– La Virgen.
– Pues eso es solo la mitad. Cuando la oleada de histeria se apodera del público, los Prisonaires también pierden los papeles. Intentan seguir cantando, pero no pueden. Están separados de esas mujeres, de sus madres, de todos, por el escenario. Y también ellos empiezan a desgañitarse. Se cogen unos a otros, se cogen a los micrófonos y a las sillas. Intentan tocar al público, pero los guardas los separan a empujones. Es como, no sé, como el Guernica , Jared. Una escena inolvidable.
– Me lo imagino. -Jared parecía asombrado de sus propios poderes de visualización.
– Por supuesto. Vale, bueno, recopilemos: el gobernador. El gobernador recibe informes de estas cosas. Está creando una bestia que tal vez se lo coma vivo. De modo que suelta a un par de los chicos. Sus oponentes lo están acribillando, pero los libera de todos modos. Y entonces es cuando idean el plan. El gobernador tiene un asesor muy astuto, un tipo a lo Kissinger, que le sugiere que deje a Johnny Bragg en la cárcel. Bragg es el que cumple la pena más dura, el que escribe las canciones y el cantante principal: el genio del grupo. Si lo separan del grupo, quizá la historia se apague sola.
– No.
– Es horrible, pero sí. Así lo hacen. Indultan a cuatro Prisonaires, es decir, a todos menos a uno. Todo el mundo está esperando a que Bragg salga de la cárcel. Parece que va a haber un final feliz, pero es demasiado bueno para ser cierto. Los enemigos del gobernador lo tienen acorralado. Así que se pone como ejemplo de mano dura contra el crimen porque no ha soltado a Bragg. En prisión le retiran sus privilegios. La esperanza del gobernador es que, sin la música, la historia esté destinada a desaparecer.
– Joooder.
Jooder, sí. ¿De dónde estaba sacando yo toda esa basura? Creo que estaba imaginando la versión de Oliver Stone.
– Pero Bragg no deja la música. Como todos los Prisonaires están en la calle, forma otro grupo en la cárcel: los Caléndulas. Se entiende que van pasando los años. Al pobre hombre le están robando toda su vida. En mil novecientos cincuenta y seis, Johnnie Ray graba una versión de «Just Walkin’ in the Rain» y Bragg recibe un cheque en la cárcel de mil cuatrocientos dólares, lo ingresa en la cuenta del economato, cree que es de catorce dólares. El tipo no ha visto tanto dinero en su vida, y además no tiene en qué gastarlo. Los Caléndulas graban unos cuantos temas para Excello Records, pero ninguno tiene éxito.
– ¿Por qué los Caléndulas?
– Por entonces estaban de moda los grupos con nombres de flor: los Tréboles, los Ramilletes, esas cosas. Igual que después se pondrían de moda los bichos: los Crickets, los Beatles.
– Ah.
– Bragg no consigue la condicional hasta mil novecientos cincuenta y nueve, pasados seis años del primer éxito de los Prisonaires. Y solo pasa un año antes de que lo vuelvan a encerrar. Le acusan de robo e intento de homicidio por robar dos dólares y cincuenta centavos. Patético. Se presentan más mujeres blancas que le acusan de haber intentado abusar de ellas. Es un imán para ese tipo de acusaciones. Es un caso clásico de pánico racial y Bragg se ha convertido en el símbolo que afecta a todos. Sin duda el hombre tenía cierta presencia, cierto orgullo en los andares que las autoridades blancas no podían tolerar. Tenían que encerrarlo de nuevo, era el único modo que tenían de enfrentarse al asunto.
– No sé qué te parecerá a ti, pero yo me imagino a Denzel Washington.
– Escucha: ese año Elvis Presley, recién licenciado del ejército, da un rodeo de camino a casa para visitar a Bragg en la cárcel del estado. Imagínatelo, el mismo chavalín que se paseaba por el estudio admirando las armonías de los Prisonaires se ha convertido en la mayor estrella del planeta. Y se acuerda de Bragg, a Elvis le importa. El preso negro de treinta años y el Rey. La visita recibe mucha publicidad, pero centrada toda en Elvis. Nadie recuerda ya el caso de Bragg y los Prisonaires son un recuerdo lejano. Elvis se ofrece a pagarle un abogado, pero Bragg le dice que no hace falta, que ha llegado a un acuerdo. No hay nada por escrito, ninguna prueba, pero Bragg le había prometido al alcaide no presentar el caso al Tribunal Supremo si lo soltaba en un plazo de diez meses.
