Jonathan Lethem - La Fortaleza De La Soledad

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«La fortaleza de la soledad ejemplifica, sin necesidad de grandes aspavientos vanguardistas, nuestro paradójico signo de los tiempos», Qué Leer
Esta es la historia de un chico negro y uno blanco: Dylan Ebdus y Mingus Rude, vecinos que comparten sus días y defienden su amistad a capa y espada desde un rincón de Nueva York. Esta es la historia de su infancia en Brooklyn, un barrio habitado mayoritariamente por negros y en el que comienza a emerger una nueva clase blanca. Esta es la historia de la América de los años setenta, cuando las decisiones más intrascendentes -qué música escuchar, qué zona ocupar en el autobús escolar, en qué bar desayunar- desataban conflictos raciales y políticos. Esta es la historia de lo que habría pasado si dos adolescentes obsesionados con superhéroes de cómic hubieran desarrollado poderes similares a los de los personajes de ficción. Esta es la historia que Jonathan Lethem nació para contar. Esta es La fortaleza de la soledad.
Jonathan Lethem (Nueva York, 1964) es una de las voces más inventivas de la ficción contemporánea. Es autor de nueve novelas y depositario de distinguidos galardones, como el Premio Nacional de la Crítica de Estados Unidos.

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La sala de invitados estaba en un pequeño salón de conferencias junto al vestíbulo, custodiada del público por un voluntario que vigilaba en la puerta. Casi sin aliento, Francesca me explicó que nos adentrábamos en un espacio reservado a los invitados de honor, que se nos había dejado entrar en el sanctasanctórum. El lugar contenía dos recipientes con café y agua caliente para el té y una bandeja llena de taquitos de queso cheddar y galletitas. Un par de voluntarios esperaban sentados tras una mesa con placas identificativas en blanco y sus fundas de plástico y Francesca les pidió un pase para el «hijo de Abraham Ebdus». Me colgué el resultado del bolsillo de la camisa.

No estaba claro a qué estábamos esperando. Mi padre estaba de pie, consternado, en el centro de la sala, mientras Francesca paseaba nerviosa por los alrededores.

– ¿Señor Ebdus? -aventuró un voluntario.

– ¿Sí?

– Los demás participantes ya han subido. Creo que están empezando.

– ¿Sin él? -preguntó Francesca.

– Están en el salón Nebraska, creo. Nebraska Oeste.

Salimos a toda prisa.

– Te dije que podíamos subir directamente -le dijo Abraham a Francesca mientras subíamos por la escalera central hacia el entresuelo.

– Zelmo dijo que nos esperaría en la sala de invitados.

Abraham se limitó a mover la cabeza.

Todo el mundo se movía de un modo extraño, vagando a la deriva para luego, de pronto, acelerar en una explosión de pasitos cortos. Cuando los caminos se cruzaban, se miraban unos a otros, murmuraban algo y esperaban disculpas. Sorteamos esta irregular marea humana en dirección al salón Nebraska Oeste. Un cartel enganchado a la pared anunciaba el programa, «La carrera de Abraham Ebdus», como si el título fuera explicación suficiente. Supuse que así era o lo sería cuando la mesa de conferenciantes terminara su intervención.

Entramos por el fondo de la sala. Al frente, cuatro personas ocupaban ya la tarima, sentadas tras los micrófonos y varias jarras de agua fría. La tarima estaba forrada de una tela granate a juego con el acolchado acústico de las paredes del salón y el fino tapizado de las sillas apilables colocadas en filas, de pared a pared. Un público de unas cincuenta o sesenta personas esperaba sentado, atento, respetuoso, rascándose, tosiendo y cruzando y descruzando las piernas, arrugando papeles.

– Estamos encantados de que Abraham nos honre con su presencia -dijo al micrófono uno de los conferenciantes en tono sarcástico. Arrancó una risa de alivio del público seguida de unos cuantos aplausos desperdigados.

– Arriba -azuzó Francesca, y mi padre obedeció.

Francesca y yo nos sentamos junto al pasillo. La mujer me apretó el brazo, emocionada.

El moderador, que había bromeado sobre nuestra entrada, era un calvo de unos sesenta años que desde donde yo estaba se distinguía de Abraham sobre todo porque llevaba un fular azul chillón. Se presentó como Sidney Blumlein, ex director gráfico de Ballantine y, si no el descubridor de Abraham Ebdus, al menos sí su principal cliente durante lo que calificó de «la crucial primera década» del trabajo de mi padre.

– También he sido su apologista desde hace más tiempo de lo que él quisiera que les recordara -continuó Blumlein-. No me avergüenza decir que he protegido su arte de la intromisión de la industria editorial más de una y dos veces. Y le convencí para que no rechazara su primer Hugo. -Otro cálido aplauso de los asistentes-. Pero, de verdad, siempre lo he considerado un honor.

