Había pasado lo que me parecían horas hundido en la miseria, tumbado en la cama. Así que esperaba que el vestíbulo estuviera vacío. En cambio, estaba a rebosar de forbiddenoides. Igual que el bar. Me colé, esquivando las habituales colisiones. Diez años antes me había convertido en un hombre invisible de gran habilidad y mantenía la pericia.
Los moradores de la convención rodeaban las mesas redondas del bar sentados en grupos de diez o quince. Sus conversaciones transmitían cierto aire de discusión, de enfrentamiento, como debates regurgitados. Pero eran humanos: bebían, rompían a reír. Era probable que algunos se emparejaran esa noche, como los cocodrilos. Me alegré de ser invisible. La barra del bar, una isla central, estaba casi vacía. Volqué un vaso con hielo derretido para entretenerme, y luego, mientras el camarero lo limpiaba entre refunfuños, me colé detrás de él y cogí una botella terciada de Maker’s Mark. Al pegármela al pecho se contagió de mi transparencia. Volví al vestíbulo de puntillas. Paul Pflug estaba allí, sentado en un sofá entre dos mujeres vestidas con corpiños de cuero idénticos y unas botas altas de tacón no muy distintas de las de Abby. Brindé por él con la botella invisible y subí el whisky a la habitación para volverlo invisible por otros métodos.
Las diez era demasiado temprano, pero al menos la sala estaba a oscuras. Mi padre estaba nervioso y malhumorado, ensartando la película en el proyector, insistiendo en hacerlo él mientras un par de trabajadores del hotel que habían traído el proyector a la sala esperaban a un lado. Me senté con Francesca en primera fila, incapaz de pasar totalmente por alto el hecho de que detrás de nosotros solo había quince o veinte asientos ocupados en una sala que pedía al menos cien. El público esperaba pacientemente, más pacientemente que yo. Algunos bebían zumo de naranja de tetrabriks pequeños con pajita, otros comían galletas. No se veía a Zelmo por ningún lado, de momento.
Bajo mis párpados acartonados ya discurría una película de la resaca. A duras penas me había duchado y había llegado a tiempo para encontrar el salón Wyoming B. Confiaba en el café y el bagel del avión y, de momento, me conformaba con la pastilla de Advil del bolso de Francesca. Mi bolsa estaba preparada y esperando debajo de la silla y tenía el anillo de Aaron Doily en el bolsillo. A fuerza de empujar, había escondido en el minibar la botella vacía de Maker’s Mark.
– Les mostraré dos secuencias -explicó mi padre, empezando sin previo aviso-. La primera va de mil novecientos setenta y nueve a mil novecientos ochenta y uno y dura veintiún minutos. La segunda es más reciente, de mil novecientos noventa y ocho. Creo que dura unos diez minutos. Si les parece bien, dejaremos para el final los comentarios y las preguntas.
No hubo objeciones. Nadie a excepción de Francesca o yo mismo habría tenido motivos. La pequeña representación de fans de la línea dura de mi padre se removieron en sus sillas con la excitación que precede siempre al inicio de cualquier película, incluso una proyectada a las diez de la mañana en el salón Wyoming del Marriott de Anaheim. No tenían ni idea.
