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Jonathan Lethem: La Fortaleza De La Soledad

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Jonathan Lethem La Fortaleza De La Soledad

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«La fortaleza de la soledad ejemplifica, sin necesidad de grandes aspavientos vanguardistas, nuestro paradójico signo de los tiempos», Qué Leer Esta es la historia de un chico negro y uno blanco: Dylan Ebdus y Mingus Rude, vecinos que comparten sus días y defienden su amistad a capa y espada desde un rincón de Nueva York. Esta es la historia de su infancia en Brooklyn, un barrio habitado mayoritariamente por negros y en el que comienza a emerger una nueva clase blanca. Esta es la historia de la América de los años setenta, cuando las decisiones más intrascendentes -qué música escuchar, qué zona ocupar en el autobús escolar, en qué bar desayunar- desataban conflictos raciales y políticos. Esta es la historia de lo que habría pasado si dos adolescentes obsesionados con superhéroes de cómic hubieran desarrollado poderes similares a los de los personajes de ficción. Esta es la historia que Jonathan Lethem nació para contar. Esta es La fortaleza de la soledad. Jonathan Lethem (Nueva York, 1964) es una de las voces más inventivas de la ficción contemporánea. Es autor de nueve novelas y depositario de distinguidos galardones, como el Premio Nacional de la Crítica de Estados Unidos.

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Jonathan Lethem La Fortaleza De La Soledad Título original The Fortress of - фото 1

Jonathan Lethem

La Fortaleza De La Soledad

Título original: The Fortress of Solitude

© 2004, Cruz Rodríguez Juiz, por la traducción

Para Mara Faye

PRIMERA PARTE. BAJO EL ICEBERG

1

Como una cerilla que se enciende en un cuarto a oscuras:

Dos chicas blancas con camisón de franela y patines de plástico rojo con lazos blancos trazaban círculos inseguros en una acera de pizarra azul agrietada a las siete de la tarde de un día de julio.

Las chicas murmuraban rimas, rimas eran murmuradas, con su pelo como de gasa color rosa cielo volando como si jamás se lo hubieran cortado. Los padres de las chicas les habían permitido volver a la calle una vez acabada la cena, solo después de ponerse los pijamas y cepillarse los dientes para irse a la cama, a disfrutar del anochecer rosa y anaranjado del verano, el aire y la luz que cubrían la calle, que cubrían todo Gowanus como la palma de una mano o la superficie interior de una concha marina. Los puertorriqueños sentados en cajas de leche frente al ultramarinos de la esquina gruñeron al verlas, sin saber muy bien qué era lo que veían. Estiraron los labios para mostrarse los dientes, como prueba de paciencia, de tolerancia silenciosa. Chapas de botellas empujadas sin ganas al alquitrán reblandecido ensuciaban la calle: Yoo-Hoo, Rheingold, Manhattan Special.

Las chicas, Thea y Ana Solver, brillaban como una llama recién encendida.

Una anciana blanca había llegado a la manzana antes que los Solver a reclamar uno de los maltratados edificios, uno que había sido pensión, reemplazando a quince hombres con su única presencia y la de sus pertenencias embaladas. En realidad fue la primera. Pero Isabel Vendle solo merodeaba como un rumor, como un apóstrofe dentro de su casa de piedra rojiza, por donde en ese momento se arrastraba con un bastón entre el apartamento del sótano y su dormitorio en el viejo salón del primer piso, la habitación donde leía y dormía bajo el ruinoso techo de escayola sin restaurar. Isabel Vendle era un nudillo, su cuerpo se enroscaba alrededor del cartílago de antiguas heridas. Isabel Vendle recordaba un día en un paquebote del lago George, garabateaba cartas con una pluma mojada en tinta, humedecía sellos en una esponja en un plato. La superficie de su escritorio era de corcho. Isabel Vendle tenía dinero, pero sus habitaciones del sótano olían a periódicos húmedos.

Las chicas patinadoras eran la última novedad, iluminadas por los focos para dar comienzo al espectáculo: los blancos estaban regresando a la calle Dean. Algunos.

A los cincos años, bajo el ailanto del jardín trasero, Dylan Ebdus mató un gatito por accidente. Los inquilinos del sótano de los Ebdus tenían una camada de gatitos, cinco, seis o siete. Los gatitos se retorcían en el suelo de aquella jaula de paredes de ladrillo, entre los escombros y las enredaderas recién plantadas y las hojas almizcladas del ailanto, donde Dylan jugaba y exploraba a solas mientras su madre removía la tierra con un pequeño rastrillo o se sentaba a fumar mientras la pareja del piso de abajo cantaba y uno de ellos rasgaba una guitarra desafinada con una pegatina del símbolo de la paz. Dylan bailaba con los despiertos gatitos de ojos saltones, los cazaba en aquella mole de ladrillo infestada de babosas y, el segundo día, al retroceder de espaldas ante uno de ellos, aplastó otro con la zapatilla deportiva.

