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Jonathan Lethem: La Fortaleza De La Soledad

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Jonathan Lethem La Fortaleza De La Soledad

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«La fortaleza de la soledad ejemplifica, sin necesidad de grandes aspavientos vanguardistas, nuestro paradójico signo de los tiempos», Qué Leer Esta es la historia de un chico negro y uno blanco: Dylan Ebdus y Mingus Rude, vecinos que comparten sus días y defienden su amistad a capa y espada desde un rincón de Nueva York. Esta es la historia de su infancia en Brooklyn, un barrio habitado mayoritariamente por negros y en el que comienza a emerger una nueva clase blanca. Esta es la historia de la América de los años setenta, cuando las decisiones más intrascendentes -qué música escuchar, qué zona ocupar en el autobús escolar, en qué bar desayunar- desataban conflictos raciales y políticos. Esta es la historia de lo que habría pasado si dos adolescentes obsesionados con superhéroes de cómic hubieran desarrollado poderes similares a los de los personajes de ficción. Esta es la historia que Jonathan Lethem nació para contar. Esta es La fortaleza de la soledad. Jonathan Lethem (Nueva York, 1964) es una de las voces más inventivas de la ficción contemporánea. Es autor de nueve novelas y depositario de distinguidos galardones, como el Premio Nacional de la Crítica de Estados Unidos.

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Henry era un chico negro que tenía un hermano menor, Earl, y un patio delantero de pavimento liso en lugar de una parcela de tierra ruinosa o un jardín descuidado. La cerca baja que separaba la entrada pavimentada de la casa de Henry de la pizarra de la acera también era de piedra, recubierta de cemento. Henry tenía tres años más que Dylan. Su escalinata y jardín delanteros servían de punto de encuentro, de base de operaciones. Chicos mayores de toda la manzana se acercaban hasta allí y elegían bando. Ante todo Davey y Alberto, de cerca de la esquina en la acera opuesta, de la casa que rebosaba de primos y cuya escalinata de entrada ocupaban adolescentes fumadores. Llegaban balanceando los brazos, botando una Spaldeen nueva. Compraban un batido de fresa Yoo-Hoo para compartir y daban a Henry o a su amigo Lonnie la tapa para que se hicieran una chapa; Dylan se sentaba a mirar con Earl en la escalinata de la casa de Henry. El feudo de las niñas negras de Marilla estaba al otro lado de la calle. Dylan nunca regresó después de su primera vez, pero las palabras cruzaban la calle que separaba el jardín de Marilla del de Henry y, a veces, también las niñas. El patio de Henry era el centro, Henry era el centro. Henry siempre elegía el juego.

Dos puertas más allá de casa de Henry estaba la casa abandonada. Bloques de hormigón ligero vendaban las ventanas y la puerta principal como si fuera una momia de ojos ciegos y boca petrificada, y tenía una parcela destrozada sin verja ni cancela. La escalinata de entrada también estaba desierta, sin pasamanos. Probablemente alguien se había llevado la baranda de hierro para venderla al chatarrero. La casa momia era una superficie desnuda sin ventana, así que formaba una pared alta para jugar a una especie de frontón, un juego en el que se lanzaba una Spaldeen bien alta contra la pared y un receptor recogía el rebote desde el campo situado en la calle, sorteando los coches para atraparla.

Una Spaldeen encajaba a la perfección en una mano y a menudo parecía quedar magnetizada entre los dedos. Henry y Davey en particular daban la impresión de bastarles solo uno o dos pasos y levantar la mano para que les apareciera una pelota en la palma. Un lanzamiento rebotado desde la tercera planta de la casa abandonada salía volando inalcanzable y uno que salvara las verjas del otro lado de la acera se consideraba un home run. Henry parecía poder hacerlo a voluntad y el hecho de que no lo consiguiera siempre resultaba un misterio. Henry también fallaba, lanzaba demasiado alto y colaba la Spaldeen en el tejado, y entonces la queja general obligaba a ir a comprar otra y por tanto se recolectaba el dinero entre todos. «A saber las que debe de haber ahí arriba -musitó un día Alberto-. Si consiguiera llegar al tejado, me pasaría el día tirando pelotas a la calle.»

A Dylan y a Earl solían mandarlos a la tienda a pronunciar la elocuente palabra «Spaldeen», y el viejo Ramírez les entregaba otra con recelo, contrariado por el negocio. Dylan acariciaba la Spaldeen rosa recién nacida, pero enseguida se la cedía a Henry y era probable que no volviera a tocarla hasta que estuviera raspada y desgastada, rebotada desde mil ángulos distintos. Eso si volvía a tocarla. La oportunidad se presentaba entre juegos, en los displicentes intermedios durante los cuales, inexplicablemente, todo el mundo dejaba caer los brazos sin fuerza y alguien pedía un sorbo del Yoo-Hoo de otro o le daba la vuelta a la camiseta estirándola por encima de los codos para que las chicas se rieran. La Spaldeen rodaba inerte hacia la alcantarilla y Dylan podía entonces recuperarla y maravillarse ante su destrucción. Para entonces ya merecía que la colaran en el tejado. Tal vez Henry siguiera un sistema, como un árbitro cuando retira pelotas de béisbol de la circulación.

