Jonathan Lethem - La Fortaleza De La Soledad

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«La fortaleza de la soledad ejemplifica, sin necesidad de grandes aspavientos vanguardistas, nuestro paradójico signo de los tiempos», Qué Leer
Esta es la historia de un chico negro y uno blanco: Dylan Ebdus y Mingus Rude, vecinos que comparten sus días y defienden su amistad a capa y espada desde un rincón de Nueva York. Esta es la historia de su infancia en Brooklyn, un barrio habitado mayoritariamente por negros y en el que comienza a emerger una nueva clase blanca. Esta es la historia de la América de los años setenta, cuando las decisiones más intrascendentes -qué música escuchar, qué zona ocupar en el autobús escolar, en qué bar desayunar- desataban conflictos raciales y políticos. Esta es la historia de lo que habría pasado si dos adolescentes obsesionados con superhéroes de cómic hubieran desarrollado poderes similares a los de los personajes de ficción. Esta es la historia que Jonathan Lethem nació para contar. Esta es La fortaleza de la soledad.
Jonathan Lethem (Nueva York, 1964) es una de las voces más inventivas de la ficción contemporánea. Es autor de nueve novelas y depositario de distinguidos galardones, como el Premio Nacional de la Crítica de Estados Unidos.

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Resultó que el coche que nos recogió fue el del rector Richard Brodeur. Tal vez hubiera bajado al pueblo a por una porción de pizza. Cuando nos subimos al coche, le presenté a Arthur como a un amigo de Nueva York que había venido de visita. Brodeur lo saludó incómodo y me recordó la política de registrar en la oficina a los invitados que pernoctaban en el campus. Y del límite de tres días de tales visitas. Le aseguré que cumpliríamos los requisitos. Brodeur parecía haber envejecido desde el día del discurso sobre las pizzas, me pregunté si sus tres primeros meses en Camden habrían sido tan intensos como los míos. La verdad es que me dio pena. Recogernos en mitad de la carretera me pareció una prueba evidente de un triste deseo de agradar, de encontrar su lugar en aquella atmósfera casual, un lugar que aún no tenía.

La nieve se amontonaba en los bordes del parabrisas, aplastada en pilares desmigajados por los limpiaparabrisas, y los copos salpicaban el cristal.

– ¿Vas a la universidad, Arthur?

– No. Eh… voy a ir a Brooklyn. Quiero decir a la Brooklyn City. Pero… eh… necesito todavía un par de créditos. Así que me he tomado un año de descanso.

La explicación contradictoria de Arthur no dejaba pie para una réplica. Brodeur sonrió y dijo:

– No vas muy preparado para el clima de Vermont, ¿verdad?

– Qué va, estoy bien. Señor.

Brodeur nos acercó hasta la puerta de los apartamentos Oswald cuando cualquier otro nos habría dejado justo después de la caseta del guarda. Sentí el impulso ridículo de invitarle. Me preguntaba si alguna vez habría entrado en una habitación de alguna residencia de estudiantes desde que estaba en Camden: probablemente no. E impresionaría a Matthew. Habría sido un acto muy devo. No era probable que hubiera propiedades robadas del campus ni material relacionado con drogas a la vista, pero supuse que no podía arriesgarme y dejarle pasar.

– Que disfrutes de tu estancia aquí, Arthur. Tal vez quieras cambiar de universidad.

– Eh… sí, mola. Gracias.

Arthur Lomb se hizo famoso en el espacio de dos días. Si yo era el Gato de Theodore Geisel, acababa de revelar el otro gato aún más increíble que escondía bajo el sombrero. Con sus vaqueros holgados, sus cordones anchos y su jerga incomprensible, sus constantes referencias al rap y los graffiti y su sobrecogimiento indisimulado por el lugar al que había ido a parar, Arthur sorprendió a mis amigos de Camden como la confirmación de que aquello a lo que yo aludía con mi pose del gueto no era broma. Irónicamente, Arthur les pareció auténtico. Cuando insistía en contar el dinero antes de entregarles la droga -Arthur, Matthew y yo nos habíamos pasado las últimas horas de esa primera tarde dividiendo el suministro de Arthur en papelas de proporciones Camden-, se emocionaban ante semejante muestra de sinceridad callejera. Por fin tenían un camello de verdad en el campus. Y aunque Arthur era la comidilla de todas las bromas, también se reía lo suyo y forzaba las cosas. Nadie habría podido decir quién se reía más de quién.

El tercer día que Arthur pasó en el campus, Runyon y Bee nos llevaron en coche hasta la ferretería del pueblo, donde conseguimos un puñado de Krylon y Red Devil. Los cuatro nos pasamos la madrugada pintarrajeando las paredes de Oswald y luego el bar del campus y el complejo de bellas artes. Arthur y yo decoramos los edificios con auténticos graffiti de Brooklyn, reproduciendo los tags de los miembros de FMD y DMD, las bandas que habían acabado con nuestras pintadas de toyacos. Aquellas runas no significaban nada en Camden, a pesar de que si nos las hubiéramos apropiado en las paredes de Brooklyn al poco tiempo habríamos acabado en la sala de urgencias del hospital universitario de Long Island. Runyon y Bee escribieron «KING FELIX» en erráticas mayúsculas varias veces -el nombre era una broma privada entre los dos-, pero después de ver nuestra destreza con las latas de aerosol lo dejaron estar.