Los inquilinos del sótano se llevaron al gatito roto todavía vivo mientras a Dylan sus padres lo sacaban de allí a empujones, entre lágrimas. Pero Dylan comprendió que, de un modo u otro, acabaron con el gatito por misericordia, asfixiándolo o ahogándolo. Preguntó, pero el asunto se silenció. Los adultos dejaron ver sus intenciones solo en el instante del descubrimiento, permitiendo que Dylan atisbara su incómodo enfado, y luego acallaron la cuestión. Dylan era demasiado joven para comprender lo que había hecho, solo que, en realidad, no lo era; tenían la esperanza de que lo olvidaría, solo que no lo olvidó. Dylan fingió olvidarlo, protegiendo así a los adultos de algo a lo que, estaba seguro, no sabrían enfrentarse: al hecho de que lo recordara todo.

Posiblemente el gatito muerto era la pastilla insoluble de culpa que se había tragado.

O posiblemente fuera esto: su madre le dijo que alguien quería jugar con él en la acera de enfrente. Fuera. Sería la primera vez que saldría a la manzana, a jugar fuera en lugar de en el jardín trasero de ladrillos mohosos.

– ¿Quién?

– Una niña -dijo su madre-. Ve a ver, Dylan.

Quizá fueran las chicas blancas, Ana y Thea, con sus camisones y sus patines. Dylan las había visto por la ventana, ahora habían venido a buscarle.

Pero era una niña negra, Marilla, la que esperaba en la acera. Dylan, a los seis años, reconocía un montaje en cuanto lo veía, reconocía el oficio de su madre para moverse por la ciudad, su sabiduría de nativa. Rachel Ebdus estaba trabajándose la manzana, buscándole amistades.

Marilla era mayor. Marilla tenía un aro y tizas. La acera de delante del portal de Marilla, su parte de paseo de pizarra desigual, era su zona, marcada. Fue lo primero que Dylan aprendió del sistema que organizaba el espacio de la manzana. Nunca entraría en casa de Marilla, pero de momento no lo sabía. La acera era el salón de Marilla. Dylan tenía también el suyo, aunque todavía no lo había marcado.

– ¿Te has mudado? -preguntó Marilla cuando estuvo segura de que la madre de Dylan había entrado en la casa.

Dylan asintió.

– ¿Vives solo en esa casa?

– Tenemos inquilinos debajo.

– ¿Tienes un piso?

Dylan volvió a asentir, confuso.

– ¿Tienes hermanos o hermanas?

– No.

– ¿Qué hace tu padre?

– Es artista. Está haciendo una película. -Lo explicó con suma gravedad. No impresionó demasiado a Marilla.

– ¿Tienes una Spaldeen? Es una pelota, por si no lo entiendes.

– No.

– ¿Llevas dinero encima?

– No.

– Quiero comprar caramelos. Podría comprarte una Spaldeen. ¿Podrías pedirle dinero a tu madre?

– No sé.

– ¿Conoces las chapas?

Dylan negó con la cabeza. ¿Eran personas, otro tipo de pelota o un caramelo? No lo sabía. Le pareció que estaría empezando a darle lástima a Marilla.

– Podemos hacer chapas. Se pueden hacer con chicle o cera. ¿Tienes una vela en casa?

– No sé.

– Podríamos comprar una, pero no tienes dinero.

Dylan se encogió de hombros a modo de defensa.

– Tu madre me ha dicho que cruce la calle contigo. No sabes hacerlo solo -dijo Marilla en tono filosófico.

– Tengo seis años.

– Eres un crío. ¿Qué clase de nombre es ese de Dylan?

– Como Bob Dylan.

– ¿Quién?

– Un cantante. A mis padres les gusta.

– ¿Te gustan los Jackson Five? ¿Sabes bailar?

Marilla se metió en el aro, dobló rodillas y codos a un tiempo, cerró los puños, apretó los dientes, sacó el culo. El aro se balanceó. Marilla sonrió y sacó barbilla y cadera a la vez, como si hiciera girar otro aro alrededor del cuello.

Cuando le tocó el turno a Dylan, el aro cayó a la pizarra ruidosamente. Todavía era un Tweedledee gordo como un tanque. Su figura carecía de bordes para sostener el aro. Apenas lograba abarcarlo con los brazos abiertos. No supo doblar las rodillas, y en lugar de eso dio unos pasos a los lados, rascando el suelo. No supo bailar.

Así jugaron, con Dylan dejando caer el aro de plástico al suelo mil veces. Marilla cantaba para darle ánimos: «Oh, baby, dame otra oportunidad, quiero que vuelvas». Lanzaba puñetazos al aire. Y Dylan se preguntaba con sentimiento de culpa por qué no le habrían llamado las chicas blancas de los patines en lugar de Marilla. La conciencia de ese deseo herético abrió su segunda herida. No era como el gatito muerto: esta vez nadie juzgaría si para empezar Dylan había entendido la situación ni si la había olvidado después. Solo él. Sería cosa de Dylan considerar eternamente si ya por entonces había sentido una preferencia vehemente, si antes de los años con todas sus estaciones y todas sus horas que pasaría en la calle, antes de Robert Woolfolk o Mingus Rude, antes de «Play That Funky Music, White Boy», antes de la Escuela de Secundaria 293 ni ninguna otra cosa, había deseado ya, en contra de la opinión de su madre, que las chicas Solver lo arrastraran con ellas a un éxtasis de cabellos rubios y ropas conjuntadas, lazos ajustados y ruedas que apenas rozaban la pizarra o se limitaban a marcarla con flechas que señalaban a otro lugar, huellas de una huida veloz.

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