Jonathan Lethem - La Fortaleza De La Soledad

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«La fortaleza de la soledad ejemplifica, sin necesidad de grandes aspavientos vanguardistas, nuestro paradójico signo de los tiempos», Qué Leer
Esta es la historia de un chico negro y uno blanco: Dylan Ebdus y Mingus Rude, vecinos que comparten sus días y defienden su amistad a capa y espada desde un rincón de Nueva York. Esta es la historia de su infancia en Brooklyn, un barrio habitado mayoritariamente por negros y en el que comienza a emerger una nueva clase blanca. Esta es la historia de la América de los años setenta, cuando las decisiones más intrascendentes -qué música escuchar, qué zona ocupar en el autobús escolar, en qué bar desayunar- desataban conflictos raciales y políticos. Esta es la historia de lo que habría pasado si dos adolescentes obsesionados con superhéroes de cómic hubieran desarrollado poderes similares a los de los personajes de ficción. Esta es la historia que Jonathan Lethem nació para contar. Esta es La fortaleza de la soledad.
Jonathan Lethem (Nueva York, 1964) es una de las voces más inventivas de la ficción contemporánea. Es autor de nueve novelas y depositario de distinguidos galardones, como el Premio Nacional de la Crítica de Estados Unidos.

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– Se le pararon los riñones -dijo sencillamente Abraham-. Espantoso. Vino una ambulancia. Se mantenía con vida conectado a una máquina.

El tema resultaba demasiado lejano o tal vez demasiado vívido para Zelmo Swift. De modo que probó otra táctica para entablar conversación con Leslie y Francesca y a mi padre y a mí nos dejaron tranquilos.

– Llevaba semanas solo en casa, muriéndose. Ninguno de los vecinos teníamos ni idea. Hacía mucho que le conocíamos, pero desde el tiroteo apenas salía de casa.

Abraham y yo nunca habíamos abordado lo que él daba en llamar «el tiroteo», ni en las dos últimas semanas de verano antes de irme a estudiar a Vermont, ni después. Mingus y Barrett no habían mencionado mi nombre en las conversaciones con la policía. Mi presencia aquel día en la casa quedó como un secreto que solo nosotros conocíamos, al menos que yo supiera.

Recordé por enésima vez los montoncitos de polvo blanco: pues claro que se le habían parado los riñones. ¿A qué habían estado esperando? Empecé a redactar mentalmente las cuatrocientas palabras.

– Entonces ocurrió un milagro. Encontraron a tu amigo Mingus. En una prisión al norte del estado. Dictaron una orden judicial y lo dejaron salir al hospital para que donara un riñón.

– ¿Qué?

– Aprobaron una disposición especial porque Mingus era el único donante posible. Le salvó la vida a su padre al operarse. Y después volvió a prisión.

Alcé la copa de vino en un brindis fantasma y me bebí lo que quedaba. La cabeza me iba a mil por hora y tenía la garganta cada vez más tensa, así que casi me atraganto con la boca llena de Borgoña.

– Entonces, ¿Mingus está otra vez en la cárcel? -dije.

– ¿Pensabas otra cosa?

– Lo último que supe fue que Arthur me dijo que lo habían soltado. Pero de eso hará diez años o más. La verdad, no sé qué pensaba.

– Barry es un hombre muy dulce -dijo Francesca, eligiendo el momento para intervenir-. Muy callado. Y creo que muy triste.

– ¿Le conoces? -conseguí preguntar. ¿Por qué no iba a conocerle? Ahora todo parecía posible. Se me empañaron las gafas.

Asintió mirando a Abraham.

– Tu padre y yo le llevamos comida de vez en cuando. Sopa, pollo, lo que nos sobre. No come. A veces se limita a quedarse sentado en la escalinata de entrada. Incluso bajo la lluvia. La gente del barrio no le conoce. Nadie le habla. Solo tu padre.

– Perdonadme -dije, y dejé la servilleta sobre la silla.

Conseguí llegar al lavabo de caballeros antes de romper a llorar o vomitar las albóndigas. No me apetecía exponer mis miserias delante del abogado aficionado al whisky de malta y Planeta prohibido. Ocultaría mis lágrimas, no las mostraría y así no estarían disponibles para el Museo de lo Patético de Zelmo y no las expondrían junto a R. Fred Vundane.

«Le salvó la vida a su padre al operarse.» De vez en cuando, una vez por década o así, me veía obligado a reconocer que la calle Dean todavía existía. Que Mingus no era una persona producto de mi imaginación. Me permití un minuto de recuerdo y luego empujé a Mingus de vuelta a donde estaba antes, a donde siempre estaba me molestara yo en saberlo o no, entre los millones de hombres destruidos que no eran mis hermanos.

