Jonathan Lethem - La Fortaleza De La Soledad

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«La fortaleza de la soledad ejemplifica, sin necesidad de grandes aspavientos vanguardistas, nuestro paradójico signo de los tiempos», Qué Leer
Esta es la historia de un chico negro y uno blanco: Dylan Ebdus y Mingus Rude, vecinos que comparten sus días y defienden su amistad a capa y espada desde un rincón de Nueva York. Esta es la historia de su infancia en Brooklyn, un barrio habitado mayoritariamente por negros y en el que comienza a emerger una nueva clase blanca. Esta es la historia de la América de los años setenta, cuando las decisiones más intrascendentes -qué música escuchar, qué zona ocupar en el autobús escolar, en qué bar desayunar- desataban conflictos raciales y políticos. Esta es la historia de lo que habría pasado si dos adolescentes obsesionados con superhéroes de cómic hubieran desarrollado poderes similares a los de los personajes de ficción. Esta es la historia que Jonathan Lethem nació para contar. Esta es La fortaleza de la soledad.
Jonathan Lethem (Nueva York, 1964) es una de las voces más inventivas de la ficción contemporánea. Es autor de nueve novelas y depositario de distinguidos galardones, como el Premio Nacional de la Crítica de Estados Unidos.

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Seguía ocupado en asegurarse de que me quedaba claro que despreciaba su juguete.

– ¿Por qué ForbiddenCon? -pregunté.

– No te lo vas a creer, pero la nuestra es la más clásica de las convenciones. En estas cosas el talento de verdad está muy buscado. Tu padre es una perla entre un montón de cerdos.

– Quiero decir: ¿por qué ese nombre? ¿Por qué «Convención Prohibida»?

– Alude a cosas ocultas, escondidas, reveladas. Lo raro, los tabúes, lo que pocas veces se ve. La sabiduría esquiva u olvidada. Gustos adquiridos, como el caviar o un whisky de malta.

– Comprendo.

– También alude a Planeta prohibido , la mejor película de ciencia ficción, sin duda. Mucha gente capta la referencia.

– Ah.

– Hago lo que haga falta. ¿Crees que Fred Vundane ha asistido a alguna convención en los últimos veinte años? No podría pagarse la entrada, por no hablar del billete de avión. Le he invitado a venir solo para que Abe se diera el gusto de decir que nunca ha leído su libro.

– Un momento peliagudo -sugerí.

Zelmo blandió la mano.

– Un hombre como tu padre merece todo lo que quiera.

No podía mostrarme en desacuerdo, pero no estaba seguro de que la humillación pública de Vundane fuese una prioridad.

– ¿A qué te dedicas? -preguntó Leslie, aprovechando una pausa.

Zelmo se apresuró a tomar el mando.

– Dylan es escritor -dijo, orgulloso-. Periodista.

– Escribo sobre música -dije-. Últimamente me dedico a preparar las colecciones de Remnant Records.

Miré los ojos azules, estupefactos, de Leslie. Deseé haberla conocido en un bar de solteros en mi último día sobre la Tierra y no en aquella conversación imbécil.

– Remnant es una discográfica que se dedica a las reediciones. Elaboro colecciones temáticas y escribo los textos del libreto, cosas así.

– Ponnos un ejemplo -dijo Zelmo, gesticulando magníficamente con la copa de vino como si esperara las palabras correctas para sacar el talonario y costear cualquier cosa. Yo estaba otra vez vendiéndome como en Dreamworks.

– Bueno, por ejemplo, tal vez hayáis visto Falsettos . Ha tenido cierta repercusión. Son cuatro compactos que recogen la historia del soul en falsetto: Smokey Robinson, Curtis Mayfield, Eddie Holman. Y algunas sorpresas. Van Morrison. Prince.

– No lo conocemos -dijo Zelmo, hablando por Leslie-. ¿Otro?

– Bueno, algunas cosas son un poco efectistas -admití-. El enfoque de Remnant es bastante novedoso. Así que… eh… bueno, por ejemplo, sacamos un disco titulado Tus supuestos amigos en el que todas las canciones incluían esa expresión.

– No lo entiendo -dijo Leslie con naturalidad.

– Es solo una frase que aparece en letras de canciones. Como «tú y tus supuestos amigos». Elvis la canta en «High Heel Sneakers», Gladys Knight en «Come See About Me», Albert King en «Don’t Burn Down the Bridge», etcétera. Es como un meme, una palabra-virus mundial que transmite cierta idea o emoción… -Dejé la frase inacabada, humillado.

Nos trajeron los primeros platos.

– Me gustaría que me lo explicaras con más detalle -me advirtió Zelmo, moviendo un dedo.

