso!
Zelmo negó con la cabeza.
– Yo tengo un brindis preparado. Cuando llamé a Abe para que fuera el invitado de honor de ForbiddenCon 7 ya podría haberme imaginado que el hombre sería tan maravilloso como su obra. Pero ¿cómo iba a saber que vendría acompañado de una dama bella y mágica? Francesca y Abraham, vuestra historia es conmovedora. Que os hayáis encontrado tan tarde en vuestras vidas… -Zelmo casi gritaba cuando por fin alzó la copa-: ¡Por el corazón humano! -Los comensales de las otras mesas se giraron para ver qué pasaba.
Brindamos, nos trajeron una bandeja de calamares fritos y la pareja del brindis se enzarzó en una discusión por lo bajo. Zelmo pasó un brazo por los hombros de Leslie Cunningham y me miró de frente.
– Bueno, ¿y cómo fue crecer en la casa del gran hombre?
Estoy seguro de que puse muy mala cara.
– No tienes por qué contestarme -dijo Zelmo-. Abraham es un tipo muy duro. Pero es la única manera de sacar adelante las cosas. Poca gente lo entiende. Los del hotel, por ejemplo, no tienen ni idea. -Se rió-. Leslie, sin ir más lejos, no entiende por qué me molesto en organizar la convención un año tras otro. Ella jamás pisaría un lugar como este. ¿No es cierto?
– No me gusta la ciencia ficción -reconoció Leslie.
– Bueno, pues a mí de crío me encantaba, cielo. Toda. La guerra de las galaxias , Star Trek , me gustaba todo. A Abraham no le gustará saberlo, pero es la verdad. Con el tiempo fui desarrollando cierto criterio. Va así, Les: se va desarrollando, como una película. Y en todos los grandes hombres del género descubrí la misma dureza de carácter que me ha llevado a donde estoy. Solo que a tu padre nadie le paga seiscientos al año, ¿verdad?
– No -convine, solo para quitármelo de encima.
– Quería devolver algo de lo que he recibido. Así que creé ForbiddenCon. Es mi juguete. Llevo ya siete años. ¿Crees que tengo alguna necesidad de pasar por esto, de tratar con los tipos del comité? Me detestan, pero me necesitan. Pero una velada como esta hace que valga la pena.
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