– Puedo llamar…
– Sí, pero desde el teléfono de Mike.
En la sala intermedia le entregué a Mike la tarjeta de Nicholas Brawley y le pedí que le telefoneara.
– Jared estaba realmente impresionado -susurró Mike, con los ojos como platos ante la hazaña que había conseguido en el despacho.
– Creo que se recuperará -contesté.
Esperé con la bolsa de viaje a la sombra del aparcamiento durante un largo cuarto de hora hasta que el taxi de Nicholas Brawley volvió a aparcar junto a la verja. El hombre del Oscar no reapareció. La radio de Brawley seguía sintonizada en MEGA 100 y en la emisora sonaba mi vieja némesis en forma de tema musical: «Play That Funky Music» de Wild Cherry. Por supuesto. El crítico de rock de treinta y cinco años sabía lo que la presa de trece años de las aceras de alrededor de la Escuela de Secundaria 293 nunca descubrió: Wild Cherry era una banda de tipos blancos. La canción que se había colado en mi existencia adolescente a modo de acusación era en realidad una compungida autoparodia de un grupo de rock del Medio Oeste. Desde entonces me había preguntado muchas veces si saberlo me habría sido de alguna ayuda. Probablemente no. De todos modos, ahora lo entendía en otro sentido, como otra parte del significado de mi persona que me habían quitado, arrancado como ropas que hubiera robado o tomado prestadas. Tenía el caso menos convincente de autocompasión de cualquier alma humana en todo el planeta. O, al menos, el más cómico.
Abraham y Francesca esperaban juntos en el vestíbulo del Marriott de Anaheim, quietos como esculturas. A su alrededor el vestíbulo bullía de llegadas, viajeros amorfos vestidos de negro y violeta, mirando nerviosos a los lados como si les preocupara la impresión que daban mientras arrastraban las maletas hacia recepción presas de una agitada confusión. Otros daban bandazos o cruzaban como flechas el amplio espacio abierto del vestíbulo, reuniéndose brevemente en grupos de cuatro o cinco para abrazarse y charlar, para arrugar folletos con eventos señalados con rotulador o regalarse unos a otros chapas o lazos para engancharse de los tirantes o las asas de la mochila. Algunos devoraban bocadillos, chupándose los dedos pringosos sin darse cuenta. Muchos llevaban gafas de montura de plástico o sombreros blandos o joyas de cerámica, otros lucían camisetas con orgullosos enigmas: «MÁS QUE HUMANO», «DONA TU CUERPO A LA CIENCIA FICCIÓN», «ERA MILLONARIO HASTA QUE MI MADRE TIRÓ MI COLECCIÓN DE CÓMICS». Fotocopias pegadas con celo de cualquier modo en los pasillos y las puertas indicaban el número de las suites en las que se celebrarían fiestas, anunciaban actividades especiales y dirigían a los asistentes a la recepción, la exposición o la unidad de primeros auxilios. Las plaquitas con el nombre de ciertas personas indicaban «PROFESIONAL» o «VOLUNTARIO». Las voces se elevaban y se perdían en el murmullo general: arengas monótonas, risas estrambóticas, preguntas angustiadas, encuentros histéricos. ForbiddenCon 7 había arrancado en todo su esplendor. Yo solo tenía que descubrir qué era todo aquello o pasar de todo. No me pareció que me necesitaran.
Francesca me vio primero.
– ¡Ahí está! -gritó. Abraham asintió y los dos salieron a mi encuentro mientras yo cruzaba la puerta giratoria. Me adelanté, tratando de ahorrarles la molestia-. ¡Llegas tarde! Nos vamos a perder la mesa de Abe.
Les había prometido reunirme con ellos en el vestíbulo a las tres, y eran casi las cuatro. Nicholas Brawley había reído y cabeceado al oír adónde iba. «Debería haber alquilado un coche», me dijo, y cuando por fin terminamos de cruzar el océano de casas que separaba Hollywood de Anaheim entendí el comentario. La carrera me costó ciento catorce dólares. Sin embargo, al entrar en el vestíbulo del hotel de la convención, consideré la distancia conceptual todavía mayor que había cubierto desde el despacho de Jared Orthman hasta ForbiddenCon. Lo de Brawley había sido una ganga.
– Dylan -dijo mi padre.