Luego sequé las gafas, me soné y regresé a la mesa, donde me dediqué a no hacer caso de mi padre y Francesca a pesar de que eran el único motivo de mi presencia allí. En su defecto, hice cuanto pude por emborracharme con coñac caro e impresionar a Leslie Cunningham con mi ingenio y encanto, mis pícaras insinuaciones. Creo que podría haberle causado cierto efecto, pero Zelmo Swift lo malbarataba todo. Tendría que haberla tumbado sobre la mesa para socavar la imperturbabilidad de aquel hombre.

Zelmo me habló en un aparte cuando nos levantamos de la mesa. Mi padre había ido al servicio.

– ¿Vas a quedarte al pase de la película de mañana?

– Por supuesto.

– Para tu padre significa mucho.

Debe de ser difícil estrangular a un hombre con una pajarita. Tal vez por eso las inventaran.

– Intentaré no dejar a nadie en ridículo -dije.

Zelmo frunció el ceño para dar a entender que no se le había ocurrido la posibilidad, pero que ahora la consideraría.

– ¿A qué hora sale tu avión?

– Justo después.

– ¿Sales del LAX?

– No, de Disneylandia. Con Goofy Air. -La broma se cortó en mi boca; era una cita de una broma que Abby me había hecho ese mismo día interminable.

– Ja, ja. Te llevaré en coche; si quieres, claro.

Tal vez había bebido más de lo que creía, pero la oferta me desconcertó.

– Cogeré un taxi -dije, de mal humor.

– Permíteme que te ahorre el gasto. Y así hablamos.

Entonces Francesca apareció a mi lado, susurrando.

– Ve con él, Dylan.

– ¿Para hablar de qué?

– Chisss… -dijo Francesca.

Me tumbé en una de las dos camas de mi habitación del Marriott en calzoncillos y me entretuve cambiando de canal de televisión: vi cocodrilos copulando y a Lenny Kravitz. En dos ocasiones me acerqué al teléfono y marqué el número de mi casa, en Berkeley; en dos ocasiones colgué cuando oí mi voz en el contestador. Intenté enfocar la vista en la fotocopia de Artforum :

… Ebdus abjura de la comparación con el protagonista wittgensteiniano de Corrección de Thomas Bernhard, que trabaja durante años en el bosque en la construcción de un misterioso «cono» que nadie ha visto, del mismo modo que rechaza cualquier tipo de reducción conceptual o filosófica de la naturaleza -en esencia material y «pictórica»- de su exploración. Todo en la obra de Ebdus procede de la naturaleza puramente física del pigmento sobre el celuloide y de la luz que atraviesa un proyector. Más fructífera sería tal vez la comparación con el viaje meditativo (por no decir obsesivo) de varias décadas del compositor modernista Conlon Nancarrow, quien durante el exilio mexicano impuesto por la caza de brujas exploró las peculiares posibilidades compositivas de la pianola, desarrollando un método único y minucioso de perforar los rollos que controlan el teclado mecánico. Nancarrow necesitaba dos o tres años para componer una pieza de cinco o diez minutos, un ritmo no mucho más lento que el de Ebdus pintando su película…

Me alegré por mi padre, pero no conseguía centrarme. Las distracciones ahogaban mi triste corazón. Cuando cerraba los ojos sentía que Mingus Rude estaba en la habitación, tal vez en la otra cama o en la bañera. Tomé prestada de alguna leyenda urbana la imagen de un hombre metido en hielo en la bañera al que una banda de traficantes de órganos le había robado un riñón. Si no, y pese a que mi propio padre se hospedaba cinco plantas más arriba, me convencía de que el hotel pendía en el vacío, era un sarcófago de felpa con televisión con cable a la deriva por el espacio. Esta segunda alucinación me despertó de golpe de la modorra que me había vencido sobre la colcha y me empujó a buscar la llave del minibar.

Vacié los bolsillos sobre la cómoda. Me quedé contemplando el resultado. Además de la llave del minibar, la tarjeta de entrada a la habitación y algunos dólares arrugados, estaba también el anillo de Aaron X. Doily. Me lo había metido en el bolsillo esa misma mañana para rescatarlo del interrogatorio de Abby.

Me preguntaba si el anillo todavía funcionaba y, en caso de que funcionara, si sus poderes habrían cambiado. Sin parar de preguntarme cosas me puse los pantalones, guardé la llave de la habitación en el bolsillo y me puse el anillo en el dedo. Crucé descalzo la habitación hacia la puerta y salí al corredor, donde me quedé parpadeando cegado por la luz.

No me veía las manos ni los pies, pero claro, estaba borracho. No fue hasta que se abrió la puerta del ascensor y subí en el interior forrado de espejos cuando me convencí. Estaba solo y el ascensor parecía vacío. Apoyé las manos en los espejos y solté aliento alrededor: el vapor dibujó unos dedos invisibles. Daba igual que no hubiera usado el anillo desde hacía años: mantenía el mismo poder. Mi poder, cuando decidía utilizarlo.

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