– ¿Cómo son?
– Bueno, Michael Stipe se dedicó a inhalar un tanque de oxígeno después del concierto.
– Qué fuerte.
Katha iba al volante de su Ford Falcon con Deirdre sentada a su lado. A mí me estaba entrevistando Jane, la tercera y más joven de las chicas, en el asiento trasero mientras recorríamos la avenida San Pablo en dirección a Emeryville. En el asiento, entre los dos, descansaba una bolsa con botellas del Shaman’s. La velocidad, la compañía de chicas tan desenvueltas como las de Frank Sinatra y Gene Kelly en Levando anclas , así como las reveladoras vistas nocturnas de calles que durante el día pasaban inadvertidas eran estimulantes que me colocaban casi tanto como la cocaína. O al menos la droga no explicaba mis otras excitaciones. Katha no me había dirigido la palabra en la cocina del Shaman’s, se había limitado a quitarme el billete enrollado con una irónica sonrisa de bienvenida antes de hacerse una raya. Y en el coche tampoco me hacía caso, me había abandonado a las preguntas de Jane. Otro motivo de excitación. El silencio de Katha parecía admitir que habíamos avanzado un paso más. Que la noche ya estaba ganada. Que de momento podíamos dejar las bromas de lado.
Nos detuvimos ante una gran casa victoriana de tres plantas alejada de la calle y con un jardín descuidado rodeado por una cerca baja de color blanco. Detrás de las cortinas hechas con sábanas y tapices hippies asomaban bombillas desnudas y las paredes blancas cubiertas de pósters, de modo que la comuna destacaba como una piñata entre los edificios de apartamentos de dos plantas con forma de caja que la flanqueaban. Entre los coches que había aparcados en la calle había dos que no irían a ninguna parte y uno que parecía habitado. Al enfocar la vista descubrí a un negro con ropa interior blanca sentado en una silla de jardín en el garaje abierto de uno de los edificios contiguos; tenía una botella metida en una bolsa de papel. El hombre siguió con la mirada el camino del Falcon por el callejón contiguo a la comuna, impasible.
– ¿Quieres que te presente a Matt? -preguntó Jane mientras Katha aparcaba.
– Es su manera de despedirse educadamente -dijo Deirdre desde delante-. Jane y Matt están todo el rato follando.
– ¡Cállate! -dijo Jane, y le dio una palmada en la cabeza a Deirdre.
– No lo niegues, sabes que es verdad.
En el porche, Katha volvió a sonreírme, como si supiera que tenían a un hombre en ascuas.
– Adelante -me dijo-. Mi cuarto está en la segunda planta. No tiene pérdida.
Jane y Matt vivían en el ático, al que solo se podía llegar por una escalera de mano que salía de la tercera planta. Cuando Jane le llamó, Matt no bajó, se limitó a asomar el torso desnudo por el borde del desván. Pese a la barbita a lo Cristo, tampoco él tendría más de diecinueve años.
– Hola -dijo.
– Dylan conoce a los REM -le contó Jane-. Es amigo de Katha.
– Mola -contestó Matt, parpadeando, esperando, si había que creer a Deirdre, para follar con Jane.
– Vale, pues adiós -me dijo Jane, mostrándose tímida por primera vez. Trepó por la escalera como una ardilla.
Bajé de nuevo por la inmensa y destartalada escalera iluminada únicamente por una bombilla violeta. Se oía música al otro lado de varias puertas y el aire de la casa estaba cargado de aromas diversos: coladas, cigarrillos, cerveza. Era mi última oportunidad, podía haber dejado atrás la segunda planta y haber salido a buscar un taxi a la avenida San Pablo. No lo hice.
Al fondo de la segunda planta, las dos habitaciones de Katha formaban una suite que, con los asientos empotrados de la ventana en saliente, los techos decorados y el suelo de parquet, podrían haberse considerado unas habitaciones espléndidas en una casa espléndida de haber estado en cualquier otro sitio que no fuese Emeryville. La realidad era que los techos tenían manchas de humedad y el parquet estaba levantado, de tal modo que estaba seguro de que el casero se sentía agradecido por tener inquilinos incluso a pesar de que la mayoría empleara lucecitas navideñas a modo de lámparas. El estuche de la guitarra de Katha descansaba apoyado en una pared junto a un radiocedé; había un ropero sin puertas ni estantes atiborrado de ropa. La segunda habitación, más pequeña, solo tenía un colchón individual envuelto en una tela de tapicería. No había nada en las paredes.
