Jonathan Lethem - La Fortaleza De La Soledad

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«La fortaleza de la soledad ejemplifica, sin necesidad de grandes aspavientos vanguardistas, nuestro paradójico signo de los tiempos», Qué Leer
Esta es la historia de un chico negro y uno blanco: Dylan Ebdus y Mingus Rude, vecinos que comparten sus días y defienden su amistad a capa y espada desde un rincón de Nueva York. Esta es la historia de su infancia en Brooklyn, un barrio habitado mayoritariamente por negros y en el que comienza a emerger una nueva clase blanca. Esta es la historia de la América de los años setenta, cuando las decisiones más intrascendentes -qué música escuchar, qué zona ocupar en el autobús escolar, en qué bar desayunar- desataban conflictos raciales y políticos. Esta es la historia de lo que habría pasado si dos adolescentes obsesionados con superhéroes de cómic hubieran desarrollado poderes similares a los de los personajes de ficción. Esta es la historia que Jonathan Lethem nació para contar. Esta es La fortaleza de la soledad.
Jonathan Lethem (Nueva York, 1964) es una de las voces más inventivas de la ficción contemporánea. Es autor de nueve novelas y depositario de distinguidos galardones, como el Premio Nacional de la Crítica de Estados Unidos.

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En cuanto a las drogas, la universidad no las suministraba directamente, pero considerábamos otro privilegio más que hiciera la vista gorda. Camellos como Runyon y Bee operaban sin freno. En el césped se fumaban porros sin disimulo y las fiestas de Pelt House eran famosas por el ponche de ácido que preparaban en el laboratorio del mismo edificio. William S. Burroughs vino a inaugurar el curso y durante los pases de Cabeza borradora y El hombre que cayó a la Tierra una nube de humo atravesaba el rayo del proyector del minúsculo auditorio del campus. Aunque se consideraba de buena educación cerrar la puerta mientras te metías una raya de coca o metadona, pocos se molestaban en volver a colgar los espejos después, y había quien los mantenía a modo de mesillas de café permanentes, más o menos en la línea de Barrett Rude Junior.

Yo era una esponja para la coca. Formaba parte de mi actuación. Las tardes que deberíamos haber pasado en clase o en la biblioteca, Matthew y yo las dedicábamos a jugar al baloncesto con Runyon y Bee en la inmensa cancha, muy poco utilizada, construida en el bosque del límite del campus, por detrás del desaprovechado campo de fútbol (Camden no era un lugar muy atlético). Runyon y Bee disfrutaban con mis intentos de fintas y amagos, todos los movimientos que había absorbido y nunca me había atrevido a probar en los gimnasios de mi juventud. Runyon y Bee nos adoptaron a los dos, nos convertimos en sus mascotas. Como ellos, usábamos gafas de sol Wayfarer en la cancha, defendíamos sin ganas o nada en absoluto y, entre partidillo y partidillo, esnifábamos y fumábamos a la sombra sembrada de agujas de pino que había en el perímetro asfaltado. A los camellos, que no pudiera pagar mi parte les irritaba o enternecía, dependiendo de su estado de ánimo, pero no le daban demasiada importancia. Por las noches subía a las habitaciones de Runyon y Bee y cuando otro estudiante se pasaba a comprar un cuarto de gramo se me incluía en la obligada prueba de calidad. Una vez me gané mi manutención mecanografiando un trabajo de Runyon sobre Mientras agonizo impresionantemente plagado de errores gramaticales. Lo reescribí, tal como sospechaba que Runyon esperaba de mí, y conseguimos un sobresaliente.

Tres o cuatro tardes ese otoño, colocado de algo a una hora excepcionalmente temprana y cortadas las ataduras con quienquiera que estuviera de juerga, Moira o Matthew o los camellos del piso de arriba, incapaz de contenerme, fui al bosque y volé. Ya no tenía el traje, en realidad ya no era Aeroman, solo un chico de ciudad liberado en los bosques que quemaba energía surcando los aires entre las ramas. Que ya no fuera Aeroman era probablemente la razón de que, después de tanto tiempo, todavía pudiera volar. En Brooklyn nunca había volado, excepto durante una recepción de pelota. Me había acobardado físicamente, pero también me habían pesado demasiado los objetivos que Aeroman debía cumplir, sus ideas sobre heroísmos y rescates. En Camden no había nadie a quien rescatar de nada, a menos que nos rescataran a todos de nosotros mismos, algo que un chico volador de dieciocho años no podría ni plantearse. Así que me paseaba entre los árboles del este del Fin del Mundo, por debajo del campo de fútbol y la cancha de baloncesto, me ponía el anillo de Aaron Doily en el dedo, encontraba una roca alta desde la que saltar y volaba. Levantarme un poco por encima del campus, ver el reloj parado de la torre de la universidad desde lejos era un intento de creer en mi suerte, en mi improbable y embriagadora huida de la calle Dean. Intentaba que las colinas me parecieran reales enfrentándome a ellas en soledad y de frente, intentaba hacer mías las ramas arañándolas con la punta de los dedos. No sé si funcionó. Nunca he estado seguro de ser capaz de saborear la libertad, no más que durante el fugaz colocón de una raya de cocaína o la duración de una canción en particular. Y una canción, cuando la vuelves a poner, suena igual. Sin embargo, el polvo blanco, el vapor de mentol, la brisa de los pinos: esas tardes de vuelo mi nariz parecía funcionar al revés y solo olía el interior de mi cerebro mentolado.

