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Jonathan Lethem: La Fortaleza De La Soledad

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Jonathan Lethem La Fortaleza De La Soledad

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«La fortaleza de la soledad ejemplifica, sin necesidad de grandes aspavientos vanguardistas, nuestro paradójico signo de los tiempos», Qué Leer Esta es la historia de un chico negro y uno blanco: Dylan Ebdus y Mingus Rude, vecinos que comparten sus días y defienden su amistad a capa y espada desde un rincón de Nueva York. Esta es la historia de su infancia en Brooklyn, un barrio habitado mayoritariamente por negros y en el que comienza a emerger una nueva clase blanca. Esta es la historia de la América de los años setenta, cuando las decisiones más intrascendentes -qué música escuchar, qué zona ocupar en el autobús escolar, en qué bar desayunar- desataban conflictos raciales y políticos. Esta es la historia de lo que habría pasado si dos adolescentes obsesionados con superhéroes de cómic hubieran desarrollado poderes similares a los de los personajes de ficción. Esta es la historia que Jonathan Lethem nació para contar. Esta es La fortaleza de la soledad. Jonathan Lethem (Nueva York, 1964) es una de las voces más inventivas de la ficción contemporánea. Es autor de nueve novelas y depositario de distinguidos galardones, como el Premio Nacional de la Crítica de Estados Unidos.

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Marilla giraba sin moverse del sitio mientras cantaba: «Cuando te tenía para mí sola me agobiaba tu presencia, aquellas bonitas caras siempre destacaban entre la multitud…».

Isabel Vendle descubrió el nombre en un maltrecho libro encuadernado en cuero de la Sociedad Histórica de Brooklyn: Boerum. Como en la guerra de los bóers. Una familia holandesa, granjeros, hacendados. Los Boerum circunscribían sus riquezas a Bedford-Stuyvesant; en realidad no se habían acercado nunca a Gowanus, ninguno de ellos salvo un hijo díscolo, probablemente un borracho, llamado Simon Boerum, que edificó una casa en la calle Schermerhorn y murió en ella. Tal vez había sido su exilio de pródiga oveja negra durmiendo una larga juerga. En cualquier caso, había dado su nombre -¡cómo iba a negarse!- al grupo de calles comprendidas entre Park Slope y Cobble Hill porque Gowanus no resultaba adecuado. Gowanus era un canal y un complejo de viviendas de protección oficial. Isabel Vendle necesitaba distinguir su campamento de las casas Gowanus y de los jardines Wyckoff, el otro grupo de viviendas subvencionadas que constreñía su nuevo paraíso; necesitaba distinguirlo del canal, de Red Hook, Flatbush, del centro de Brooklyn, donde se erguía el Centro de Detención de Brooklyn, el monolito rodeado de alambrada de la avenida Atlantic. Isabel Vendle quería implicar una conexión con Brooklyn Heights y Slope. Así que eligió Boerum Hill, aunque no había ninguna colina. Isabel Vendle lo escribió y así se hizo y de este modo la gente se mudaría a un nuevo lugar que había sido inscrito en la realidad de su mano, su mano apretada que se hundía en el futuro desde el pasado, y Simon Boerum y Gowanus, padres rebeldes, dieron a luz un hijo respetable: Boerum Hill.

Las casas del lugar estaban enfermas. Los adosados estilo holandés habían sido divididos en apartamentos y utilizados como pensiones para hombres con hornillos y ceniceros y boletos para las carreras o como pisos en los que se amontonaban familias crecientes de primos en cada planta, mientras jardines y rellanos se abarrotaban de incontables niños. Las casas habían sido recubiertas de linóleo y chapa prensada, luego se había pintado el linóleo y la chapa, después se había repintado la pintura. Era como una saburra que recubriera la lengua, los dientes y el paladar de la boca. Las líneas de las habitaciones, las delicadas molduras, se habían sustituido por paredes chapuceras para hacer pasillos, se habían embutido duchas baratas Sears Roebuck en los cuartos de baño, los armarios se habían convertido en cocinas. Se habían meado en los pasillos. Aquellas moles de piedra rojiza, aquellas casas holandesas eran cuerpos, cuerpos maltratados, pero Isabel los sanaría de nuevo, los llenaría con parejas, restauradores que volverían a revocar los techos decorados y reformarían los corazones de mármol. Ya había atraído a unos cuantos. Los primeros restauradores eran variopintos, a decir verdad. Le decepcionaron los beatniks y los hippies que montaban comunas apenas mejores que las pensiones. Pero alguien tenía que ser el primero. Eran los primeros reclutas desgreñados de Isabel; no eran buenos, solo aceptables.

Por ejemplo, Abraham y Rachel Ebdus. A Isabel siempre le resultaba tedioso enfrentarse a la realidad de un matrimonio. La mujer, Rachel, tenía ojos de loca, fumaba un cigarro tras otro y era demasiado joven, en realidad era demasiado de Brooklyn. Isabel la había visto hablar en español con los hombres de las cajas en la esquina de la calle. Así no iba a arreglarse nada. Y él, Abraham, era pintor, un pintor maravilloso, pero ¿era necesario llenar las paredes de la casa con desnudos de su mujer? ¿Qué necesidad había de que las pinturas del salón se vieran a veces desde el cruce de Dean con Nevins, de que toda esa carne al óleo reluciera por entre las cortinas a medio correr?