Se presentaron los demás: primero Buddy Green, que pestañeaba detrás de unas gafas gruesas y no tendría más de dieciocho o diecinueve años, director de una revista de internet llamada Ebdus Collector , dedicada a la compra de los escasos originales de los diseños de mi padre. Yo mismo me había topado alguna vez con la página de Green cuando escribía mi nombre en el buscador para consultar mis artículos periodísticos. A continuación se presentó R. Fred Vundane, un hombre menudo y mustio con una barbita a lo Van Dyke y gafas de científico loco, autor de veintiocho novelas, entre ellas Circo neuronal , la primera para la que mi padre había diseñado la cubierta. Luego habló Paul Pflug, otro diseñador de cubiertas, un motorista de unos cincuenta años, gordo, con pantalones de cuero, una coleta rubia y los ojos ocultos tras unas gafas de sol aerodinámicas. Pflug se había sentado en una punta de la mesa, dejando una silla y un vaso vacíos entre Vundane y él.

Los homenajes y anécdotas no fueron tan interesantes como para impedir que me concentrara en observar las reacciones de mi padre. No recordaba haberlo visto así, sobre el escenario, de lejos, objeto de la mirada colectiva. El resultado era una especie de indefensión que, tal como comprendí en ese momento, Abraham siempre había evitado. Green aseguró con un gañido agudo y excesivamente efusivo que Ebdus era el sucesor de una línea de ilustradores de ciencia ficción que nacía con Virgil Finlay y pasaba por Richard Powers -nombres que no podrían haber significado menos para mí- y resultó evidente que a Abraham le complació la idea, aunque fuera de un modo masoquista. Vundane, con vanidad agraviada -quizá anhelaba una mesa sobre «La obra de Vundane»-, habló de la inusual y profunda comprensión de Ebdus de sus escritos. Y cuando le llegó el turno, Pflug rememoró, con aspereza, el encuentro con mi padre en los inicios de su carrera y puso la seriedad y el respeto a los principios de mi padre como un ejemplo que había alterado el curso de su carrera, de la carrera de Pflug.

Abraham no habló, se limitó a asentir mientras los otros se turnaban al micrófono. Pero su desprecio por cualesquiera que fueran los logros -o fracasos- de Vundane y Pflug resultaba más que evidente. Ya puestos, no cabía duda de que a nadie en la tarima le gustaba Pflug. Me pregunté cómo había conseguido que lo invitaran.

– He contado esta anécdota muchas veces -dijo Buddy Green-. Estaba tratando de encontrar los originales de las cubiertas de los Especiales Belmont: las primeras diecisiete obras de Abraham. No estaban en manos de ningún coleccionista menor. Desgraciadamente, tampoco en las mías. Escribí una y otra vez a la gente de Belmont y me contestaban que no tenían ni idea de lo que les hablaba. Pensé que eran evasivas. Así que, aunque un poco tarde, al final se me ocurrió preguntarle a Abraham. Y me contó, como si tal cosa, que los había destruido, que no pensaba que le pudieran interesar a nadie.

Los ojos de Abraham recorrían el público en mi busca, al menos eso quise imaginar. Me preguntaba qué habría sentido al escuchar que decían «las primeras diecisiete obras».

– Es verdad -dijo Sidney Blumlein con entusiasmo paternal y amistoso-. Cuando le contraté para Belmont, Abe destruía sistemáticamente todos sus trabajos.

Comentario que arrancó diversas exclamaciones compungidas y asombradas del público, una especie de sobrecogimiento.

– Este hombre es el único al que tu padre respeta -susurró Francesca-. A ninguno más. Ni siquiera a Zelmo.

– ¿Zelmo?

– El presidente. Quiero decir, de la convención. Le conocerás en la cena. Es un abogado muy importante.

– Ah.

Blumlein, a quien Francesca consideraba el único amigo de Abraham de la mesa, recuperó el micrófono. Al ser el moderador, Blumlein consideró su deber abrir la cáscara del artista: encontrar un modo de obligar a Abraham Ebdus a dirigirse a los admiradores y agradecerles su presencia.

– Durante más de dos décadas, Abe ha honrado nuestro campo con su trabajo. Todo eso está muy bien. Pero en estos momentos de celebración no hay necesidad de andarse con pies de plomo: lo ha hecho desde la distancia. Abraham no proviene de la ciencia ficción y, en ese sentido, es una excepción a la inmensa mayoría de los profesionales de esta reunión, de hecho, de cualquier reunión de nuestro ambiente. Nosotros somos aficionados a la ciencia ficción, nuestros intereses arrancan de la tradición de revistas baratas, por mucho que confiemos en haber elevado el nivel de dichas publicaciones.

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