Una de esas tardes, después de aterrizar, me encontré con Junie Alteck en el camino de regreso, entre los árboles. Junie era una hippy de Oswald con aspecto de sílfide, una fiestera impenitente que a menudo seguía en la habitación de Bee cuando los demás habían plegado ya las velas. Sospechábamos que se acostaba con Bee, pero él nunca lo había admitido. A Runyon le gustaba llamarla «Aspect». La chica había estado paseando sola por el bosque. Adiviné por su cara que me había descubierto.

– ¿Qué estabas haciendo? -dijo, aturdida.

– Un proyecto de performance para la clase de arte.

– Oh.

– No está mal, ¿eh?

– ¡Y que lo digas!

La cocaína, la jerga negra, las fintas y volar: todo lo que durante mi vida entera había sido peligroso, de pronto, en Camden, era seguro, y ¿por qué no? Camden estaba pensado para sentirse a salvo. Fue en ese estado mental en el que una noche de principios de diciembre, bastante tarde, recibí una llamada de Arthur Lomb en la cabina de Oswald.

7

Arthur me contó su historia a toda prisa. La extraña asociación empresarial forjada entre Lomb, Woolfolk y Rude en el mes previo al tiroteo había sobrevivido a la condena de Mingus por homicidio voluntario sin premeditación y su sentencia, dictada en octubre, a diez años en Elmira, la prisión del norte del estado. El resultado fue una asociación todavía más extraña: Arthur y Robert. Habían cogido el dinero que yo había pagado por los cómics y el anillo y lo que habían conseguido juntar entre los dos y habían comprado el cuarto de kilo. Luego lo habían vendido con éxito. Barry era su principal cliente. Y Arthur y Robert se habían abstenido de consumir los beneficios, habían ahorrado suficiente para pillar otro cuarto y volver a empezar. Solo que la sociedad se había roto. Robert se había presentado en casa de Arthur con un par de compinches de las casas Gowanus exigiendo dinero y la madre de Arthur se había asustado y había llamado a la policía. Robert le había prometido a Arthur que lo mataría si no le entregaba cierta cantidad de dinero en una fecha determinada, pero Arthur no podía ir solo a Gowanus a vender la mercancía porque los amigos de Robert conocían su cara paliducha y el alijo que llevaría encima; mientras, Barry había aprovechado Acción de Gracias para ir a visitar a un médico en Filadelfia y todavía no había vuelto…

Le interrumpí, no necesitaba escuchar más. De hecho, me importaba parecer desinteresado por los detalles de aquella ciénaga lejana.

– No tienes a Mingus para protegerte -dije con satisfacción.

La única respuesta que me llegó fue la respiración de Arthur y detecté un pequeño fantasma de falso ataque asmático en su pánico sincero.

– Compra un billete de autobús -dije-. Nos desharemos de la mercancía en un par de días, sin problema. Volverás con el dinero.

No me costó mucho persuadir a Arthur. Al día siguiente, martes, cayó la primera nevada de la temporada mientras esperaba en la estación de autobuses de Camden Town. El autobús giró en el amplio aparcamiento, marcando con las ruedas la acumulación de nieve nueva. Se detuvo con un suspiro y el conductor bajó a abrir el maletero, pero Arthur no había dejado equipaje. Arthur se acercó de puntillas por la nieve con una bolsa Adidas colgada al hombro de su poco adecuada cazadora, soplándose las manos y con aspecto consternado.

– ¿Estudias aquí?

– Esto es el pueblo. La universidad está a unos cinco kilómetros.

Me miró sin entender.

– Se puede ir en autostop -alardeé.

Era otro extra de la universidad: alguien del campus, un estudiante veterano o licenciado con coche, a veces incluso algún profesor, reconocía el estilo de ropa que te distinguía de los del pueblo y te recogía en el arcén de la Ruta 9A para alejarte del fúnebre centro industrial de Camden por los centros comerciales que habían vampirizado la vida de la ciudad hacia los bosques, por la carretera que entraba en el campus por detrás. Quería intimidar a Arthur con todas mis armas. Le cogí la bolsa Adidas y cruzamos el aparcamiento de Dunkin’ Donuts en dirección a la carretera cubierta de aguanieve gris.

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