Deirdre se arrodilló en el suelo de la habitación principal para preparar más rayas de cocaína, esta vez sobre un espejo y con una hoja de afeitar. Katha, acurrucada en una de las ventanas en saliente, hablaba por teléfono en murmullos inaudibles por encima del disco de Beck que sonaba en el radiocedé. Había otra pareja sentada en un futón con las piernas dobladas y la espalda apoyada en la pared, un negro de piel clara con un inmenso peinado afro, un tenue bigotillo y mirada afable, y su novia, una mujer que parecía mayor que él, con el pelo cortado a trasquilones y teñido de negro que hablaba con un desconcertante acento alemán. Espatarrado en una hamaca había un adolescente de aspecto mexicano que tendría como mucho quince o dieciséis años y pinta de pertenecer a una banda a juzgar por los enormes pantalones de hip-hop y el pañuelo azul con el que se cubría la cabeza. Deirdre no nos presentó. Vacua y sensual, parecía una actriz de una película imaginada de Warhol. Rolando y Dunja, la pareja del futón, se presentaron a sí mismos y sonrieron con aire amigable. El adolescente de la hamaca saludó con «¿Pasa, tú?» y ofreció la mano para que se la chocara al estilo black-power. Al hacerlo farfulló un nombre: «Marty» o «Mardy» o «Marly», no me quedó claro.
Aquella fue la menor de las incertidumbres que conformaron mi larga noche en las habitaciones de Katha Purly. La indiferencia que Katha me había mostrado en el club cerrado y luego en el coche se convirtió en norma. No estábamos juntos en ningún sentido. Me drogué y charlé con Deirdre, Rolando y Dunja. El posible Marty no participó, con expresión altanera, lleno de desdén infantil, como un gato pavoneándose para vengar una humillación. El posible Marty se quedó callado, aunque cuando acabó el último tema del disco de Beck se levantó a buscar Straight Outta Compton de los NWA en la pequeña colección de Katha y subió el volumen. Los demás levantamos la voz para seguir oyéndonos. Con una pregunta inocente di rienda suelta a la parlanchina Dunja, que resultó ser germano-israelí y se había criado en parte en Alemania y en parte en un kibbutz. No consideraba su vida una lección de historia ni una alegoría, solo algo que contar. Lo escuché, maravillándome de haber seguido a mi camarera hasta una mansión del gueto en Emeryville para sentarme de piernas cruzadas, drogado y bajo lucecitas navideñas, a enterarme de cómo perdió la virginidad una alemana de dieciséis años en un campo de fútbol de Oriente Próximo a la luz de la luna con un inmigrante ruso, ingeniero de profesión. Mientras, en otro lugar de California, Abby dormía o no dormía, y en Anaheim mi padre llevaba horas en un banquete.
Katha hizo un par de llamadas telefónicas y salió de la habitación. Volvió a la media hora, más o menos, con un pack de Coronas y seguida de alguien que presentó como Peter. Peter, de aspecto recatado y regordete, también tendría unos veinte años, y pensé que tal vez fuera gay. Katha esnifó una raya de coca, pero Peter no quiso y en su lugar se cogió una cerveza. Parecía conocer a los demás, o al menos se sentía a gusto con Deirdre y Rolando, y empezó a contarles que la noche anterior se había peleado con su compañero de piso y ahora se negaba a volver a casa (adonde Katha había ido a recogerlo). Mientras, Dunja continuó narrándome su vida en el kibbutz, cuentos cocaínicos como entradas de enciclopedia, totalmente carentes de altibajos dramáticos. Katha me ofreció una cerveza, las primeras palabras que me había dirigido en el interior de la comuna. Acepté una solo para mojarme un poco la garganta reseca. Era dulce y seca, tal como había imaginado. El posible Marty improvisó unos tímidos y dubitativos pasos de break-dance en un rincón, cerca del equipo de música. Nadie le miró. Eran las tres de la madrugada.
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