Katha y yo charlamos y nos besamos mientras se me amontonaban los pensamientos, y también cuando dejé de pensar. Mi camarera y yo teníamos meses de bromas acumuladas y recurrimos a ellas. En el pegajoso futón cubierto de tela de tapicería, a la luz de la farola que iluminaba la pared, con la inspiración celta de los lamentos de Van Morrison, nuestros cuerpos confundidos se fueron empujando y atormentando mutuamente. Manos calientes se atascaron en la cintura de los vaqueros hasta que suspiramos y los desabrochamos. La carne de Katha era suave y lustrosa, tan gomosa que me pregunté si no sería un efecto del polvo de droga que se había colado entre mis dedos y su piel. Era afelpada y tersa, como un animal de mazapán. Una elegante línea de vello bajaba por la curva de su ombligo hasta la maraña púbica.
Me detuve donde siempre me detengo, en la melancolía del umbral, un hombre hecho y derecho. «Podríamos dejarlo aquí. Estaría bien, podría bastar.» A menudo estoy más seguro de querer que me abracen que de pasar a algo más.
– Tengo una cosa -susurró Katha-. Enseguida vuelvo.
– Vale.
Mis rubias siempre habían sido Leslies Cunningham paseándose inmunes por el mundo o al menos pareciendo diosas impasibles que me miraban con recelo. Ahora mi rubia era Katha Purly. Al menos una se había entregado a mí por completo y sin regateos, pero ella era diferente, más real, más rica gracias a sus heridas. Fue una epifanía ordinaria, de las que se desvanecen rápidamente, la última de una larga lista: mi joven camarera no era una fantasía porque nadie lo era. La gente era real, todos y cada uno. Hasta era probable que las chicas Solver, dondequiera que estuvieran, lo fueran.
Ahora tenía a mi rubia, sí, pero no conseguía mantener la erección. Eran las drogas: no me sentía dentro de ella, cubierto por el condón que Katha me había colocado. Pero Katha Purly era insoportablemente generosa conmigo. En la pálida luz diurna que ahora inundaba la habitación, arrancando largas sombras de las migas de los malolientes rincones y del silencioso radiocedé, mientras las calles llamaban a la vida con sus ruidos y la casa callada y llena de cuerpos dormidos recordaba a una nave interestelar, Katha se tocó, regalándose bellamente el orgasmo que yo había querido provocarle, se hizo enrojecer cuello y cara y teñirse de rosa las sienes bajo sus pálidas cejas mientras me exhortaba a rendir tributo sobre su espléndido pecho húmedo, animándome con su voz, alentándome. Lo conseguí, por los pelos.
Cuando me desperté estaba sudado y un sol cegador nos iluminaba en la habitación árida, nuestros cuerpos se habían deshecho del abrazo y descansaban en lados opuestos, teníamos las sábanas enroscadas en las rodillas. Katha se despertó un poco y me dio permiso para quedarme, pero yo no podía. Me vestí y me fui, volví a casa andando por la avenida San Pablo. Eran las diez de la mañana. No podía quedarme en casa de Katha Purly porque Katha Purly no era, al fin y al cabo, un lugar. Ni tampoco Abigale Ponders. Ni California, no para mí. En concreto, no eran la calle Dean, no eran Gowanus, y allí era adonde me dirigía. Tenía que volver al lugar al que había pertenecido. Reservé un billete de avión por teléfono, me duché y dormí. Cuando me desperté por segunda vez hice la maleta y, una vez más, cogí el anillo.
Casi no recuerdo nada de las pocas semanas de verano que transcurrieron entre la muerte a tiros de Barrett Rude Senior y mi trayecto de autobús lejos de la ciudad para empezar mi primer trimestre en Camden College. La tragedia se convirtió en propiedad comunitaria de la calle Dean, por supuesto, y mi conocimiento cercano de los hechos fue un secreto. De modo que mi impresión personal pronto quedó diluida por el tropel de cotilleos. No me compadecí demasiado de Mingus, que estaba arrestado y al que iban a juzgar como a un adulto; yo era un cohete de negación esperando a ganar velocidad suficiente para escapar de aquel escenario. El asesinato solo sirvió para darle un nombre y una forma claros a la nube de razones por las que quería abandonar Brooklyn. En cualquier caso, Mingus me daba miedo. Había matado a alguien con una pistola. Eso no había pasado antes. Era 1981, antes de que los tiroteos se volvieran algo habitual. Todavía era una época de navajas y bates de béisbol, de nunchacos caseros, de estrangulamientos. Había visto blandir pistolas, pero nunca dispararlas.