Pero el abogado estaba demasiado ocupado presidiendo la cena de las mujeres y, por el momento, rompió sus cadenas. Así que me volví hacia mi padre y nuestros platos gemelos de espaguetis con albóndigas -¿habíamos sucumbido Abraham y yo al mismo instinto de desinflar la pomposidad de las especialidades del Bongiorno con un primer plato de pobre?- y por fin pudimos compartir un momento para los dos.

– ¿Lo estás pasando bien? -preguntó.

– Claro. ¿Y tú?

Abraham arqueó las cejas.

– Antes de que me olvide, quería que leyeras una cosa.

Se sacó un tríptico del bolsillo interior de la americana y me lo entregó a escondidas, a la altura de la mesa. Lo desplegué sobre mis rodillas. Era una fotocopia de un recorte de la revista Artforum . «Gateo épico: el viaje secreto de un titán americano» de Willard Amato. Empezaba así:

¿Qué posibilidades había de que el pintor abstracto más entregado de Estados Unidos dejara el lienzo en 1972? ¿O de que expusiera su obra por última vez en 1967, en una colectiva figurativa que apenas tuvo repercusión? Tantas como de que el cineasta de vanguardia más profundo de nuestro tiempo nunca sea proyectado en su ciudad natal, Nueva York, o de que el último artefacto modernista monumental tenga que fabricarse en secreto, en un medio sin nombre, durante el largo declive del modernismo. Cada una de estas improbabilidades nos conduce al mismo lugar: un estudio en un desván de Boerum Hill, en Brooklyn, donde…

– Léelo luego -me rogó-. Quédate la fotocopia, tengo más.

De modo que el hombre olvidado, el don nadie, no se contentaba con serlo. No era ninguna novedad que Abraham siguiera teniendo aspiraciones, pero el recorte de prensa sí fue una sorpresa. Me lo guardé en el bolsillo.

– Bueno, ¿y qué tal le va a Abby?

– Está bien.

– Es una pena que no haya podido venir.

De pronto vi nuestra mesa con otros ojos: dos parejas y un soltero. No tenía ni idea de dónde estaba Abby esa noche.

– Tiene clases -dije, consciente de sonar a la defensiva pero sin poder evitarlo.

Francesca oyó el comentario y anunció:

– Ojalá hubiese venido, Dylan. ¡Es un encanto de chica! -Cosa que atrajo la atención de Zelmo y Leslie-. Es afroamericana -explicó Francesca con los ojos como platos con total sinceridad. Francesca y Abby solo habían coincidido una vez, cuando Abby y yo pasamos por Nueva York de camino a una conferencia musical en Montreal-. Tendrías que verla -le recomendó a Leslie-. ¡Tiene una piel preciosa!

Las buenas intenciones de Francesca acabaron con la conversación. Nos limitamos a comer pasta y ternera como soldados obedientes.

– ¿Todavía está estudiando? -preguntó por fin Zelmo, apiadándose de mí: sí, mi novia negra y ausente también era menor de edad. Las rubias adultas en edad de trabajar pertenecían a la misma categoría que las pajaritas, las lentillas y los mocasines de borla: lujos accesorios que Dylan Ebdus no era todavía lo bastante maduro para lucir.

– Un posgrado -dije-. Está terminando la tesina.

– Estupendo -contestó Zelmo, convirtiéndolo en una felicitación a la raza de Abby.

Era imposible escapar del paternalismo de Zelmo. Los artistas eran su grey defectuosa y herida y acogería cuantos pudiera bajo sus cuidados (un plato de albóndigas y una entrada a ForbiddenCon). Y los negros venían a ser como los artistas.

– Cariño -dijo Francesca a Abraham-. Cuéntale lo del padre de su amigo.

– ¿Eh?

– Aquel pobre hombre de nuestra calle, Abe. Dijiste que Dylan querría saberlo.

Abraham asintió.

– Tu viejo amigo Mingus… ¿Recuerdas a su padre, a Barry? ¿El vecino?

«Barrett Rude Junior», corregí en silencio. La lógica de Francesca era transparente: «A Dylan le gustan los afroamericanos» conducía directamente a «Aquel pobre hombre de nuestra calle». Me prometí a mí mismo que sería paciente, aunque ver a Abraham tan lento de reflejos me daba ganas de gritar. ¡El vecino! El señor Rogers tiene vecinos: nostros teníamos una manzana. Yo prácticamente crecí en aquella casa. Solo me he limitado a escribir la biografía de ese hombre para el libreto que acompaña el recopilatorio de los Distinctions. Pero lo primero no lo mencionaría porque Abraham se lo tomaría como una queja. Y lo segundo, mi padre no podía saberlo porque ni se lo había mencionado ni le había enviado los compactos.

Barrett Rude Junior no podía haber muerto, de eso estaba seguro. Me habría enterado. Rolling Stone me habría pedido que escribiera la necrológica (sospechaba que unas cuatrocientas palabras).

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