La mujer mantenía al marido con un trabajo de media jornada en el Departamento de Vehículos a Motor de la calle Schermerhorn. Conversaba en español con los descamisados que lavaban coches delante de las pensiones.

Mientras, el marido se quedaba en casa y pintaba.

Tenían un niño.

Isabel arrancó una hebra de pavo ahumado de la periferia de su sándwich reseco y la balanceó delante de la indiferente nariz del gato anaranjado hasta que aquella cosa atontada comprendió lo que le ofrecían y atrapó el pavo con sus dientes de máquina.

Había dos mundos. En uno, su padre paseaba por el piso de arriba y hacía chirriar las sillas pintando en su minúscula cajita de luz ocupado en un incomprensible progreso mientras su madre ponía discos en el piso de abajo, lavaba los platos y reía al teléfono enviando su voz más allá del recodo de la larga escalera, el ailanto del jardín trasero barría las ventanas del dormitorio de Dylan veteando la luz líquida, tropical, del sol que caía sobre el papel de las paredes, que también representaba un bosque lleno de monos, tigres y jirafas, y Dylan leía una y otra vez Huevos verdes con jamón y Oobleck y Si yo dirigiera el zoo o empujaba soñadoramente con un dedo su coche Matchbox n.º 11 por su única pista naranja o desenmascaraba de nuevo las deficiencias del Telesketch y el Spirograph, la dureza de los mandos, lo recalcitrante del ingrediente plateado oculto tras la pantalla opaca del Telesketch, la falta de fiabilidad de las anillas del Spirograph, cuyos pinchos se doblaban siempre en el perihelio cuando la presión del bolígrafo de dibujo resultaba excesiva, de manera que toda órbita científicamente deliciosa se torcía y doblaba en el momento crucial hasta convertirse en una absurdidad irregular, una cabeza con nariz, un pepinillo con una verruga. Si el Telesketch y el Spirograph hubieran funcionado de verdad, probablemente serían máquinas en lugar de juguetes, habrían formado parte del modo en que operaba el universo adulto y se instalarían en los paneles de instrumentos de los coches o se incluirían en los cinturones de los policías. Dylan lo entendía y lo aceptaba. Esas cosas no funcionaban porque eran juguetes y viceversa. Necesitaban de su comprensión y paciencia, como niños retrasados que hubieran dejado a su cargo.

En su mundo de puertas adentro, Dylan podía flotar en una de dos direcciones. Una hacia arriba, asiéndose al vibrante y suelto pasamanos, deslizando su manita sobre una porción de su pulida suavidad y haciendo saltar los dedos por encima de las junturas separadas, para llamar a la puerta del estudio y que le permitieran colocarse junto a su padre e intentar atisbar lo que no podía verse, el incomprensible progreso de una película de dibujos animados pintada a pinceladas directamente sobre el celuloide. Porque Abraham Ebdus había renunciado a pintar sobre lienzo. Los lienzos que llenaban los pasillos, aquellos espléndidos desnudos artísticos, constituían su obra de aprendizaje, los trazos sentimentales de su progreso en pos de lo que había devenido el trabajo de su vida, una pintura abstracta que avanzaba en el tiempo en forma de fotogramas pintados. Lo único que podía mostrar eran los bocetos y apuntes colgados en las paredes que antes habían ocupado los lienzos. Los pinceles grandes estaban secos y tiesos, guardados todos en latas. Habían sido reemplazados por pincelitos como los que usa un joyero para retirar el polvo de diamante; y en aquel estudio del tercer piso donde runruneaban los ventiladores de las ventanas atrayendo hacia dentro el cielo amarillo de agosto para que secara la pintura, Abraham Ebdus se encorvaba como un joyero o un monje copiando pergaminos y lamía sus cuadros de celuloide con los cepillitos minúsculos en una tarea reverente e infinitesimal. Dylan se quedaba de pie a su lado y olía la pintura, el tenue penacho acre de los pigmentos recién mezclados. Se colocaba a la cabecera de la mesa en la que su padre pintaba, con los ojos a ras del tablero y pegados a la madera, y se preguntaba si sus manitas no resultarían más adecuadas para la tarea que las de su padre. Al cabo de un rato se aburría y se sentaba con las piernas cruzadas en el suelo y dibujaba con las ceras olvidadas de su padre, sacándolas cuidadosamente de la lata metálica etiquetada en francés. O hacía correr su coche n.º 11 por el suelo de madera pintada. O abría un enorme libro de reproducciones, con láminas intercaladas, de Brueghel, Goya, Manet o De Chirico, y se perdía en ellas, imaginándose por un instante en una ventana de la Torre de Babel o un corro nocturno de brujas sentadas con una cabra junto a una hoguera o una fila de chicos persiguiendo cerdos con ramas y cruzando un arroyo. En Brueghel y De Chirico encontraba niños jugando con aros como el de Marilla y se preguntaba si la niña le dejaría su hula-hop para hacerlo rodar por la calle Dean con un palo. Pero la niña del aro y el palo de la solitaria calle de De Chirico tenía un pelo que flotaba como el de las niñas Solver, de modo que daba igual si Marilla se lo dejaba o no.

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