Vermont era mi antídoto. Solo había estado allí una vez desde mi viaje de la Fundación Aire Fresco, cuando tenía trece años: siete meses antes, en enero, para la entrevista de ingreso en Camden. Con todo, pese a las verdes colinas del paisaje de Vermont cubiertas de nieve, más blancas de lo que jamás había visto, y el viento del campus vacío que atravesaba mi abrigo de piel de imitación, veía por todas partes indicios de fantasmas de Heather Windle, de mi verano de bañadores y libélulas. En la estación de autobuses de Camden Town me compré unos caramelos de jarabe de arce envueltos en cartulina y celofán, y cuando lo dejé deshacerse en la lengua como me había enseñado a hacer Heather tuve la erección más inocente y vehemente que había experimentado en cuatro años.
Pero Camden College no era el Vermont de Heather Windle. En Camden, Heather habría sido una paleta, una chica entrevista en el Brass Cat o el Peanut’s, uno de esos bares de ciudad pequeña que los estudiantes de Camden se atrevían a veces a frecuentar en sus incursiones lejos de la idílica reserva amurallada, las bucólicas hectáreas que formaban el campus. Por dentro, aquel santuario verde era una especie de laboratorio solipsista colectivo donde los excitables chicos urbanos podían jugar a sus anchas. Vestidos de cuero, pieles y batik, ellos y yo -puesto que durante un breve período fui uno de ellos- deambulábamos por un entorno que era en parte tierra de labranza de Nueva Inglaterra, completado con residencias estudiantiles de madera, retorcidos manzanos que daban frutos incomibles, muros bajos tapizados de líquenes adentrándose por los bosques hacia ninguna parte y parcelas de cementerio con fechas del siglo XVIII: una parte escuela de arte experimental, fundada en la década de 1920 por apasionados mecenas de inclinaciones rojas y legendaria por sus bailarines modernos y los matrimonios entre estudiantes de la facultad, y otra parte reserva lunática de díscolos niños bien, demasiado familiarizados con los tratamientos psiquiátricos para seguir a otros parientes a Harvard o Yale y que recapitulaban los rituales tribales de los centros vacacionales mediterráneos y los veranos en East Hampton en la sala VIP de Studio 54.
Yo no entendía nada de todo esto. Era un bobo social, protegido del entendimiento que da el dinero por el elitismo artesano de mi padre y, paradójicamente, por el radical orgullo populista de Rachel: me habían criado un monje y una hippy y los dos se mantenían tercamente fuera de cualquier jerarquía de clase. Los deseos que nuestra pequeña familia no podía permitirse nunca habían parecido importantes, solo tonterías, esnobismos y errores, como las prioridades de Thurston Howell en La isla de Gilligan . Además, había tenido tanto o más dinero que la mayoría de los chicos de Brooklyn que conocía, aunque tal vez algo menos que mis compañeros de estudios de Manhattan en Stuyvesant, de modo que me imaginaba en un punto intermedio. Sí, estaba claro: yo era de clase media.
Lo cierto era que pocos estudiantes de Camden habían pisado alguna vez una escuela pública y mucho menos habían estudiado en ella. Y yo nunca había pisado Brooklyn Friends ni Packer Collegiate ni Saint Ann. Un puñado de ex estudiantes de estos centros, la mayoría chicos de Brooklyn Heights, se me presentaron durante las primeras semanas, esas de «también es de Brooklyn», pero eran extraños y, cuando admitía que había estudiado en la EP 38 y la ES 293 sabían, mejor que cualquier otra persona en Camden, lo antinatural que resultaba que yo estuviera allí con ellos. Desde orillas opuestas de esta experiencia, mis nuevos conocidos y yo nos mirábamos fijamente como moradores de un mundo especular.
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