Arthur debió de sentirse como en un número satírico del Saturday Night Live : «Camello samurái» o tal vez «Cocainómanos en Vermont». Yo me concentré en actuar como si siempre hubiese encajado en esa atmósfera, como si no me pareciera destacable, necesitaba asegurarme de que Arthur captaba el mensaje: Dylan Ebdus había sido una especie de príncipe vestido de mendigo en la calle Dean a la espera de asumir el lugar que le correspondía por derecho. Desde luego no quería discutir lo que había ocurrido entre Mingus, Barry y Senior. Me negaba a rememorar o ni siquiera a reconocer cuánto tiempo hacía que conocía a Arthur. Dudo que mencionara a Abraham, a menos que fuera para mofarme de lo poco que mi padre sabía de la vida en esa universidad. Abraham, por supuesto, pagaba las facturas, pero eso era solo un detalle incómodo.

El viernes por la mañana descubrimos que habíamos escrito las firmas de nuestros enemigos por todos los edificios de la universidad. La verdad es que impresionaba ver tanta pintura roja sobre el fondo de madera blanca a la luz de la mañana, como si Arthur y yo hubiéramos importado nuestras pesadillas urbanas en una compulsión sonámbula. Por el comedor corrían todo tipo de teorías acerca de la autoría, pero Runyon y Bee, entre susurros, me convencieron de que no había sido para tanto. Habíamos cambiado la decoración del parque, nada más. Camden era nuestro y podíamos pintarrajearlo.

De acuerdo con la normativa, ese día deberíamos haber metido a Arthur en un autobús de vuelta a Nueva York, pero no estábamos para normas. Quería que Arthur viera la fiesta del viernes noche -esa noche se celebraba en Crumbly House-, y aunque había corrido la voz entre los drogatas del campus de que en los apartamentos Oswald estábamos de liquidación total y Arthur ya tenía el dinero para pagar a Robert Woolfolk, necesitábamos otra gran noche, una noche de fiesta, para vender el resto del alijo.

Teníamos el apartamento casi para nosotros solos. Matthew últimamente dormía con una estudiante de segundo en una casa de fuera del campus, en North Camden, y Arthur había ocupado el lugar de Matthew en el dormitorio del fondo del apartamento. Mi cama estaba en el salón comunitario, junto a la chimenea y el sofá. Esa tarde Arthur y yo holgazaneamos aletargados en el salón tratando de recuperarnos de la noche anterior y esperando a la siguiente noche. A Arthur no le gustaban los discos de Devo, Wire ni Residents que Matthew y yo poníamos en rotación constante por esa época y había rebuscado a fondo en la colección de Matthew hasta encontrar algo que le gustara: The Lamb Lies Down on Broadway de Genesis. Nos tumbamos a oscuras, yo en mi cama y Arthur en el sofá, y el histérico glamour sinfónico de la música parecía hablarnos tan bien de lo absurdo de nuestras circunstancias que daba la impresión de que no necesitaríamos hablar nunca más.

La primera llamada a la puerta no fue la de un cliente de Arthur, sino la de un miembro del servicio de limpieza, una mujer a la que había visto docenas de veces pero de quien no sabía el nombre. Pálida, gruesa y encorvada, me parecía una especie de bruja vieja a pesar de que no debía de tener más de cuarenta años. Se ocupaba de fregar los baños de Oswald, la mayoría de ellos servicios comunitarios que daban a pasillos comunes. Pero una vez a la semana limpiaba el baño privado de nuestro apartamento, y por tanto la dejábamos entrar. Tras un leve gesto de saludo a Arthur, se metió en el cuarto de Matthew, al fondo del apartamento. Le di la vuelta al disco y volví a desplomarme en la cama.

La mujer era una representante típica del ejército de anodinos habitantes locales que se encargaban del mantenimiento de los edificios y terrenos de Camden. Carecían del colorido y el descaro del resto de los locales, pero eran verdaderos sirvientes que perfeccionaban el arte de la deferencia hasta resultar invisibles. Conocíamos los nombres de algunos de los ancianos, los que llevaban veinticinco o treinta años de servicio y al haber sido testigos del paso de generaciones de estudiantes y profesores habían adquirido cierto estatus de talismán. Siempre sonreían, respondían a nombres como Scrumpy o Red y todo el mundo los saludaba cuando pasaban por el lado con el cortacésped o la máquina quitanieves. Pero las morlockianas mujeres que fregaban los baños nunca hablaban. A Runyon le gustaba llamarlas «gente pequeña» y una vez le vi alzar una cerveza y decir: «Querría agradecer a toda la gente pequeña su trabajo, especialmente a la que fregó el vómito del rellano el sábado por la mañana mientras por fortuna yo seguía inconsciente».

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