Aquella película me importaba. Tampoco tenía opción. Había convivido con su presencia más que ninguna otra persona a excepción de mi padre. En mi infancia la película era una especie de dios mudo y lisiado que cuidábamos arriba como a un pariente demente. Conocía bien la sección de veintiún minutos de 1979 a 1981: había acudido a su anterior proyección pública, realizada hacía cuatro años en el Pacific Film Archive de Berkeley y había presenciado las proyecciones de prueba esa misma semana. Era una secuencia que Abraham consideraba particularmente acabada. Un paisaje iluminado por una luna invisible con el horizonte partiendo en dos la pantalla y la tierra más brillante que el cielo (aunque Abraham habría rechazado los términos «paisaje», «horizonte» y «tierra»). Con todo: un cielo negro y gris y una tierra gris y gris. El efecto venía a ser más o menos el de mil Rothkos de la última época puestos en sucesión temporal y proyectados con luz temblorosa. Los años entre 1979 y 1981 no eran más que dos de los seis años que Abraham había dedicado a pintar esa única imagen: el negro y el blanco enzarzados en una feroz pelea. A veces el suelo estaba más alto o curvado, como si hubiera crecido un océano y se mecieran las olas. A veces el negro goteaba desde el cielo y rodaba brevemente por la zona inferior: cuando esto ocurría tenía el efecto de una acción muy impactante porque el resto era quietud hipnotizadora. Solo una vez, un punto rojo y amarillo se movía como un sol tapado por las nubes detrás del fondo negro, pero acababa disolviéndose en fragmentos. ¿Había mojado Abraham secretamente esa semana en particular, desde hacía tanto tiempo? Nunca me atrevería a preguntarlo.
Daba la casualidad de que además yo estaba bastante seguro de que el segmento de veintiún minutos incluía mi única contribución a la película, un fotograma que había falsificado un día después de clase en mi último curso. Cuando llegué a casa, Abraham no estaba, quizá estuviera de compras. No recordaba las circunstancias exactas, solo la compulsión que se había apoderado de mí de colarme en su estudio para pintar un fotograma. Los pinceles de Abraham estaban húmedos: había estado trabajando hacía muy poco. El fotograma vacío estaba centrado en el tambor y solo tendría que adelantarlo una posición para ocultar mi añadido. Se me ofrecía una oportunidad en bandeja, pero no me atrevía. Acerqué tembloroso un pincel con la punta mojada en pintura sin tocar el celuloide con el pigmento: sería un acto irreversible. Me aterraba la autoridad, no la de Abraham, sino la mía.
Lo pinté: capa de negro, capa de gris. Luego huí del escenario del crimen sudando de miedo. Durante una semana esperé la acusación, pero no llegó. Nunca supe si me había descubierto. Mi padre era muy capaz de detectar el fotograma falsificado y optar por no decir nada. Dejándolo o no, pero sin decir nada. Aunque ahora yo me permitía imaginar que Abraham lo había dejado. Una veinticuatroava parte de un segundo en veinticinco años era mía.
Le gorroneé un analgésico a Francesca e intenté obviar la presión que ejercía mi cerebro deshidratado contra los globos oculares. En el salón reinaba el silencio, roto solo por el arrastre de la película y el zumbido del ventilador del proyector. Entre la resaca y la sensación de notar a Abraham detrás del proyector, vigilándonos a varios asientos vacíos de distancia, costaba darle a la película lo que merecía (fuera lo que fuese). Costaba no notar en la nuca la decepción de los asistentes. Esperé el extraño destello rojo y amarillo: por fin. Habían pasado veintiún minutos.
– Así es como tu padre tortura a toda esta gente que le adora -susurró Francesca-. Torturándolos con oscuridad.
No repliqué. En ese instante no me habría venido mal un poco más de oscuridad.
El segundo fragmento era una sorpresa. Un despacho enviado desde la frontera: mi padre había descubierto un triángulo verde de puntas romas que trataba de caer, sin conseguirlo, sobre el fantasmagórico horizonte borroso.
El triángulo ocupaba más o menos un cuarto del fotograma. Temblaba, se inclinaba un grado, casi tocaba el suelo, retrocedía. El progreso era una ilusión: dos pasos adelante, dos pasos atrás. Aunque era imposible no alentarlo. Notarlo tantear como un pie en busca de apoyo. Atreviéndose, dudando, fracasando.
Inesperadamente, me emocioné, me olvidé de la sala y del dolor de cabeza, atraído de pronto por los esfuerzos del triángulo, por aquella tragedia sin actos. Francesca me dio un pañuelo de papel de su bolso. Prisioneros, triángulos, esos días yo era presa fácil. Entonces terminó y se encendieron las luces. Nadie aplaudió: habían olvidado cómo aplaudir o tal vez la película les había convencido de que si intentaban juntar las manos no lo conseguirían.
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