La escalinata de la casa abandonada era también el proscenio para los secretos, escondido a la vista de todos en mitad de la manzana. La acera resquebrajada de enfrente de la casa formaba diez metros de tierra de nadie. Los árboles de la calle Dean se amontonaban, como los niños, en el centro de la manzana. Parecían tener una predilección especial por cubrir la casa abandonada de una sombra moteada, atravesada por manchas de luz similares a las que el ailanto del jardín trasero proyectaba en el cuarto de Dylan, y amortiguaban las voces de los padres llamando a los niños para la cena convirtiéndolos en fenómenos distantes, como gritos de pájaros. Dylan caminaba por su lado de la calle Dean cabizbajo y memorizaba la acera, sabía cuándo se encontraba delante de casa de Henry o de la casa abandonada sin alzar la vista, solo por las formas a sus pies, las largas losas inclinadas o la que sobresalía en forma de luna o el trozo de cemento o el bache siempre lleno de agua tras las tormentas de verano que llegaban de pronto y rompían la tarde húmeda y oscura en fragmentos electrificados.

Variantes del juego del frontón, del béisbol, del fútbol americano. Henry y Lonnie jugaban casi todas las tardes con Alberto y Davey al fútbol en la calle, puertorriqueños contra negros, al fútbol por parejas, pidiendo a gritos un pase largo en el tiempo robado entre los coches que pasaban y el autobús de la calle Dean. El autobús era el que detenía el juego por más tiempo, los jugadores se apretaban impacientes contra las puertas de los coches aparcados para hacer sitio y animar al autobús a que se marchara rápido de allí. No tengáis miedo de darnos, indicaban a los conductores con gestos. Vamos, largaos, no os preocupéis por nosotros, que ya nos cuidamos solos.

Un día Henry golpeó con las palmas de la mano en el lateral del autobús con mucha fuerza y luego se tiró al suelo como si le hubieran atropellado. El enorme vehículo dio un frenazo y se detuvo con el motor en marcha en mitad de la manzana, los pasajeros se asomaron a mirar boquiabiertos por las ventanillas mientras el conductor bajaba a ver qué había ocurrido. Entonces Henry se levantó, se rió y echó a correr muy rápido pero de un modo extraño, levantando mucho los pies, como un dibujo animado, y desapareció a la vuelta de la esquina. Lonnie y Alberto se rieron del conductor y señalaron con el dedo a lo lejos. «Yo no he sido, tío -dijo Lonnie, sin dejar de reír y mostrándole las manos como para demostrar su inocencia-. ¿Qué coño quieres que le haga? Ni siquiera le conozco, es un zumbao de las casas de protección oficial.» Esta mentira se dijo en la calle frente al jardín de Henry, delante de su casa. Pero las casas de protección oficial servían de excusa para casi todo, de modo que el conductor sacudió la cabeza y volvió al autobús. Dylan lo vio todo.

Las niñas a veces jugaban al corre que te pillo. Había algo vagamente lamentable y poco viril en el juego de pillar pero si las niñas jugaban, Henry y Lonnie también lo hacían, y entonces Dylan y Earl se colaban en el círculo: pito, pito, colorito… pimpam, fuera. Te tocaba pararla. Cuando Dylan paraba daba trompicones de loco y a veces chillaba. Pararla le daba ganas de gritar, no sabía por qué. A nadie le importaba, por lo visto el veredicto era que todos chillaban alguna vez. Los juegos se disolvían de modo misterioso, los grupos enfrentados se fundían, el que la paraba se convertía en dos personas, un chico perseguía a una niña más allá de la esquina y, por tanto, fuera del juego. Los centros de atención cambiaban como el ángulo de la luz. Un día un niño tenía una baraja de cartas de béisbol, sin más explicaciones. Se recogían chapas en potencia, se debatía la necesidad de cera, pero nunca se llegaba a jugar a las chapas. Quizá nadie supiera cómo se jugaba. Isabel Vendle se asomaba a la ventana. Los hombres de la esquina colocaban las fichas de dominó, la pescadería de la calle Nevins estaba llena de serrín, aparecía un chaval de las casas baratas que rompía la privacidad de los niños de la calle Dean y todo el mundo, misteriosamente, se crispaba. Días enteros eran un misterio, y luego caía la noche.

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