Entonces hice una pausa, para que calara la información.
– ¿Sí?
– Le dejan entre rejas otros siete años.
– Me estás matando, Dylan.
– La cosa sigue y sigue. En los años sesenta refunda los Prisonaires y esta vez incluyen a un tipo blanco: es la era de la integración. Pero a los otros prisioneros no les gusta y lo atacan en el patio. Más adelante lo sueltan de nuevo y se casa con una blanca y los polis le arrestan por ir con ella por la calle…
– Para, ¿vale? Para. No me cuentes nada más.
Jared llevaba un rato poniéndose cada vez más nervioso y entonces saltó del asiento, con los ojos saliéndosele de las órbitas, y se acercó a su mesa.
– ¿Qué pasa?
– Es todo maravilloso, Dylan. Es, es… ¿Quién más sabe algo de esto?
– Eres el primero al que se lo cuento.
Supuse que era la respuesta que Jared quería oír. Ni que decir tiene que la historia de los Prisonaires llevaba treinta y tantos años dando vueltas por el mundo, esperando a que alguien la aprovechara. No me pertenecía. Por lo que yo sabía, hasta era posible que otro escritor estuviera puliendo el tercer borrador de su versión en el despacho de al lado.
Me atreví a preguntar:
– ¿Te gusta?
– ¿Bromeas? Es pura dinamita. Estoy pensando, ¿vale? Necesito pensar. Hoy es viernes, ¿verdad?
– Eh… sí.
– Vale, eso significa que en la práctica no voy a encontrar a nadie hasta el lunes.
– No estoy seguro de estar entendiéndote.
– ¿Adónde vas cuando salgas de aquí?
Supuse que ForbiddenCon no le diría nada a Jared. Tampoco a mí me decía gran cosa.
– Me vuelvo al hotel.
– No me mientas.
– No lo hago.
– Porque una parte de mí, uf, una parte de mí no quiere dejarte salir de este despacho hasta que esté seguro de que vamos a hacer esto, hasta que me des algo que pueda presentar en una reunión y me prometas que me concederás dos días más a partir del fin de semana. Como mínimo, cuarenta y ocho horas. ¿Un pañuelo de papel, caballero?
– Sin duda. -Me sequé las lágrimas evocando el dilema de Johnny Bragg. Me preguntaba cuántos lloraban en el despacho de Jared. Quizá, al final, todos.
Jared dejó la cajita de los pañuelos en mi confidente, luego se inclinó sobre la mesa para hablar por el intercomunicador.
– ¿Mike?
– ¿Sí?
– Mike, acabo de escuchar algo increíble. Es lo que siempre te digo: nunca se sabe lo que va a pasar. El amigo de un tipo con un barco entra en el despacho y resulta que es Dylan el escritor y el tal Dylan tiene algo grande, algo muy, muy grande.
– Es increíble -dijo Mike.
– No, es más que increíble.
– Vaya.
– Mike, necesito hablar ahora mismo con el agente de Dylan.
– Por supuesto.
Jared apartó la vista de la mesa.
– Sé que vamos deprisa, Dylan, pero solo quiero decirte una cosa: esto va a pagar la universidad de nuestros hijos.
– De acuerdo. -Me soné.
– Si no puedo hacer esta película, me mataré.
– Supongo que entonces tendrás que hacer la película.
– Exactamente. Dios mío. -Comprensiblemente, hasta a él le sorprendía su reacción. Estaban ocurriendo grandes cosas y él era el centro de los acontecimientos-. Necesito algo por escrito.
– Ahora mismo no tengo gran cosa -mentí.
– Necesito poder explicarme. Tengo que convencer a otros. Necesito algo por escrito, algo como lo que acabas de contarme. Ha sido asombroso. Tiene que ser así.
Читать дальше