Nos abrazamos y le noté suspirar pegado a mí. Luego me volví hacia Francesca, justo a tiempo para dejarme envolver por su ataque sobrecogedor pero no lo bastante rápido para calcular en qué zona de mi superficie expuesta se posaría el pintalabios. Aterrizó en el norte-noroeste de mi boca como un bigote púrpura torcido. Lo borré con el pulgar y dije:
– Siento llegar tarde.
La chapa identificativa de Francesca no llevaba adornos; en cambio, la de Abraham lucía un lacito morado que indicaba: «INVITADO DE HONOR».
– Necesitan a Abraham en la sala de invitados -dijo Francesca con gravedad.
– Vosotros primero -dije.
– ¿No llevas nada más? -preguntó Abraham mirando mi bolsa. Parecía decepcionado-. ¿Te quedas a pasar la noche?
– Por supuesto.
– Ya te hemos registrado en el hotel -dijo Francesca-. Zelmo se ha ocupado de todo. -Rebuscó en el monedero mientras cruzábamos el vestíbulo-. Ten, de la habitación. Parece una tarjeta de crédito. La llave es del minibar.
– Le daré una buena repasada -bromeé, cogiendo las llaves.
– Uy, no creo que tengas tiempo -dijo Francesca-. Zelmo Swift, el presidente del comité, nos ha invitado a cenar. -Abrió mucho los ojos, emocionada ante tal honor.
– Sabe que estás aquí -añadió Abraham-. Le pregunté si podías venir a la cena y no puso ningún reparo.
– Ha sido una tontería, querido -dijo Francesca-. Eres el invitado de honor, ¿cómo no iba a estar invitada tu familia?
– Es uno más a cenar. Así que lo he preguntado. -Se volvió hacia mí-. Ya charlaremos en la cena, si Zelmo nos deja meter baza. Ahora tengo que irme. Espero que no te importe asistir al debate.
– ¿Que si le importa? -intervino Francesca, cogiéndome del brazo-. ¡Estará muy orgulloso!
Mi padre había vivido solo catorce años desde que yo dejara la calle Dean para ir a la universidad en Vermont. Fueron años de pocos cambios: siguió con las portadas de libros para pagar la hipoteca y las compras y continuó invirtiendo todas sus horas libres y hasta la última gota de energía sobrante en su interminable, épica e inédita película. En 1989, admitiendo por fin lo absurdo de tener tres plantas para él solo, había dividido la casa en dos dúplex añadiéndole una pequeña cocina al segundo piso y había alquilado la planta del salón junto con el sótano a una familia joven. Dejó sin modificar el estudio, las dependencias monacales donde pasaba los días embadurnando de negro el celuloide. El vecindario fue aburguesándose a trancas y barrancas, cumpliendo con cierta demora la maldición o bendición de Isabel Vendle. Para Abraham supuso ante todo una subida de impuestos a la propiedad. Nunca había preguntado el precio en el mercado de alquiler y el dúplex fue siempre un chollo.
Nunca estuvo con otras mujeres, al menos que yo supiera. Si Abraham supo atender esa parte de su vida después de Rachel, lo que no supo fue mencionarla. Luego había llamado la atención de Francesca Cassini, una recepcionista de cincuenta y ocho años que trabajaba en las oficinas de Ballantine Books. El tipo que entraba en las oficinas con la última portada metida en una carpeta negra atada con lazos negros, el tipo que salía del ascensor vestido con modestia, con su atuendo proletario de estudiante de bellas artes y las yemas de los dedos manchadas de pintura y su porte más mordaz que nunca: ese era el tipo que había atraído la atención de la mujer recién enviudada de Bay Ridge. Una mujer que, pese a su nombre de inmigrante, había pasado toda su vida entre la generación de judíos neoyorquinos de la posguerra y por tanto hablaba como ellos y se consideraba una más. Hacía seis meses que había perdido a su marido judío, contable de profesión, un hombre que imaginé encorvado tras una vida entera inclinado sobre columnas de cifras que probablemente significaban tanto para él como la película abstracta para mi padre. Abraham, celebridad en el diseño de cubiertas, blanco de las bromas de pasillo por su rostro a lo Bartleby, no tenía ninguna posibilidad. Si alguna vez un hombre había pedido a gritos que Francesca lo salvara, ese era mi padre. Francesca se había presentado. Se había pegado a Abraham. Un invierno, visité Brooklyn y me la encontré instalada en la casa de la calle Dean. No me podía quejar. Francesca organizaba la vida de mi padre y, a su modo peculiar, parecía hacerle feliz. Por contraste con su persona, conseguía que mi padre fuera consciente de sí mismo.
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